Cap. 4 Placer en el trabajo
Empieza lo difícil. Detectar los problemas es casi pan comido. Proponer soluciones no lo es tanto. O estrategias, como allí se las llama. Este grupo, uno de los seis o siete que trabajan separadamente, tiene que examinar dos problemas: “la distancia entre los discursos cooperativos versus la realidad de la competencia” entre las unidades productivas, es decir, cómo conjugamos el espíritu colectivo con las prácticas neoliberales; y la “ausencia de espacios de politización y la falta de asociacionismo” en esta industria, cuando estamos hablando de trabajar desde la colectivización y contra lo mercantil.
Este grupo es distinto del primero. Aquí están mezclados de otro modo y casualmente hay tantos hombres como mujeres en el think tank. Tiene frente a ella a una mujer muy bonita, cuya boca grande y sonrisa y timidez le resultan familiares. No participa apenas.
Se habla de la visualización de estos trabajo en la sociedad: por qué se nos ha de pagar, en qué somos realmente útiles, qué tipo de cuantificación tienen nuestras labores, y cuál es el verdadero monto que significa la producción cultural en el seno de las economías urbanas. Discuten ideas pero es difícil dar con auténticas propuestas de acción. Llegan a varias que le parecen, a nuestra prota, importantes: ser honestos (aporta Iñaki) acerca de los presupuestos, las capacidades y los curricula, al menos con el fin de no pisotearnos unos a otros por una irrisoria cantidad de euros; la otra tiene que ver con el “presupuesto de los intangibles” (y es Javier Rodrigo quien lo entrega): las competencias en acto no son privativas del “talento individual” que permite elaborar el proyecto «x», porque éste se nutre de un capital extraído (y devuelto también, en alguna medida) al procomún, y en el presupuesto se debería contemplar el valor de la red en funcionamiento.
Todos allí han pensado mucho más que nuestra prota sobre estas cuestiones, previamente, y ella sólo sabe escuchar con la boca muy abierta, disimulando.
Y tras la deliberación, atraviesan el barrio de Lavapiés hacia un lugar que se llama Ésta es una plaza. Donde un colectivo de inmigrantes marroquíes les esperan, en un solar reutilizado como huerto urbano, con ensalada, cous-cous, refrescos, vino y pastelillos árabes. De pronto, aquí, se está desprendiendo de la mayoría de sus complejos y se siente a gusto: sin formar parte de ninguno de esos colectivos, con ellos hay lazos en las formas del trabajo autónomo, en la pretensión de depender exclusivamente de su creatividad para subsistir. Y el cous-cous está tan bueno…
Cap. 5 Jodidas pero contentas
Vuelven los participantes, cargando una silla de plástico al hombro, hasta el local donde se hacen las reuniones. Es la recta final: queda poner en común las soluciones delineadas, y las dos mujeres irán apuntando las propuestas de cada grupo en un telón de papel que se va llenando, a medida que la tarde avanza.
Perdió de vista a la de la sonrisa y la timidez. Buscándola, de pronto, se acuerda del motivo por el que le resulta familiar: hace casi un año, estuvieron las dos sentadas en el mismo espacio, dentro de una de las aulas de La Casa Encendida, compartiendo taller de literatura. Aunque, si ese recuerdo es verdadero, la chica no estuvo más que un día o dos.
Son muchas las mujeres, tantos como los hombres, en la reunión. De alguna manera siente que ellas, en todo caso, guardan más rabia. Más descontento. En algún momento, ha hecho una pequeña broma en voz alta: cuando se quería anotar, como problema, la existencia de un “falso autónomo” en las tareas creativas (no nos contratan, nos mantienen aparte, nos privan de los pocos derechos sociales del asalariado, pero estamos sujetos a las mismas obligaciones de horario y dedicación que estos), alguien dijo que también se podía hablar del “falso becario”: traigamos a alguno de los miles de millones de recientes licenciados sin experiencia laboral que le vamos a tener aquí ocho horas y se va a llevar lo mismo que si estuviese en prácticas, una palmadita en el lomo. Al hilo, desde el foso, ella dice: “¡y el falso esclavo!”. Algunas la miran y asienten. En realidad, quería decir, “el nuevo esclavo”. Pero ya no era la hora de las quejas, sino de la búsqueda de salidas. ¿Hay salida, alguna, de esta precariedad?
Nuestra protagonista se ha presentado voluntaria, como portavoz, para explicar las estrategias halladas en su grupo. Sabe que le costará, porque no cuenta con las mismas herramientas, carece de reflexión, le falta vocabulario. Los compañeros le echan una mano en el planteamiento. Todos los grupos hacen sus aportes. La pizarra de seis metros por dos se está llenando. Las mujeres trabajan a destajo. En el primer día, previo a la jornada de trabajo, las ponentes de Y Productions contaron que el patrón es bastante recurrente: las mujeres en las empresas/colectivos de producción cultural hacen más gestión; mientras que la visibilidad, la relación pública y la presencia en el ruedo, también aquí, se la llevan los hombres. Tal cual.
Cap. 2. Saberes inútiles
Once y media de la mañana. En la puerta del local hay personas que conoce. Seis desconocidos entran en un local frente a la puerta del local de Traficantes de Sueños (tiene un nombre, que no puede recordar nuestra protagonista, pertenece a una asociación de mujeres del barrio).
Comienza la charla, su misión es delimitar los problemas que afectan al trabajo creativo. Dos personas, uno y una, hacen de directores de función. Participa, sintiéndose siente parte de, al mismo tiempo que extraña.
Le gusta lo que escucha. Le gusta la “dinamizadora”, que forma parte de un colectivo. Le gusta la atención tranquila que pone en todo lo que dicen los demás, y cómo va tomando notas en su portátil. Hay una botella de agua. Queremos trabajar y que nos guste. Casi siente la excitación, pero aquí no existen ni egos ni sexos. Tanto él como ella se dirigen al grupo (cuatro hombres, dos mujeres) como “las trabajadoras culturales”, las “productoras de la cultura”. Tiene todo el sentido, si hasta hoy hemos pretendido englobar al común de la gente bajo el masculino…
Se habla de problemas. Nuestra prota no tiene mucho que aportar, como colectivo, porque está claro que es una y no tiene mayor enredo con otras capacidades productoras (aunque le gustaría), pero sí es o se considera una trabajadora cultural. Le hace gracia la etiqueta, la hace sonreir. Le recuerda a esa otra de “trabajadora sexual”.
En nuestra teleserie, el lenguaje audiovisual ha sido sustituido por un lenguaje transversal, desarrollado desde el pensamiento. Nuestros telespectadores pueden recibir, sintonizando la frecuencia adecuada, qué es lo que pasa por la cabeza de los personajes. Así que vuelve a recordar uno de los leit motivs de estas jornadas: “trabajar y que nos guste”. Es muy complicado todo: estar en el mundo, ser productiva sin sentirse esclava, obtener un rendimiento suficiente y digno por las capacidades de cada cual sin sentirse vendida. Y son sólo las doce y media de la mañana.
Cap. 3 Matar la noción de trabajo
Dos preciosas mujeres están ahí detrás de los ponentes -portavoces de cada grupo- tomando notas sobre papeles dispuestos en la pared. Es la primera puesta en común, todos a la vez viéndose las caras.
Hay militancia, hay seriedad, hay sensación de que todo tiene un sentido. Eso es precisamente lo que buscaba nuestra protagonista. La legitimización a su soledad. Se trata de trabajar a todas horas. Uno no se hace creativo, uno ha nacido creativo, no tiene más remedio que seguir los dictados. ¿Qué es creatividad?
Creatividad puede ser no saber cambiar una casquillo de lámpara.
Nuestro personaje no puede imaginarse haciendo otra cosa que lo que hace, estar dentro de su cabeza, discurrir, imaginar mundos posibles. Sabe que los tiempos están duros, que puede necesitar bajarse los pantalones, o las bragas, para introducirse en una estructura económica la-que-sea. El telemárketing, le han dicho, tiene un convenio más o menos bien atado. Que puedes sacar 900 euros por ocho horas de trabajo y tienes todas las prerrogativas de un asalariado formal, bien protegido. La divagación se detiene.
Salen los portavoces, uno tras otro, y tienen que explicar los problemas que se encuentran las trabajadoras de la cultura en su día a día. Semi-intermitencia económica… Situación perenne… Falta de profesionalización… Dependencia económica de las administraciones… Canibalismo entre nosotros mismos. Porque se trata de subsistir.
Y ¿si fuésemos albañiles? ¿Si nos dedicáramos a colocar productos en los estantes del hipermercado? ¿Habría menos canibalismo? ¿Qué saben los vendedores o los mudancistas del procomún? ¿No tiene ninguno de ellos la sensación, a veces, de trabajar con intangibles, de dominar técnicas y saberes que no tienen ningún valor en la sociedad?
Todavía está un poco perpleja por el contexto en el que necesita insertarse para no sentirse (¡no, otra vez, no!) una alien: muchas de estas personas han puesto en marcha proyectos que dependen única y exclusivamente de la subvención o el contrato público. O es el Estado el que te permite ser, o es el Estado el que te permite existir.
Sin embargo, ninguno de ellos desea ser funcionario. Está en el último escalón de su escala de deseos. Como ella, lo que quieren es que su trabajo sea remunerado. Que sea remunerada su creatividad. Bien consista en realizar festivales, instalaciones o novelas.
Está muy lejos de sus aspiraciones profesionales, pero las reconoce. Cree que ha llegado la hora del café. De hacer networking.
Empiezo a escribir, recopilando apuntes de una larga jornada, y no sé si es este será un post o dieciséis. Pongamos que éste es el piloto de una teleserie.
TÍTULO: Just a working girl.
CREDIT TITLES:
Just a working girl… Schemes and missed appointments… Just a working girl… Dreams and disappointments…
Una mujer de mediana edad (me encanta la indeterminación de los lugares comunes, tan detestables) avanza por una calle, reconocible para quien viva en Madrid. Se imprime, sobre los planos generales, el rótulo: “Trabajo, todo es trabajo”.
Podríamos seguir con la cita, pero la dejo ahí. Queda más misterioso. Es un mantra para ella, no sabe bien qué es trabajo en términos marxistas, en términos de explotación capitalista, en términos de sentimentalidad. Sólo sabe que, desde la mañana a la noche, intenta rentabilizar los cuatro saberes acumulados en los cinco años de Facultad (eso da a menos de un saber por año) y los diez de práctica profesional, criar a sus dos hijas, subsistir en la gran urbe.
Toma el metro, la mujer, sabe que persiste la huelga pero entra, Colombia – Nuevos Ministerios – Plaza de España – Lavapiés. Algo la lleva. Algo persigue. No sabemos qué prisa puede tener un sábado a las diez y media de la mañana. Nada en su aspecto lo dice. Es una periodista. Periodista cultural, para más inri. Sus aspiraciones podrían estar delimitadas en esta cita:
Apetito. Inquietud. Morriña. Migraña. Hambre. Desde la pasión por lo que uno es y lo que ha decidido que es su profesión se llega al hambre. Hambre literal, no metafórica. Le ha costado muchas derivas personales, pero hace ya algún tiempo que sabe lo que quiere: demasiado tarde. El mundo no necesita sus saberes ni sus capacidades. No hay periodismo cultural. Prácticamente no hay periodismo. Los grandes medios mueren y hacen morir la profesión. Sabe muy bien -le vemos chasquear la lengua contra los dientes, cerrar su libro con desgana- que sus opciones han mermado: las redacciones blindadas, las colaboraciones, cuando aparecen, pagadas a la mitad de su valor. Escribir historias no cotiza.
La mujer está aterrizando en un local de la calle Embajadores. Vive en soledad profesional, remeda el intercambio vital con otros colegas a través de las redes sociales, y aquellas de pronto un día le dieron un dato: vamos a hacer unas jornadas «para quienes disfrutamos trabajando«. Los que allí están, imagina, tienen medianas estructuras montadas en torno al trabajo creativo y la producción cultural. Ella es una mera contadora de historias que quiere dejar de sentirse tan sola en su trabajo. Empuja la puerta. Entra.
No se pierdan los próximos capítulos de “Just a working girl”: una telenovela de la esclavitud moderna.
Qué me queda de contar antes de meterme en otros fregaos… Colaboraciones recientes en Notodo.com, que han pasado sin pena ni gloria, en lo que respecta a este blog (y el porqué, si es que hay uno, tiene que ver con otras cosas que quiero contar en otra oportunidad).
Después del textito del amigo Zweig, publiqué esto sobre Mansos de Roberto Enríquez.
La reseña sobre el bestiario de amantes de Josan Hatero:
Y hace pocos días esta otra sobre Diario de las especies de Claudia Apablaza. Un libro del que todavía quiero hablar más.
Y hay muchos más libros, hay muchos más proyectos, hay muchas lecturas atrasadas y otras en curso. Hay mucho más.
La broma sobre el trabajo y yo misma viene de muy antiguo, algún día debería contarla.
Hace no mucho, en un arrebato, me fui a un fisioterapeuta, a darme un masaje (fuera bromas). Sé que son los euros mejor invertidos de todo el semestre, porque este chico hace, además, de psicoanalista sin pretenderlo. Él masajeaba, yo me quejaba, una vez más, del poco tiempo libre, del muchísimo trabajo. Me preguntaba él si realmente no me daba tiempo a todo, o yo hacía para que no me diese tiempo.
Me dejó callada.
Ni siquiera contesto a los que amorosamente me comentan. Vale, prometo, porque no tengo excusa. Contesto, o peleamos delante de unas cañas. Hoy me propongo ponerme al día, porque in illo tempore éste era el blog profesional en que contaría lo que publicaba por el mundo.
Aquí están las reseñas publicadas en Go Magazine, que no sé por qué tengo tan olvidadas.
Publicada en ¿marzo?
Catherine Millet Celos
Anagrama
La mujer que desnudó la sexualidad desde su propia voz -o, como le gusta decir, desde su propio cuerpo- amplía y corrige su primera zambullida en un nuevo libro, que ha tardado un par de años en llegar; y eso puede tener que ver con que “Celos” (en el original, “Días de sufrimiento”) carece del “morbo”, de aquel “La vida sexual de Catherine M.”. Claro, los demonios interiores de la que fuera emperadora de la liberación sexual con signo cultureta y francés son menos aberrantes y más comunes: esa mujer con un comportamiento sexual límite, de campeonato, también tenía sentimientos. Era “normal”. Así que, le guste a ella o no, aquí aparece otra Millet, más madura, más cerebral, más autoconsciente incluso, y al mismo tiempo vale decir que está la misma: la de pluma directa e inteligente, la obsesa de las cuestiones visuales y la noción de espacio, la que utiliza modelos artísticos, formas reconocibles del universo abstracto y recreado para desandar sus propios pasos y presentar la realidad cruda, dolorosa, algo más dignificada. Y, ¿cuál es esa nueva Millet?: en el descenso al infierno de los celos, Millet también va a descubrir que toda su cultura a cuestas poco la ayudaba a entenderse. Se hace “fan” del “lugar común”. Entre dos aguas, el libro es un lúcido ensayo anclado en la psicología y el tratado artístico, y al mismo tiempo un excelente folletín. Lástima que, a ratos, parezca que cree necesario psicoanalizar a la “liberada sexual” que tanto nos hizo disfrutar antesdeayer.
Publicada en abril 2010:
F.G. Haghenbeck
Aliento a muerte
Salto de Página
Lanzarse al hoyo de los argumentos históricos, ubicando las obsesiones propias en un pasado más o menos remoto, en lugar de trabajar materiales del presente, puede ser tanto un escapismo como un campo de juego para la imaginación desatada. En una época en que México posee elementos de la realidad inspiradores de una narrativa tan fértil, darse al revisionismo en la novela, ¿no es frivolidad? F.G. Haghenbeck se va al México de 1868: final del imperio efímero de Maximiliano, europeos tratando de emular un régimen napoleónico al otro lado del Atlántico y todo el mundo revuelto en una guerra cuasi civil. Acercándose de puntillas a un costumbrismo de signo goyesco, procaz, lejos de la idealización, a través de una estructura montada como si fuera una “exposición” de cuadros y otras piezas artísticas, vamos entrando en una novela pulp con el trasfondo de una historia de venganza. Adrián Blanquet (ni hermoso ni bueno, como ninguno de los personajes) regresa a su ciudad a cobrarse todo lo que, en la confusión de la guerra, le han quitado. Destaca esa selección monstruosa de tipos y caracteres, que llena el relato de prostitutas siamesas, cocineros enanos, terratenientes obesos y sangre a borbotones. Si bien en las primeras partes cae en manierismos o descripciones arquetípicas, toda esa larga introducción parece quedarse como sostén para el desquiciamiento del relato que vendrá después, digno de ser puesto en viñetas. En algún momento, la novela se transformó en un caballo camino del infierno.
Publicada en mayo 2010:
Josan Hatero
La piel afilada (un bestiario de amantes)
Alfaguara
No me hablen de experimento: los experimentos explotan y éste está muy contenido. Me hubiese entrado mejor como enciclopedia. Desearía haber encontrado más riesgo, seguridad, saltos al vacío, altanería del intento de capturar el mundo (aunque sólo fuese como catálogo de amantes) en unas cuantas páginas. No me discutan: soy una amante «miope»: nada podrá convencerme de que no me enamoro de aquello que no veo, que veo borroso. Sin embargo, me gusta este libro. Me gusta -es mi esencia- por lo que no es, por lo que no alcanzó a ser. El autor se esconde de la verdadera tarea, de la imperiosa tarea de imaginarnos. Estamos todos hechos un lío. No necesitábamos la constatación de que ahí afuera hay otros como nosotros: los testimonios de las «personas reales» entrevistadas no aportan nada a la literatura y acercan peligrosamente el «experimento» a un manual de autoayuda. Sin embargo, ahí está el bestiario. Afilados, narcolépticos, diferentes, santos, berlineses. Imposible sustraerse a la inclinación por vernos reflejados. Te vas a encontrar, y seguramente te vas a reflejar hermosamente descrito. Hay prolijosa documentación, variedades, pero también repeticiones o conceptos demasiado cercanos. Pero sobre todo hay dudas y no me gustan los amantes -ni los libros- dubitativos. Inventen ustedes, que son escritores, un mundo orgulloso de su esencia de mundo y que no tenga nada que deberle a nadie. Evite cuestionarse, que eso lo hará el lector atento y más que ninguno el pornógrafo.
Y publicada en junio 2010:
Pilar Adón
El mes más cruel
Impedimenta
En un libro de cuentos, es terriblemente complicado mantener la tensión suficiente en toda su extensión, y hacernos quedar ahí sin recurrir a fuegos artificiales -encandiladores, pero ilusorios-. Es cada día más frecuente cerrar un libro de cuentos con la sensación de que las maravillas, si están, se presentan retorcidas bajo los consejos del taller, como mujeres excesivamente maquilladas. Y sí, una sutil sensación de estafa. Terminado “El mes más cruel”, me digo: aquí debajo no hay más; todo está arriba, todo lo que se puede mostrar enseña su cara, todo está hecho de engañosas perspectivas, luces difusas, matices, sospechas, peligros. No hay certezas ni claridad posible. No hay explicaciones. Pienso que la autora ha llegado a la conclusión de que no se puede escribir de lo que no se conoce: y fundamentada en ese sano, terminal relativismo, nos enseña aquello que sus personajes ven y sienten. Sin escamotear información, sin narradores «listillos». La verdad es verdad porque está dentro de la literatura y Adón crea mundos deliciosamente bien armados, incontestables, autocontenidos, redondos. Y llego a esa conclusión no porque las historias sean de abrir la boca de pasmo, sino por el trabajo de cirugía sobre el lenguaje, la cuidadosa selección de palabras y el armado paulatino de frases y párrafos, un trabajo celoso sobre la sutileza, la connotación y el eco de las paredes nunca sólidas de los conceptos. Hay una búsqueda desencantada, pero tozuda, y eso me llena de entusiasmo.
Una soberana estupidez es escribir (y publicar) sobre algo donde la opinión mayoritaria es tan mayoritaria, particularmente cuando mi opinión es justamente la otra, la que no tiene importancia ninguna.
Una soberana estupidez es criticar un acontecimiento (¿deportivo?) como el Mundial de Fútbol.
Una soberana estupidez es abanderar al equipo nacional, de repente todos tan patrióticos, cuando los esquemas nacionales nos importan aquí (diversidad, regiones, lenguas, afanes de independencia) tan poco.
Una soberana estupidez es la que inviste de pronto a todos los hombres del país, que algunos incluso nos llegan a gritar desde sus tribunas de gurús blogueros que en este mes y medio no nos quieren oir hablar (a las mujeres, sean como sean).
Una soberana estupidez es la de las mujeres que intentarán acoplarse a la fiesta, más que sea aparentando que lo pasamos bien viendo por una vez el fútbol, a escala multinacional que mola más, donde lo entendemos un poco mejor, y disfrutando con las piernas y culos (para esto, mejor el waterpolo).
Una soberana estupidez es la de la épica del fútbol, la que intenta hacerme pasar por contemporáneos gladiadores a los jugadores: aquellos morían, estos se llevan primas millonarias. Y otra soberana estupidez es idiotizarse por estas seis semanas, hartarse de pizzas y cervezas, abandonarse al carpe diem como si realmente de esto alguno de nosotros pobres mortales fuese a sacar algo. Que ustedes disfruten el Mundial.
No anda muy activo este blog -y no importa a nadie, casi ni a su autora. La tarea fundamental consiste en comunicarme en un nivel en el que no se deslicen las quejas, los problemas irresueltos o las presiones. Simplemente por no saber, suelo quedarme en silencio.
Esta mañana alguien querido me preguntó «¿Cómo estás?» y, sabiendo que no se merecía una respuesta de compromiso, un simple «Bien» de esos de tranquilizar conciencias, contesté «No sé». (He aquí en estas dos líneas un microrrelato, al menos uno que me gusta a mí).
Es que cuando mis ideas están amontonadas, confusas, imprecisas y urgidas de hervores, estos han de producirse en otro medio, por tanto no aparezco más que para el telegrama. Dejé tiempo atrás (aunque la tentación, a veces, me lleva al borde del precipicio) de utilizar estos medios para los desahogos, la pataleta obscena 2.0 . Y eso es todo y no hay mucho más que contar. Atravieso tiempos turbios, estoy en guerra conmigo misma, y no me dejo el más mínimo resquicio para que penetre el sentimiento, cualquiera que éste sea. Si pudiera al menos concentrar en alguna forma, mínimamente literaria, esta nulidad de sentimiento, esta podredumbre, quizá se podría sacar algo del proceso en que me voy asemejando -por no hacer daño, por no hacerme más daño- a un autómata.
Hay una canción. No quiero explicar más de ella. Le dan al click si les apetece y punto.
Y no es que me pasen cosas terribles. Más bien al contrario. Ciertamente hoy me ha pasado algo hermoso y por eso vine a contarlo. La guerra conmigo misma tiene sus treguas, y por supuesto que el reverso de la guerra es esta otra irregular batalla: la obligación de salir a la calle, mantener cierto aspecto, sonreir a las personas bonitas, que son muchas, aparentar que todo-va-bien, que todo-es-lindo. Soy Israel y Palestina al mismo tiempo. Soy un ejército que lucha con tanques y soy un ejército que sufre los obuses. Pero este mediodía tenía una genial excusa para ponerme la máscara de Jekyll, maquillaje suave mediante, vestido primaveral, y salir a ver a uno de los escritores vivos que más admiro, Yuri Herrera, que recibía un premio hoy en Madrid. (Le conocí cuando le hice esta entrevista, y a él dedicamos uno de nuestros primeros programas.)
Él venía a recibir su premio, yo fui a saludarlo, pero también a recibir un «premio». Hace algunos meses tuve la desfachatez de enviarle algunas prosas que redacté el pasado verano, a modo de microrrelatos. Y él ha tenido la osadía de poner uno de esos textos en la revista que edita junto a otros escritores en México, El Perro.
En el número 16. En éste.
El Perro tiene tres años de publicación, vale veinte pesos mexicanos, y publica autores en español de todas partes. Lo que más me gusta de la revista es que sólo tiene literatura. Sólo contiene breves relatos o poemas. Sus autores son a veces publicados y a veces no. Como yo misma. Lo segundo que más me gusta es su logo: el perro toma una forma, se adapta como camaleón al tema-motivo que recorre cada uno de los números.
El que véis primero es el número que habla de secretos, el segundo está empalmado, porque va de sexo, y en el último se caracterizó de soldado de la segunda guerra mundial (creo). Así que uno de mis «abandonos» le gustó y/o encajó en el número que dedicaban a la Guerra. No deja de tener su tomate.
Y claro que estoy orgullosa. Para lo poquísimo que me he prodigado hasta hoy en revistas literarias, me encanta aparecer por segunda vez en el continente americano. Eso opina uno de mis bandos. El otro no se inmuta siquiera. Aparta la vista, se aleja de tentaciones, ha aprendido a no morirse ni siquiera de entusiasmo. Se ha hecho viejo y cascarrabias. Está muerto, en verdad. ¿Y si lo matara del todo? Quisiera tomarme esta hermosa noticia como un armisticio o como una bala de plata. Quisiera que uno de mis dos generales bajara el fusil. El que hace daño, el que no me cuida, el más discursivo, el más rabioso, el más hijueputa. O el otro. Pero que uno de los dos se rindiera, por Satanás, por El Perro.
Hace unos días, en una reunión con profesores. La maestra de mi hija mayor se quejaba, con terror, de la amenaza que pesa sobre ella de quedarse sin jubilación. «¿Y te preocupa realmente eso?», le dije. «Si ni siquiera sabemos qué puede pasarnos mañana». Dije «mañana» cuando podía haber dicho «en el próximo segundo «.
El caso es que salí de allí y ya han pasado varios cientos de miles de segundos, desde entonces. Sigo con la misma fe (sin fe) en las cosas dispersas, inseguras. No sé dónde lo aprendí, no sé cuándo realmente me di cuenta de que no valía la pena creer en nada, lo cierto es que se vive mucho más tranquilo sin esperanza -ni qué decir sin deseo.
Me estoy almorzando, a las cuatro y media de la tarde, unas papas enconejás, como las llamaba mi abuela Francisca -papas fritas, huevo, perejil y ajo, para qué más. Llevo encerrada detrás de esta pantalla semanas y semanas, perfilando un nuevo futuro profesional o, al menos, una suerte de obligaciones diarias que me permitan no preocuparme demasiado sobre el segundo siguiente. Así está hecho el mundo. No sé cuándo aprendí a quedarme con tan poco. A priorizar mi alfabeto constituyente. A que no me importara ni lo que piensan otros de mí ni lo que otros hacen por mí. Lo cierto es que así se vive mucho más tranquilo.
Es tanto lo que tengo.
Podría ir a revisar viejos cuadernos y me encontraría con expresiones como «mi mundo interior», «mis aventuras imaginarias». De niña, púber, vivía en mis fantasías sin ningún tipo de sentimiento de culpa, ni vergüenza, ni simulación. Vivía allí. Es quizá por eso que sé que no he aprendido nada, sólo estoy desenterrando.
Quiero ir a Chile. Lo quería, pero en estas semanas el deseo me posee entera, y además puedo vislumbrar el cómo. Quiero volver y recuperar lo que es Chile para mí, sin intermediarios. Y conformarme con una ensalada chilena (tomates y cilantro). No pido nada más. Querer no conduce a ningún lado. Y quizá mi proyecto, mi deseo, se quede conmigo y venga a formar parte de mis aventuras de las dos de la mañana. No pasa nada. Trabajaré los recuerdos. Recompondré experiencias que nunca tuve. Adoraré en la distancia. Despediré las ganas. Viviré dentro mío.
Viví allí por cuatro años. Esa realidad es mía aunque se esté difuminando. Es como adorar un cuerpo, algunas horas, y mientras te lo comes estar ya despidiéndose de él, porque sabes que no volverá más. Pero te despides de él y al mismo tiempo lo chupas, lo besas, lo lames, y los segundos que transcurren no son más que segundos, no trascienden más allá, pero son ricos en sí mismos, son pesados, gruesos, petulantes, son los guijarros del río, y el tiempo es el agua que les pasa por encima. No pasa nada porque queden atrás, no pasa nada.
Mañana en la tarde actúa en Casa América, en Madrid, un par de mis artistas favoritos. Vienen de Chile, y hace ya algunos años que me acompañan, forman parte de mi trupe de amigos invisibles. No sé si podré ir a verles en directo, no sé si el tiempo me otorgará tal beneficio. Incluso no estando allí, yo estaré allí. Incluso perdiendo la luz, perdiendo la casa, perdiendo la vida, yo estaría allí. Declamando mi nuevo, aprendido o recuperado, alfabeto.
Arf, arf, arf
No es el perro, soy yo que no llego a todo.
Hoy publiqué esta cosita sobre ¿Fue él?, libro de Stefan Zweig, en notodo.com.
Los pobrecitos directores de oficina bancaria u operadores inmobiliarios cuyos chalés me circundan cruzan un par de cuadras hasta el quiosco de mi calle, compran el periódico y lo leen mientras toman una caña en el bar con terraza. Mi pobrecito cuerpo molido por llevar trabajando sin parar, con jornadas que empiezan a las nueve de la mañana y acaban, quizá, a las dos (am), baja al quiosco y compra el periódico, que no leeré, sólo por tomar cinco minutos de sol.
Corto y cierro. Quedan cincuenta páginas por escribir antes de dar la jornada por concluída.