Esas resonancias que se generan entre las lecturas y los hechos, y qué difícil es determinar qué fue primero. Me estoy comiendo ‘Guerrilla’ de T.E. Lawrence (Acuarela Libros, 2004), y no podía dejar de pensar en el 15M. No ha sido hasta hace un rato que recordé que la comparación ya estaba hecha.
Hace algún tiempo navegaba en un libro llamado Correo Dadá (también publicado por Acuarela). No lo tengo a mano, solo apuntar que por entonces me parecía clarísimo que no había ninguna otra “vanguardia” más cercana a lo que era, es, el 15M. Algo indefinible, algo tan versátil que desconcierta, aturde, disloca.
Algo que cada vez que se intenta meter en unos moldes, se desborda. Dadá era tan iconoclasta como lo ha sido en todo este tiempo el movimiento, digo, salvando la “distancia” que algunos podrán señalar entre arte y política. El apunte queda ahí, porque la lectura quedó apartada un día debajo de otro millón de libros y movilizaciones. Sigue leyendo
Razones por las que hay que dejar en paz a Cecilia o convertirse en fan.
Autora anónima -ya no tanto- decide intervenir en una «obra de arte». El arte es tuyo, es mío, de quien se lo quiera reapropiar. Desacralizar para otorgarnos nuevo poder. Leí por ahí que habían hecho llorar a la autora. Su único «pecado» ha sido utilizar el mismo lienzo.
Se me había olvidado compartir esto por aquí.
La canción No vuelvo a hablar contigo fue presentada así por la Fundación Robo:
Toda vacación es un asunto que compete a la ficción, no a la realidad.
Escribí en otra entrada, hace un año. Hoy, volviendo del mismo lugar que inspiró aquello, reescribo la oración:
Toda vacación es un asunto que compete a la reproducción, y en ningún caso a la producción.
Toda vacación es una ficción desde el punto de vista capitalista, y en ese sentido no me contradigo. En ese embudo, no se concibe nada más allá de la producción, y las vacaciones son algo forzado, antinatural, culposo. El capitalismo entiende la reproducción -de la vida y de la fuerza de trabajo, claro- como una zona subsidiaria, que aboliría de buena gana. Ese camino ya está emprendido, por lo demás.
Es un domingo lento, lentísimo. Con un vaso de agua en la mano, interminable, está mirando por la ventana y se ha dejado arrastrar sin querer dentro de un flashback. Era ella, allí o en un sitio similar, con los pies cansados de caminar, diciéndose: Qué pena. Qué pena sería que toda esta alegría. Todo este poder. Toda esta fluidez. Todo este arrojo. Qué pena sería volver a ser individuos tristes. Qué pena sería regresar a la soledad autoconsumida. Qué pena sería no reconocernos más.
Se acuerda un poco más de las circunstancias de aquel pensamiento antiguo. Se acuerda de las continuas provocaciones. Lo borra todo.
Alguien ha puesto su vaso, a punto de derramarse, sobre la mesa, le da un beso en la mejilla. Hay muchas personas en la sala y hablan y hacen cosas. Hacía mucho tiempo que no regresaba a entonces. Su nieta está cantando una vieja canción, ella no conoce la nostalgia. Aquella canción, se da cuenta, no tiene condicionales, allí es donde se agazapaba toda la frustración.
Pero la impotencia fue más débil y, en fin, se dice, qué sentido tiene acordarse de una pena que nunca tuvo razón de existir.
No soy especialista en semiótica pero algo tengo en la mochila para analizar mensajes. Y todo todo el tiempo de esta mal-llamada-crisis, sobre todo desde que el PP asumió el gobierno, vengo siendo salpicada por una sucesión de palabras, gestos y retórica que parecen sacados de un misal.
Hoy hemos tenido, por ser viernes, la escenificación de la pasión de todos los viernes en un mal-llamado Consejo de Ministros: pero no leáis aquí nada parecido a hamor sino «pasión triste». El gesto compungido, el temblor ridículo de la voz, una seriedad forzada -los contraplanos del resto de Ministros en la sala mostraban algo un pelín distinto-, una deriva muy concreta y una repetición de mensaje absolutamente intencional.
Como vengo diciendo por aquí (cuando digo) o en el programa de radio, me está costando horrores desde hace meses encontrar literatura en la que leer realidad, reconocerme y dialogar. Literatura que responda a mi hambre de política. Literatura que trate de poner voz a los “conflictos fuertes del presente”, como me dijo María Salgado en la entrevista que le hicimos hace un mes*.
Me pregunto desde hace mucho cómo y por qué no apelamos a ese 99% del que decimos formar parte. Por qué hay un XX% que continúa levantándose por las mañanas y atendiendo a sus obligaciones autistamente, sin mirar al de al lado y, como mucho, alucinando consigo mismo y con el hecho de que, todavía, la que está cayendo no le ha tocado.
Quedarse sin trabajo o quedarse sin casa, qué sé yo.
Hay una especie de cultura (en fin, sus objetos, libros, actos, exposiciones…) que, en estos tiempos, se (me) aparece hueca y obsoleta. Admito que siempre estuvo allí. Es la de toda la vida. Es la Cultura: la del Babelia, la de cualquier suplemento cultural (con alguna honrosa excepción). Esa Cultura que nos han dicho que no se potencia ni se infiltra ni se contamina con la realidad y el minuto que lo acoge. Que no es política, por dios, ¡quita, quita!
Eso que acabo de escribir tiene muchos matices. Hace unos meses, un artículo en Babelia, por ejemplo, se preguntaba ¿Deben los intelectuales y creadores expresar sus opiniones públicamente?
La pregunta, para mí, se podría haber expresado en otra forma: ¿Es posible que el intelectual no incida en su realidad y contexto social? Y mi respuesta es que no veo cómo no habría de hacerlo. Cómo podría ausentarse.
Todo el año desde el 15 de mayo de 2011 ha sido para mí un continuo amar y desamar, un encuentro con un espacio de apertura de la posibilidad al mismo tiempo que un ahogarme en la impaciencia y el odio. La asfixia determinando comportamientos sucios, enfermedad, ausencia de entrega. La observación del mundo, de las gentes que no se inmutan, de la fiesta democrática más triste que puedo recordar. Y, sin embargo, el aire entrando por lugares que ni siquiera se atisban con la imaginación. Un aire que permite pensar. La ficción, entonces, la certeza imposible de que no pueden darnos más duro. De que si levantamos la cabeza el golpe quedará suspendido en el aire. Sigue leyendo