La ausencia de las familias en el proceso de evaluación hace que la escuela no sea inclusiva.
Si estamos convencidos de que la inclusividad es un objetivo de la educación en estos momentos, porque la diversidad es un valor sustancial de la persona, la evaluación no puede quedar al margen de ese objetivo. Una evaluación participada, comprensiva, compleja y consensuada permitirá conseguir que las dificultades se conviertan en una oportunidad de éxito.
Evaluar no es calificar y, sin embargo, esta es la idea que en la mayoría de las familias se percibe sobre el tema, porque al final se da una calificación y esta es la que cuenta, sea positiva o negativa. A este respecto, Antonio Bolívar (1) enmarca en esta frase el cambio producido en las relaciones de la familia y la escuela:
“En muchas familias, los deberes como ciudadanos se han transmutado en derechos como consumidores.”
No es que las familias no hayan estado preocupadas por estos asuntos de siempre, pero si es cierto que el discurso de la calidad de la educación ha devenido en ese cambio de la co-gestión de los centros a la de clientes que demandan derechos.
Inmiscuir a las familias en el proceso de evaluación del alumnado no cuenta con mucha simpatía por parte de la mayoría del profesorado porque se piensa que el que tiene el poder es el profesor o profesora y nada tiene que hacer una familia metiéndose en su terreno profesional.
Sí se hacen algunos escarceos en cuanto a la participación del alumnado, pero en la mayoría de los casos no dejan de ser, eso, escarceos. El alumnado participa en las sesiones de evaluación y puede mostrar su descontento o satisfacción con las clases que se imparten en su grupo, al final del proceso, después de haber pasado todo un trimestre.
Partiendo de la idea de que las familias deben estar incluidas en todos los procesos educativos, así como en el debate y desarrollo del Proyecto de Centro, su presencia en la evaluación sería una consecuencia de ese proceso. No sería entendible que la familia participara en la evaluación del alumnado sin que conociera cómo están acordados los elementos del proceso de enseñanza-aprendizaje.
En definitiva, entendemos la evaluación como la parte del proceso de enseñanza y aprendizaje que permite ir resolviendo problemas sin llegar al final. En este sentido, las familias pueden participar porque ellas son las que, una vez terminado el horario escolar, “sufren” la forma de aprender del alumnado y es otro momento más donde su aportación puede ser muy valiosa. En los centros educativos se ignora que para ayudarles a construir su conocimiento es necesario saber cómo aprenden y qué aportan las emociones a ese proceso. En la medida que se tengan en cuenta estas formas de aprender y a esas personas que aprenden, el nivel de aprendizaje puede elevarse, la motivación irá subiendo y podremos alcanzar resultados más positivos, llegando al verdadero conocimiento comprensivo y significativo de los saberes.
Así pues, existen posibles cauces para integrar a las familias en el proceso de evaluación:
- Compartir el Proyecto de Centro, dándolo a conocer, creando espacios de participación para las familias, facilitando en tutorías los criterios de evaluación de cada una de las materias o áreas, dejando espacios para la participación activa de estas.
- Establecer mecanismos para ayudar al alumnado en el desarrollo de las tareas diarias fuera del horario escolar.
- Poner en marcha compromisos entre las familias y los centros para el cumplimiento de las tareas escolares con una supervisión periódica del mismo.
En conclusión, coincidimos con Hargreaves (2) cuando vincula el futuro de nuestra profesión con la apertura de la escuela:
Desarrollar un profesionalismo que abra las escuelas y los profesores a los padres y al público (una clase, una escuela) con un aprendizaje que vaya realmente en dos direcciones, es la mejor manera de forjar la capacidad, la confianza, el compromiso y la ayuda para los profesores y la enseñanza y de ella depende el futuro de su profesionalismo en la era posmoderna.
(1) Bolívar Botía, A. (2006) Familia y escuela: dos mundos llamados a trabajar en común. Revista de Educación, 339.
(2) Hargreaves, A. (2000): Profesionales y padres: Enemigos personales o aliados públicos. Perspectivas, 30 (2), pp. 221-234.
Imagen: Pedro Jiménez Beatriz Rodríguez