Paso llorando la noche,
aguardando la mañana;
y es de condición tu sol
que, no saliendo, me abrasa.
(anónimo musulmán)
Sentir de una pasión viva y ardiente
todo el afán, zozobra y agonía;
vivir sin premio un día y otro día,
dudar, sufrir, llorar eternamente.
Amar a quien no ama, a quien no siente,
a quien no corresponde ni desvía
(Gaspar Melchor de Jovellanos)
Desde mucho antes de que la melancolía se asociara, mediante la astrología, al influjo del planeta Saturno, era este astro el que se entendía padre de los caracteres melancólicos. Opuesto al sol, en el otro extremo del universo, derramaba sobre los hombres la audacia y la imposición de transgredir todos los límites impuestos.
Griegos, astrólogos de la baja Edad Media y pensadores del primer Renacimiento hicieron el resto. Nos liberaron del pesado yugo que la Edad Media impuso sobre la melancolía (tienes exceso de bilis negra, estás desequilibrado y enfermo, hay que purgarte, estás endemoniado, eres un pecador, un soberbio, gasta tus energías en la gran obra de Dios, aléjate del pensamiento profundo, los estudios nocturnos, y come gallina seca).
A partir de entonces, podríamos dejar el eléboro. Saturno nos alimentaría y nos daría razón de ser. Ya no estábamos enfermos, tan sólo señalados por un potente rayo. La brutalidad del vaivén en el que somos gestados nos hará desdichados y felices al mismo tiempo. Y además se puede combatir, aunque sea inútilmente. Siempre podemos combatir. Porque, ¿qué mira tras la ventana la mujer al sol de Edward Hopper? La infinita incomprensibilidad del mundo, la vasta belleza del mundo, inaprensible y efímero; un mundo lejos de su cuerpo desnudo, privado de todo verdadero contacto. Pero la luz se derrama, a pesar de todo, sobre su oscuridad interior.
//Melancolía, de Laszlo Földényi -Galaxia Gutenberg, 2008- en sus páginas 102 a 106, muchas horas de trabajo y todas las lecturas que estoy realizando estos días motivaron este amago de composición conceptual-fotográfica.//
Si alguna vez te encuentras en una situación de coordenadas parecidas a éstas:
no tienes casa, o la tienes pero no
las ganas de ver a gente y hablar cafés y cervezas se quedan atrancadas en eso, en las ganas,
no hay novia, ni novio, ni perrito que te ladre,
la ciudad está abierta y no conoces sus posibilidades,
no quieres abusar de los amigos
no quieres gastar dinero
pero
a lo mejor es el momento de usar las horas en cosas útiles (que no dan dinero, pero pucha que dan placer),
entonces
Sigue esta breve guía para el exilio en la ciudad. En Madrid.
Opción 1 – 0 euros.
Toma tu libro y tu cuaderno. Vete al Retiro. Da igual la época del año y la hora del día. Siempre serán dos grados menos que en el resto de la ciudad. Hay hermosas chicas y hermosos chicos. Los colores del parque son intensos y sublimes en cualquier momento. Las oportunidades para encontrar un buen rincón donde nadie te moleste son dos millones. Puedes pasear la vista, el pensamiento y el alma por los verdores o perderte en tus laberintos: escríbelos y publícalos luego. O no.
Opción 2 – De 0 a 1 euro.
Toma tu ordenador portátil. Tu cuaderno, quizá. O un par de libros. Vete a la Casa Encendida. Da lo mismo el día de la semana y hasta casi la hora. El horario es amplio, está abierto incluso en domingo, disponen de sala con una mediateca más o menos decente (puedes ver un dvd del catálogo por 1 euro), puedes conectarte a la wifi un par de horas gratis, tienen biblioteca, sala de lectura y la mejor terraza de esa parte de Madrid.
Si la cosa va para largo, si te sobra el tiempo y te aburrió la lectura, hasta puedes meterte en las exposiciones o en los conciertos, muchas veces gratuitos.
Opción 3 – 0 euros (más la paciencia).
Es necesario salvar una docena de obstáculos, casi como en un rally o un safari. Pero una vez que encuentras el sitio adecuado, la Biblioteca Nacional es simplemente el paraíso.
Control de seguridad de la puerta. Hacerte el carnet de lector. Taquillas para dejar todo salvo lo que se permite pasar (unos papeles o un cuaderno, un bolígrafo, un laptop, nada de libros). Segundo control de seguridad.
Si vas a leer: solicitar el libro (siempre por antelación, recomendado, porque la gran mayoría están en la nueva sede de Alcalá). Solicitar el pupitre. Sentarte. Conectarte. Disfrutar. Lleva siempre chaquetita, el aire acondicionado es salvaje. Todo el mundo es muy serio, pero de lo que se trata es de estar bien. Horas bien utilizadas.
Opción 4 – De 0 a 40 euros.
Biblioteca del MNCARS. La investigación se ha detenido aquí. Igual cuento con nuevos datos pronto. Puedes pasar un ordenador, pero nada de libros. El horario, sólo entre semana. Es gratis, por supuesto. El problema: la librería la Central, allí pegadita.
//en improvisado diálogo con la entrada del realismo en Madrid, de este blog//
¿Cuántas veces habré escrito el nombre de Erszebet Bathory?
El texto de La condesa sangrienta llegó a mis manos hace muchos años, pero sólo en fragmentos, recopilados en Semblanza, primer libro del que tuve noticia de la argentina Alejandra Pizarnik, que me fue recomendado por Mario (Silvania, Ciëlo). Le tengo puesta la marca: julio de 1996 -porque tras su recomendación, lo compré en una librería ya inexistente de Sevilla, de nombre Aconcagua, especializada en literatura hispanoamericana-.
Semblanza no es propiamente un libro de Alejandra, sino una selección hecha a través de los poemas y textos variados de la solitaria argentina, y editado en 1992 por el Fondo de Cultura Económica. En aquel tiempo, también era la manera más completa de leerla a ella, porque existía este y algún que otro librito en Visor, absolutamente recomendable; fue después, en la siguiente década, cuando Lumen comenzó el trabajo de compilar todo su material (Poesía completa, Prosa completa y Diarios).
Que la nocturnidad y la fecundidad de este precioso alma en pena poética habían que hablarme al oído era cuestión de tiempo. Y si, allá por los tiempos en que terminaba mi carrera y no sabía qué hacer con ella, su escritura era todavía un misterio para alguien como yo, poco cocido en poesía, los años dijeron que me acercara una y otra vez a Semblanza, al libro-pedazos, donde se esconde un poquito de lo mejor de cada libro, pero donde ninguno se puede degustar al completo.
No mucho después, me llegó como regalo de cumpleaños el libro-detrás-del-libro, la excusa de la que nació La condesa sangrienta: la historia que, con el mismo título, contó Valentine Penrose.
La fascinación está detrás de muchas cosas, y hoy mismo he sabido que el término, tan de moda en nuestro vocabulario, el “entusiasmo”, tenía un sentido bien distinto en el siglo XVI y XVII: se trataba de un vocablo peyorativo y designaba a los seguidores de ciertas sectas; y el entusiasmo se creía causado por la melancolía, la epilepsia o la histeria. (Es por eso que Gepe pudo escribir, ahora lo entiendo, aquello de “me muero de entusiasmo”).
Pero me vuelvo al XVII, a la comarca húngara donde se aposentaba el castillo de Csejthe: la historia está contada en docenas de lugares (el mejor y más completo libro-documento es el mencionado arriba, de Penrose), hay blogs, páginas personales y artículos muy sesudos disponibles en internet para quien quiera saber acerca de las “torturas por agua”, “la Virgen de hierro”, las noches de tormentos, el resultado de todo aquel entusiasmo de una noble azotada por la melancolía.
Importa, me importa a mí, no tanto el sujeto histórico y las víctimas reales, como el personaje creado a través de las escenas-cuadros que componen la reseña de Pizarnik. Es ahí donde vive mi condesa. Fue con ella, muy posiblemente, donde por primera vez tuve conocimiento del tema que me ocupa hace tanto tiempo.
“Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar»”
El texto es magnífico, preciso, proporcionado y -sólo aparentemente- falto de entusiasmo. Pizarnik hace una disección exacta de los temas contenidos en el libro-excusa y los ofrece a modo de cuadros barrocos: cada uno de los fragmentos parece exponer minuciosa, prolijamente una escena, hecha de autenticidad y falsedad en amistoso diálogo, como en cualquiera de los cuadros de Velázquez. Alejandra compone un fascinante poema en prosa sobre la belleza, la crueldad, el sadismo, la libertad, la tristeza inherente a ella y la falta de asideros en el mundo del carácter melancólico.
En el fondo de toda su exploración lingüística, subyace esa subliminal aventura por tratar de entender lo que es capaz de hacer el ser humano con las facultades que le son propias -creatividad, inteligencia, belleza- en un contexto de completa libertad. Porque, ¿qué se hace con la libertad cuando uno, dentro suyo, está envuelto en su propia mortaja?
“Lo cierto es que había entre Erszebet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado” (Penrose, V.).
El “agujero” o la “disonancia”. Lo que yo llamo desde hace algún tiempo “melancolía del intervalo”, la imposibilidad de conectar, el vacío sucio que se abre entre el alma melancólica y el resto de las cosas (en resumidas cuentas, lo que Kant, tan racionalista él, tan alejado del mito de la condesa, llamaba la incapacidad para alcanzar con el entendimiento el noumenon, y ahora me explico mi propio entusiasmo con los textos de Kant cuando estudiaba filosofía).
Es por eso que creo saber dónde nació la reseña La condesa sangrienta, editada primeramente en una revista bonaerense (1966) y después en libro (1971) y que para Alejandra, siempre tan autoconsciente, constituía la definición misma de su estilo. Erszebet Bathory encarna un símbolo. Una imposible realización del agujero, el intento -fracasado al cabo, pero intento dentro de las circunstancias especiales de un ser tocado por el privilegio aristocrático y el cáncer melancólico al mismo tiempo- de completar el intervalo.
Otros lo intentamos de mucho más humildes maneras.
Pasó el tiempo y la melancolía se alzó, poniendo nombre al agujero. En 2009, la condesa volvió a mí. A través de una nueva edición, donde Pizarnik sin saberlo pasa el testigo a un dibujante, otro argentino llamado Santiago Caruso. Santiago, como dato casual, es nacido el mismo año que el chileno Gepe.
Llega Santiago y completa los espacios dejados en los cuadros verbales de Alejandra Pizarnik. Caruso, que ha hecho todo tipo de trabajos en el terreno de la ilustración, desde cuentos infantiles a El horror de Dunwich, se empapa de condesa, de sangre, de Csejthe y melancolía. Llega Caruso y dibuja ese retrato. Se olvida de las imágenes que circulan de la condesa (todas falsas, el retrato original se sabe desaparecido y sólo se conoce en copia). Dibuja su terrible pena. Su incapacidad para conectar con el mundo. Dibuja ahí mismo su agujero. Y es imposible de llenar.
//La condesa sangrienta en edición ilustrada, Libros del Zorro Rojo. La ilustración es obviamente suya, y la publico sin pudor y sin permiso.
Tomo hoy aquello que tendría que formar parte de la Cámara de las Maravillas y, sin pudor y sin permiso, me traigo aquí los temas//
//Pequeña actualización-del-día-después: me muero de entusiasmo está en esta canción. «Es como morirse de pena por algo también, comerse la sal y el azúcar al mismo tiempo». Lo que me gusta de este chico es esa grandeza pequeña, o pequeñez grande. Algo muy difícil de conseguir en lo musical, pero mucho más en lo poético. Pizarnik lo sabía hacer.
A algunos, los temas de los que hablo aquí les sonarán muy antiguos. Así es el alma melancólica. Se apega a las pocas cosas que les dan firmeza, e insisten en ellas hasta la extenuación. Por eso, existe esa etiqueta en este blog, «melancología«.//
Cosas que tenía muchas ganas de contar, para las que hay que aguardar al momento oportuno. Hoy aparece mi primera crítica en un blog de literatura en el que mi amigo Joaquín Blanes me ha invitado a participar. Y, como a Joaquín le debo la vida literaria, entre otras cosas, no podía decir que no.
Es la primera y he reciclado mis ideas acerca de uno de los muchos libros que me han gustado durante 2009 -porque he estado todo el verano alejada de novedades y sumergida en imprescindibles literaturas de otros tiempos-. Ya vendrán más.
Lo interesante de Crítico Estado es que, obviando los tonos asépticos de docenas de medios culturales, se han lanzado a la piscina, directamente, de la crítica.
Y qué me han hablado a mí de nadar. Soy piscis.
El comienzo que di a esta reseña («Hace pocos días, hallé en la basura unas pocas postales de mensajes caducados y un plano del metro de París, del 62») es completamente documental, y me va mejor ese adjetivo que verdadero o cierto (porque ¿en qué medida es verdadero lo que nos pasa a uno o una sola? Y ¿es lícito hacer partícipes a otros de algo tan escurridizo?).
Porque aquella mañana estaba sola, recorriendo una calle cualquiera de Madrid, y desde el suelo junto al contenedor, los papeles con llamativos diseños, inconfundiblemente 60s, me llamaron y me hicieron detenerme. Las postales mostraban vistas de la ciudad-luz, con ese brillo cremoso de las imágenes publicitarias de esa época (¿por qué toda la fotografía turística despide como halo de lata de conserva, de petrificación criogénica?), y en sus dorsos había mensajes terriblemente contenidos, del orden «Lo estamos pasando muy bien. Está haciendo un tiempo maravilloso. Pero ya les estamos echando de menos…».
Toda historia es historia de azares (pero sin pasarse, señor Auster), y ahí dejé las postales porque no tenía tiempo para algo tan cotidiano como un viaje de novios, una relación en sus albores -o porque, quizá, no estoy para albores, me interesan las conclusiones, los éxtasis, los abandonos y las determinaciones que ponen el punto final, cuanto más abrupto e inesperado mejor que mejor-.
En cambio me llevé el plano del metro -año 62-. Rojo, exquisito tono más cereza que carmesí, y de tintas buenísimas, que han resistido más de cuarenta años. No me interesa lo que está allá, más atrás de ese plano, sino lo que está más acá. Me lo llevo conmigo y lo convierto en mi talismán. Sabía que podría haber sido un plano como ése el que utilizara Cortázar para orientarse en sus primeros años en París.
Pero no, mis azares son más discretos, y todo el mundo sabe que para el 62 el argentino ya debía de saberse muy bien el metro -ese escenario magnético y misterioso de un buen montón de sus cuentos-. Pudo ser, y ahí quizá no yerre, el mismo con el que sí se movió por la ciudad Alejandra Pizarnik, que la recorrió desde 1960 a 1964, pero no puedo verme a Alejandra bajando al metro, corriendo por sus pasillos, perdiéndose por los túneles. ¿Por qué?
Sabemos que fue -de sus treinta y seis años de vida- la única etapa en la que realizó un «trabajo» normal, oficial, organizado por otros -pero ya sabemos, ahí arriba lo pone desde hace más de dos años, que para Alejandra nada había que no fuera trabajo; anoto yo, excepto, probablemente, lo que los demás llaman trabajo-.
Basta de digresiones. Me encontré el plano y ya es para mí desde aquel día como si me lo hubiese regalado directamente JC o a AP para que yo escribiera más sobre él, alrededor de él, en los márgenes de él.
Casi todo lo que merece la pena en la vida es encuentro.
Todo parte de un punto, de una dimensión doblada sobre sí misma, porque no son dos dimensiones, a mi modo de ver, sino un plano único: la cosa A y la cosa B, cada uno tiene su movimiento, su precisión, su vector, su inquietud, su pasado, su carga o descarga de energías, su aceleración o deceleración, pero, con o sin motivos, coinciden. No lo sabían, pero coincidían desde siempre.
Pero para el encuentro -que, insisto, no es azar- hace falta algo más. «Es sabido que toda atención funciona como un pararrayos», se lee en un libro que me acabo de encontrar.
Supongo que es por eso que, otro día, otro día sola, yo inventándome mis aceleraciones, mis vectores, mis motores, soy la cosa A. Y la cosa B está muy tranquila y fresquita en una estantería, en el interior de una librería, y salta hasta mi mano. La cosa B es la reedición -treinta y siete años después, que se dice pronto- de Último Round de Julio Cortázar.
Pero no sólo hay encuentros, hay también patrones. He leído mucho este verano, pero prácticamente todo lo que he leído lo ha escrito JC: que no es Jesús Cristo, como le gustaba bromear al de las manos que crecen, sino John Cheever o Julio Cortázar. Que no son la misma persona y se habrán muerto, casi con toda probabilidad, sin saber el uno del otro. Qué lástima.
Esos patrones me hacen detenerme en otros encuentros. «Último round», dije en voz alta hace exactamente ocho días, no sé a cuento de qué. Acababa de ser yo la cosa B, la cosa A me había encontrado, después de tres años de vagancias extremas y apagones digitales, más que nada.
Porque, a veces, el azar, no el azar corriente sino este azar deluxe, que se ha puesto la atención como una de esas diademas con antenas luminosas que se estilaban hace tiempo en las fiestas de pueblo, puede ser un poco más tardo. Requiere condiciones especiales, requiere tiempo. Como el que yo he necesitado para darme cuenta de que Ultimo Round no era un cuento, sino un libro, del que ya conocía algún cuento tergiversado en colecciones, pero es en sí un libro-maravilla-encuentro, hecho de los textos de su autor (JC) y del amontonamiento de recortes, dibujos, fotografías, alusiones, collages. Y así, pero en otro plano, los recortes, las palabras, los trozos de reflejos, las fotografías (que fueron muchas), las fresas, los tomates, los buenos deseos, los viajes, los juegos sin jugar…
A veces, la puñetera atención que no se fija. Eso. Acababa yo de ser la cosa B. Habiendo sido encontrada por la cosa A. Diciendo en voz alta «Último round», aún no sé por qué. Pocos días después, el libro recién reeditado saltó a mis manos y me dijo: «Adóptame».
Todo lo difícil
estalla en mis ojos.
Las cosas que otros conocen
reclaman mi presencia.
Gastan la insolencia
limpia de los manzanos.
Comer insaciablemente,
cuando el hambre
se domina con palabras.
Saber no es consumir.
Contra el hastío
de lo que no tiene límites,
galaxias, corazones,
esquemas de ganancias,
clasificaciones animales,
cartografías, curvas de densidad,
técnicas de pintura al óleo,
puzles del mundo,
cosechas de artimañas.
No tengo tiempo.
Fuera el agravio de lo desconocido.
En mis colores
tengo brújulas
sonoras.
En mis dedos
llevo mapas
cálidos.
Si me confundo con ellos,
tanto como la tinta se diluye en agua,
si no sé distinguir un alfiler
de una aguja,
podría encontrar tus ojos
en lo hondo del mar, a oscuras.
Casi puedo convivir,
así,
con toda mi ignorancia.
Me da miedo entrar en mí. Expresarme con mis verdaderas letras. Dejar paso a la alegría y la esperanza para que hagan de mí lo que les plazca. Me da miedo volver a sentirlo todo, pero… ¿Cómo atesorar lo importante para que quede guardado, impoluto, accesible en caso de emergencia? Es más, ¿ayudarán verdaderamente esos tesoros en caso de emergencia?
Este es un paso que me espera. Que se abalanza sobre mí. Alejarme de la ignorancia y la propensión melancólica -esa puerta abierta a la sabiduría y cerrada al sentimiento-, expulsar los malos hábitos para re-conformarme, extraer a la verdadera mujer que guardo, absolutamente dispuesta a la vida; será echar de mí a la mujer que muestro, absolutamente predispuesta a la desdicha. Entro y salgo de ella y sé que ella no soy yo, al mismo tiempo que sé que toda ella soy yo.
Me invito a la alegría. Una canción, esta noche, me invita a entrar en la aceptación de la alegría. Una hermosa canción atesorada por mucho tiempo me habla ahora en otro lenguaje, con otros códigos, y pasmo aquí boca abierta ojos sin llanto piel erizada, con el caleidoscópico mundo que me deja ver. La canción lleva unas imágenes.
La escucho, la veo, converso con ella como 34 veces. Las imágenes fueron entregadas con amor por 34 realizadores, aferrados a un concurso que era un homenaje, 34 almas devotas y agradecidas como yo a esta canción que cura soledades //hoy te apuré… estaba tan sensible… son espejismos que aumentan la sed//. Paseo mi organismo sin sueño por los entresijos -me dejo guiar por el hilo que desenrollará la ilusión, alguien dijo-, me da miedo entrar en mí y salgo afuera a la caza.
Y no podía pasar nada mejor que tropezarme con esta pieza de video-arte al servicio de un trozo de cielo pop.
Me entran ganas de enflaquecerme y a ser posible desaparecer por completo, y me ahogo en la evidencia de mi completa, infinita mezquindad.
Cuando creo, no creo como un regalo.
Un regalo.
34 almas escucharon y crearon, cada uno de ellos, un regalo para después ser troceado, amado y dispuesto en el collage final -que tiene ese viso promocional propio del vídeo-clip, tan encubierto que funciona como una instalación multimedial, pero de un museo muy particular.
Es la instalación que, fecunda, adorable, quiero que amueble mi alma. La nueva alma que estrene. No demasiado tarde.
Un alma que quizá está -y esté- toda ella equivocada, pero una nueva. Que tiene miedo, sí. Quién no tiene miedo ante tanta incertidumbre. Pero que también está preparada para recomponerse. //Vamos despacio. Para encontrarnos. El tiempo es arena en mis manos.//
Esta noche he realizado un viaje y me sentía atinada para describirlo. A través de la canción -los compases conocidos, la letra condenatoria de mi total egoísmo- y de las imágenes que le han pegado, he visto con maravillosa nitidez cuán estúpida he estado siendo. Y sigo, puesto que no soy capaz de expresar lo que quiero decir sin remitirme una y otra vez a este famélico yo.
En definitiva, hice yo el viaje, y estoy yo demudada por el descubrimiento de la generosidad, la benevolencia de lo que se hizo con las manos ofrecidas y sin mezquindad, el artefacto creativo y sobre todo la gratuidad del mismo. Entonces he visto:
el colorido vibrante que he de encontrar en mis escritos,
la fantasía que he de convocar,
el regreso de la pólvora maravillosa para que los fuegos artificiales al final del espectáculo dejen a otros encantados, y no dolidos.
Ésa es la generosidad.
No se inventa.
Hay un arsenal de amor en mí. Es momento de dejar de crear desde la desolación: abrazarme, para entregar esto que llevo con la sonrisa más consciente y limpia que nadie pueda imaginar. Un regalo.
//Hoy es 11 de agosto. Es, por tanto, el cumpleaños de Gustavo Cerati. Él me regaló docenas de canciones a lo largo de los años que han sido mi reciente desaparecer y hoy sigue estando ahí. Gracias totales.//