Carolink Fingers
01.09.2009

La condesa y yo

por carolinkfingers

¿Cuántas veces habré escrito el nombre de Erszebet Bathory?

El texto de La condesa sangrienta llegó a mis manos hace muchos años, pero sólo en fragmentos, recopilados en Semblanza, primer libro del que tuve noticia de la argentina Alejandra Pizarnik, que me fue recomendado por Mario (Silvania, Ciëlo). Le tengo puesta la marca: julio de 1996 -porque tras su recomendación, lo compré en una librería ya inexistente de Sevilla, de nombre Aconcagua, especializada en literatura hispanoamericana-.

Semblanza no es propiamente un libro de Alejandra, sino una selección hecha a través de los poemas y textos variados de la solitaria argentina, y editado en 1992 por el Fondo de Cultura Económica. En aquel tiempo, también era la manera más completa de leerla a ella, porque existía este y algún que otro librito en Visor, absolutamente recomendable; fue después, en la siguiente década, cuando Lumen comenzó el trabajo de compilar todo su material (Poesía completa, Prosa completa y Diarios).

Que la nocturnidad y la fecundidad de este precioso alma en pena poética habían que hablarme al oído era cuestión de tiempo. Y si, allá por los tiempos en que terminaba mi carrera y no sabía qué hacer con ella, su escritura era todavía un misterio para alguien como yo, poco cocido en poesía, los años dijeron que me acercara una y otra vez a Semblanza, al libro-pedazos, donde se esconde un poquito de lo mejor de cada libro, pero donde ninguno se puede degustar al completo.

No mucho después, me llegó como regalo de cumpleaños el libro-detrás-del-libro, la excusa de la que nació La condesa sangrienta: la historia que, con el mismo título, contó Valentine Penrose.

La fascinación está detrás de muchas cosas, y hoy mismo he sabido que el término, tan de moda en nuestro vocabulario, el “entusiasmo”, tenía un sentido bien distinto en el siglo XVI y XVII: se trataba de un vocablo peyorativo y designaba a los seguidores de ciertas sectas; y el entusiasmo se creía causado por la melancolía, la epilepsia o la histeria. (Es por eso que Gepe pudo escribir, ahora lo entiendo, aquello de “me muero de entusiasmo”).

Pero me vuelvo al XVII, a la comarca húngara donde se aposentaba el castillo de Csejthe: la historia está contada en docenas de lugares (el mejor y más completo libro-documento es el mencionado arriba, de Penrose), hay blogs, páginas personales y artículos muy sesudos disponibles en internet para quien quiera saber acerca de las “torturas por agua”, “la Virgen de hierro”, las noches de tormentos, el resultado de todo aquel entusiasmo de una noble azotada por la melancolía.

Importa, me importa a mí, no tanto el sujeto histórico y las víctimas reales, como el personaje creado a través de las escenas-cuadros que componen la reseña de Pizarnik. Es ahí donde vive mi condesa. Fue con ella, muy posiblemente, donde por primera vez tuve conocimiento del tema que me ocupa hace tanto tiempo.

“Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya «la farsa que todos tenemos que representar»”

El texto es magnífico, preciso, proporcionado y -sólo aparentemente- falto de entusiasmo. Pizarnik hace una disección exacta de los temas contenidos en el libro-excusa y los ofrece a modo de cuadros barrocos: cada uno de los fragmentos parece exponer minuciosa, prolijamente una escena, hecha de autenticidad y falsedad en amistoso diálogo, como en cualquiera de los cuadros de Velázquez. Alejandra compone un fascinante poema en prosa sobre la belleza, la crueldad, el sadismo, la libertad, la tristeza inherente a ella y la falta de asideros en el mundo del carácter melancólico.

En el fondo de toda su exploración lingüística, subyace esa subliminal aventura por tratar de entender lo que es capaz de hacer el ser humano con las facultades que le son propias -creatividad, inteligencia, belleza- en un contexto de completa libertad. Porque, ¿qué se hace con la libertad cuando uno, dentro suyo, está envuelto en su propia mortaja?

“Lo cierto es que había entre Erszebet y los objetos algo así como un espacio vacío, como el almohadillado de la celda de un manicomio. Sus ojos lo proclaman en el retrato: intentaba asir y no podía establecer contacto. Ahora bien, querer despertarse de no estar vivo es lo que hace aficionarse a la sangre, a la sangre de los demás donde quizá se escondía el secreto que, desde su nacimiento, le había estado velado” (Penrose, V.).

El “agujero” o la “disonancia”. Lo que yo llamo desde hace algún tiempo “melancolía del intervalo”, la imposibilidad de conectar, el vacío sucio que se abre entre el alma melancólica y el resto de las cosas (en resumidas cuentas, lo que Kant, tan racionalista él, tan alejado del mito de la condesa, llamaba la incapacidad para alcanzar con el entendimiento el noumenon, y ahora me explico mi propio entusiasmo con los textos de Kant cuando estudiaba filosofía).

Es por eso que creo saber dónde nació la reseña La condesa sangrienta, editada primeramente en una revista bonaerense (1966) y después en libro (1971) y que para Alejandra, siempre tan autoconsciente, constituía la definición misma de su estilo. Erszebet Bathory encarna un símbolo. Una imposible realización del agujero, el intento -fracasado al cabo, pero intento dentro de las circunstancias especiales de un ser tocado por el privilegio aristocrático y el cáncer melancólico al mismo tiempo- de completar el intervalo.

Otros lo intentamos de mucho más humildes maneras.

Pasó el tiempo y la melancolía se alzó, poniendo nombre al agujero. En 2009, la condesa volvió a mí. A través de una nueva edición, donde Pizarnik sin saberlo pasa el testigo a un dibujante, otro argentino llamado Santiago Caruso. Santiago, como dato casual, es nacido el mismo año que el chileno Gepe.

Llega Santiago y completa los espacios dejados en los cuadros verbales de Alejandra Pizarnik. Caruso, que ha hecho todo tipo de trabajos en el terreno de la ilustración, desde cuentos infantiles a El horror de Dunwich, se empapa de condesa, de sangre, de Csejthe y melancolía. Llega Caruso y dibuja ese retrato. Se olvida de las imágenes que circulan de la condesa (todas falsas, el retrato original se sabe desaparecido y sólo se conoce en copia). Dibuja su terrible pena. Su incapacidad para conectar con el mundo. Dibuja ahí mismo su agujero. Y es imposible de llenar.

//La condesa sangrienta en edición ilustrada, Libros del Zorro Rojo. La ilustración es obviamente suya, y la publico sin pudor y sin permiso.
Tomo hoy aquello que tendría que formar parte de la Cámara de las Maravillas y, sin pudor y sin permiso, me traigo aquí los temas//

//Pequeña actualización-del-día-después: me muero de entusiasmo está en esta canción. «Es como morirse de pena por algo también, comerse la sal y el azúcar al mismo tiempo». Lo que me gusta de este chico es esa grandeza pequeña, o pequeñez grande. Algo muy difícil de conseguir en lo musical, pero mucho más en lo poético. Pizarnik lo sabía hacer.

A algunos, los temas de los que hablo aquí les sonarán muy antiguos. Así es el alma melancólica. Se apega a las pocas cosas que les dan firmeza, e insisten en ellas hasta la extenuación. Por eso, existe esa etiqueta en este blog, «melancología«.//

4

comentarios

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otto dice:

Tuvimos a Caruso en la Fnac del Triangle hace unos meses. Grande. Y me hizo un dibujo además. Muy majo. Pizarnik es grande. Saludos.

Carolink dice:

Qué suerte, Otto, (in)sana envidia me das… Querido anónimo: gracias por el regalo, aunque ya lo conozco hace algunas semanas… Como canción nueva, deja un poco que desear, pero cuando viene de Cerati, yo trago lo que sea. 🙂

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