Carolink Fingers
23.08.2021

Vacuolas para volver a hacer

por carolinkfingers

«Por su propia seguridad y confort, mire el paisaje y no la pantalla»:
Recogido por Julia Bell en Atención radical

Año tras año, cuando se acerca el verano (que no es sinónimo de vacaciones para todo el mundo ni siempre), suelo sufrir de un agotamiento que describo como «tener el cerebro frito» o «encefalograma plano». Por muchos motivos –y podemos sumar esta vez eso que llaman «fatiga pandémica», pero no es el único factor–, soy poco más que un escombro mental durante las semanas previas a las vacaciones. El efecto que llevo peor es el hecho de no saber articular un pensamiento ordenado, no tener ni una idea coherente que pueda aplicar a mi vida cotidiana, a mi entorno o al presente, no poder prestar una verdadera atención a un solo hilillo de lo que me queda por materia gris. En épocas así renuncio a escribir: durante esos periodos pierdo la única manera que conozco de ordenar un poco el mundo interior, o sea, el mundo.

He visto y leído a muchas de nosotras describir síntomas similares, expresar ansiedad, llegar a problemas de salud mental, con estas u otras palabras. Añadido a las vidas que llevamos, colgadas con pinzas sobre estructuras precarias, el plus de bombardeo mediático, exposición, informaciones inconexas y mensajes aberrantes de odio en el que nos sumergimos –¿por voluntad propia?– en las redes es un factor a sumar.

No se trata de una red, no es una sola plataforma, más bien se trata de cómo hemos instalado en nuestro cotidiano un consumo de gestos, memes, consignas, manifiestos, titulares, vídeos escandalosos, campañas moralizantes, reflexiones interesantes, fragmentos de teorías, debates (que no son tales), y todos y cada uno de ellos reclaman nuestra atención. Porque dichas aplicaciones y redes están diseñadas para ello. Incluso quien no está «en las redes» vive –en las aplicaciones de mensajería– dentro de la «economía de la atención», como la llaman.

La «fatiga», el «agotamiento», el «cerebro frito» tiene fuentes concretas y materiales, y otras que son igual de materiales en lo digital. Supuestamente de «consumo voluntario», a más de quince años de la creación de facebook y twitter, para muchas de nosotras son parte integrante de nuestras vidas profesionales y sociales. Estuve mucho tiempo utilizando las redes como parte de mi trabajo, así que empatizo con quien se ve obligado a «brillar» y aumentar su impacto por razones laborales. Hoy soy una consumidora más de todo esto y sin embargo vivo ese mismo efecto de otras maneras: una necesidad (inducida) de estar, aparecer, participar, no perderse las polémicas, no dejar de apoyar a quien le toca el manteo rotativo digital. *

«Adiestrado durante años por el software, el usuario, la usuaria (yo), oscila entre la ansiedad y la mitigación de la ansiedad, una y otra vez, y saltar entre esas dos posiciones hace que pensar sea imposible». En las semanas en que mi agotamiento era más agudo, solo fui capaz de leer un librito pequeño llamado Atención radical (Julia Bell, Alpha Decay), que sintonizaba perfectamente con mi estado, y cuya estructura en fragmentos breves hace muy sencilla la lectura. Vivimos en un puzzle (o pandemonio) de estímulos e información y agradecí que alguien les diera forma para contar algo muy concreto: cómo se van por el desagüe de las redes toneladas de nuestras energías creativas (en todo sentido, políticas y sociales) por desperdigar nuestra atención entre sus tentáculos.

Me pongo crítica, antes que apocalíptica: hace ya tiempo que sabemos que nosotras somos el «producto» de las redes y plataformas. No la información, ni los mensajes virales, ni los memes en sí. Nosotras y nuestros deditos apuntando a las partes sensibles de la pantalla. Ante ese consumo más o menos irracional o más o menos intensivo, ante la pulsión de consultar las notificaciones del móvil cada diez minutos (o menos), lo que he perdido por el camino es la capacidad de controlar a qué presto atención, qué es relevante de verdad en mi vida (las nuestras) y qué puedo hacer con ello. Cómo empleo mi escaso tiempo libre y mi muy maltratada atención.

Apareció entonces otro título en el horizonte (a alguien se lo leí recomendado en twitter, paradojas): Cómo no hacer nada, Jenny Odell: florecitas en la portada, cierto aire de libro de autoayuda, clickbait editorial. Lo más interesante de este libro (que es bastante ambicioso y no voy a destripar) es que desde el principio propone ese horizonte («no hacer nada») para rebajar, escala a escala, las presunciones iniciales y plantear una crítica en dos niveles: tanto a la economía de la atención que capitaliza un bien que hoy resulta imperioso recuperar, como a lo que queda fuera de nuestra atención, es decir, qué podemos oponer en el mundo hiperconectado que reagrupe energías y nos reoriente hacia una nueva toma de conciencia y, finalmente, hacia la acción, que es colectiva a la vez que individual. Así que no, no es un libro de autoayuda en ningún sentido.

Quienes montan empresas en la economía de la atención dedican enormes cantidades de dinero al diseño de sus aplicaciones para, según las usemos, secuestrar nuestra atención: la tecnoesfera (como la llama Bifo) lleva varias décadas invirtiendo en dar «cosas gratis» a cambio de que utilicemos sus plataformas y entreguemos nuestra atención. Los entrepreneurs de Silicon Valley consideran nuestra atención un «recurso escaso», como el agua potable o el uranio. Para atraparla, utilizan lo que se conoce como «diseño persuasivo» y persiguen el engaging –«compromiso» o «cuelgue», para no llamarlo «adicción»–. Sí, nos gusta estar ahí, sí, han conseguido que se dé en nuestra psique una mezcla adictiva de promesa-recompensa, estímulo-premio, que a día de hoy no puedo creerme como tal. Y ahí sigo. **

La receta de Jenny Odell es todo lo contrario a un «manual para desengancharse» o una «terapia de cura antidigital»: es un manual, si acaso, político y activista en pos de recuperar ese bien escaso –que, como los otros, no debería pertenecer a corporaciones–. Poniendo el énfasis necesario en que no se trata de «salir» o «abandonar» las redes, en que no todo el mundo puede hacer ese movimiento de «huida del mundo», en que la «atención» es un bien que regalamos de forma más generosa cuanto más precaria es nuestra existencia (las recompensas mencionadas, en forma de migajas, que muchas han de conseguir en esa economía…), los seis movimientos en que se desarrolla Cómo no hacer nada inciden en la necesidad de sustraer, controlar, dirigir y oponerse al secuestro de nuestra atención hacia otra cosa. «Considero que “no hacer nada” es tanto una especie de dispositivo de desprogramación como un sostén para aquellos que se sienten demasiado desensamblados como para actuar con sentido (…). De lo que se trata es de resistirse a la economía de la atención».

Las varias estrategias que propone podría resumirlas de modo sencillo en recuperar nuestro «aquí y ahora». Retomar nuestra atención, ese recurso escaso, gradualmente hacia lo que tenemos al lado, de forma literal. Nuestros vecindarios, nuestros barrios, nuestro entorno, lo que nos rodea en el espacio y en el tiempo, que incluye pasado, costumbres y tradiciones: los ecosistemas en un sentido amplio. Uno de los efectos que todas sufrimos en las redes es el de asomarnos con el entrecejo fruncido preguntándonos «¿y hoy de qué se habla aquí?». Aquel o aquella que tiene que «producir contenido» que motive a las usuarias querrá encontrar esa veta mágica para sus textos o piezas, dos o tres veces por semana. Y los medios de comunicación de masas buscarán las «tendencias» en esta y la otra red, para contárselo a las que no realizaron aún la inmersión. Y, día tras día, semana tras semana, todas hablamos más o menos de lo mismo, habiendo perdido por el camino lo que Odell llama «contexto».

En relación a la economía de la atención, diversas estudiosas hablan de un fenómeno llamado «hundimiento del contexto», que es lo que vivimos frente al fluir de mensajes. Cuanto más «compromiso» prestamos a la plataforma, más contexto construiremos para algunos de sus hits, pero la experiencia general es la de un río de consignas y fragmentos de vida que cuesta mucho ubicar en el espacio y el tiempo correctos: la respuesta puede ser la de reaccionar por pura emocionalidad o no reaccionar igualmente, guardando la emocionalidad, propiciando el aumento de la ansiedad. Todo lleva a la ansiedad. Difícilmente lleva al pensamiento.

El «aquí y ahora» al que me quiero referir es todo lo contrario a la inmediatez con la que nos relacionamos en las redes: conlleva observación, dirección, profundidad espacial y temporal que da sentido a las experiencias; precisamente lo que se pierde en el consumo intensivo de informaciones de las redes. La espacialidad y temporalidad propias de nuestras experiencias sirven para que pongamos en relación unas cosas con otras, para que sujetemos y nos sujetemos en ellas. Para elaborar a partir de un suelo firme o simplemente para «comprometernos» con lo que nos rodea. En el fluir de los muros, alguien (no nosotros) ha decidido a qué le prestamos atención: a cien mil cosas distintas, a ninguna en particular.

En esta economía de la atención se da, incluso se promueve, esa destrucción contextual, como se da en muchas otras economías, y es por lo que se hace cada día más complejo entender de qué están formados nuestros barrios (gentrificación), o de qué están hechos los alimentos, las ropas, las mercancías que consumimos, o qué hay debajo de las autopistas y el cemento de las plazas. Se hace –en este hundimiento del contexto, insisto– más complicado encuadrar cualquier tipo de idea nueva, aporte, sutileza, debate, apunte, experiencia, originalidad, pieza artística o poema: si lo pensamos bien, obviar el contexto es la prerrogativa para lanzarnos a «decir algo» ante cualquier mensaje que nos indigne o provoque en las redes. ***

Incluso a usuarias como yo que intentan estar con un pie dentro y otro fuera, mirando con un ojo y con el otro no, no se nos escapa que las redes se alimentan de un decir/actuar/reaccionar caudaloso, intempestivo, poco reflexionado, absolutamente nada productivo para cualquier cosa: que no son equivalente a ninguna «esfera pública» porque están diseñadas sobre la irreflexividad, la emocionalidad y la desigualdad.

Quiero rescatar este fragmento, recogido a Gilles Deleuze en el libro, aunque escrito décadas antes:

«Hoy estamos anegados en palabras inútiles, en cantidades ingentes de palabras e imágenes. La estupidez nunca es muda ni ciega. El problema no consiste en conseguir que la gente se exprese, sino en poner a su disposición vacuolas de soledad y silencio a partir de las cuales podrían llegar a tener algo que decir. Las fuerzas represivas no impiden expresarse a nadie, al contrario, nos fuerzan a expresarnos. ¡Qué tranquilidad supondría no tener nada que decir, pues tal es la condición para que se configure algo raro o enrarecido que merezca la pena ser dicho!»

Algo raro o enrarecido. Algo no conforme. Algo inesperado. Algo titubeante. Algo potente. Algo que nos transforme. Algo que haga emerger posibilidades o grietas.

Algo que solo puede aparecer cuando se dispone de “vacuolas de soledad y silencio”, después de desasirnos de la urgencia y la inestabilidad –ese querer estar ahí y aparecer, irreflexivo e inmediato– de las que están hechos los timelines.

Qué descanso supone –no sé hacer otra cosa cuando la ansiedad y el agotamiento me fríen la facultad de pensar– renunciar a decir nada, cualquier cosa.

La economía de la atención, sus redes y productos, ha contribuido (aunque también contribuyeron la pérdida de regulaciones laborales y otros fenómenos del presente) a borrar las fronteras entre el tiempo productivo y el reproductivo, entre el espacio público (controlado por terceros) y el íntimo, entre la identidad que mostramos y la que somos, que nunca es unívoca ni monolítica. Hay muchos más cabos que merecería le pena comentar de este libro, pero no quiero robar más atención de la cuenta.

De lo que quería hablar era de «cómo no hacer nada» como posible movimiento antisistémico, y sobre todo de cómo recuperar cierto ecosistema plural, diverso, productivo para el pensamiento –y esto conlleva acción– . A partir de muchas experiencias recientes, una de las consecuencias que podemos certificar es que el «pensamiento», cualquier cosa que podamos llamar así, está muy lejos de poderse activar y articular en estos espacios, que se han convertido en ecosistemas autorreferenciales y empobrecidos a pesar de los esfuerzos de tantas. Ni Odell ni yo tenemos la receta.

Hace tiempo que no encuentro un espacio para el pensamiento pero sí para la ansiedad. Rara vez paso más de un día sin asomarme, también es verdad, pero me urge retomar el control sobre mi atención.

O, como explica la autora: «… cuando la lógica de la productividad capitalista amenaza tanto a la vida como a las ideas amenazadas, veo poca diferencia entre la restauración del hábitat en el sentido tradicional del contexto y la restauración de hábitats para el pensamiento humano». No tenemos, la mayoría de nosotras, cátedras ni despachos, cuartos propios ni archivos infinitos, recursos materiales para dedicarnos a la «actividad intelectual», pero la intuición me dice que podemos implicarnos (en la distancia y en la cercanía) en espacios mucho más humanos, menos controlados por algoritmos, para llenar nuestras vacuolas de soledad y silencio, para producir ese algo que está por inventar, al ritmo que nos queramos marcar.

 

* En otro texto podría extenderme sobre estas dinámicas, aquí quiero hablar de otra cosa. Las cursivas en las citas son mías.

** Todos y todas podemos enumerar beneficios y mejoras que han traído estas a nuestras vidas, ¿podemos? Es verdad que creíamos que había algo ahí, y a ratos también creo que queda algo por rescatar.

*** Y este es el motivo (uno al menos) de que no exista tal cosa como el “debate” en twitter. A ello se añaden las dinámicas de poder, abuso y agresión.

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