Los libros-casa, libros-lugar o los libros-cobijo (joder, suena súper pedante, pero es así!) son aquellos que no sirven sólo para ser leídos. Son libros donde te puedes quedar a vivir (temporalmente, por épocas, entrar y salir, siempre puedes volver a ellos).
De alguna manera, son libros imposibles, porque desafían un poco toda concepción de la estructura delimitada por los géneros.
Todos tienen la capacidad de afectarte por un tiempo la mirada y de provocarte ganas de escribir.
Préguntame, de Antje Damm
El sentido interrogativo, de Padget Powell
Diccionario de los Lugares Comunes, Gustave Flaubert
I remember, Joe Brainard
Je me souviens, Georges Pèrec
Momentos de inadvertida felicidad, Michel Piccolo
El primer sorbo de la cerveza, Philippe Delerm,
Está bien, de Philippe Delerm,
Miscelánea original de Schott, Ben Schott
¡La de cosas que puedes pensar!, del Dr. Seuss.
Disparatario, de Edward Lear
Autorretrato de Édouard Levé
Crimenes ejemplares, de Max Aub
Pienses lo que pienses, piensa lo contrario, de Paul Arden
Gente, de Blexbolex
100 greguerías ilustradas, de Ramón/César Fernández Arias
Walden o La Vida en los Bosques, de Thoreau
(se aceptan sugerencias para engrosar la lista de libros-casa)
Ayer presentamos en Tipos Infames (h)adas, el último libro de Remedios Zafra, editado por Páginas de Espuma. A partir del disfrute de una lectura que suscita unas cuantas preguntas y abre mil ventanas, quiero compartir aquí un mini texto propio y una imagen regalada. El texto contiene una pequeña historia autobiográfica que pertenece a un texto en marcha y que sólo podía haber contado de este modo después de aprender algunas de las cosas que me ha revelado este libro. Me ha traído palabras, ayudándome a comprender, nombrar y escribir parte de mi experiencia. Me ha regalado, perdonadme el pegotazo y citando a Zafra que cita Haraway, figuras de dicción. El texto y las figuras tienen que ver con mi familia y con otra historia de cuidado radical que comparte Remedios en el exergo del libro.
Como intimidad con intimidad se paga, ahí va mi texto, como pelota devuelta a lo que Remedios aporta. Se titula:
ESCRIBIR Y CUIDAR
Hace ahora unos diez años tuve que matar a mi propio ángel del hogar. En este caso al ángel del cuidado. A mi padre le diagnosticaron una enfermedad crónica y degenerativa, de esas lentas pero implacables. Chungo. A los pocos meses me fui a vivir a Sevilla, donde viví durante 8 años. No lo sabía, pero me fui para hacerme escritora (cualquier cosa que signifique eso hoy día). Para apropiarme sin culpa de mi TIEMPO. Tuve que escapar de la inercia de esa nueva pero vieja identidad que el ángel del cuidado me había dejado sin avisar a la puerta de casa (después de llamar al telefonillo y salir corriendo). Puñetero. Tuve que huir, separarme geográficamente. Se conoce que hacer libros no era mi destino (aunque mi educación me hubiera hecho creer lo contrario), no estaba (aún) en mi ADN. Mi tiempo propio se puso en entredicho. Tuve que reprogramarme. Conquistar mi subjetividad. Lo hice. La enfermedad, por su parte, materializó a mi padre, le hizo poner el cuerpo en juego, lo bajó del cielo de la abstracción endémica masculina. Si nosotras hemos conquistado el cuarto y el tiempo propio, a ellos les resta hacerse el camino inverso, el de la objetivación, el de materializar el cuerpo y el cuidado que implica sostener las vidas. Ahora he vuelto, conscientemente, he revertido los papeles. Ahora quiero cuidar. Ahora puedo cuidar. Porque lo elijo. (“Soy tan ambiciosa que el dinero (leáse capital simbólico, ya sabemos que escribir no da pasta) no me vale”, pienso citando este maravilloso texto de Rosario Hernández Catalán acerca de las elecciones de vida y profesionales). Y ahora estoy en Madrid. Y estoy bien. Aquí puedo tocar a mi padre al tiempo que escribo este texto autobiográfico que se llamará Cuerpos en el Tiempo donde hablo de nuestra durabilidad frágil y donde sin duda las ideas y maneras de Remedios dejarán una huella, un polvo de anti-tinker bell recuperada, una estela de figuras inventadas para nombrar lo que nos pasa. Sí.
La imagen remate-regalo inesperado que abre el post, esta ontográfía (aquí se puede ver muuucho mejor) que ilustra otras cosas que pasaron ayer, está hecha por Carla Boserman, quien, junto a Sofía Coca, presentará mañana el libro en Sevilla. Ah, y esta tarde de martes, Remedios estará también con Elena Medel presentándolo en Córdoba. Si podéis, id a escuchar a alguna de esta crew de adas. Se regalan alas. Nosotras ya no las queremos.
Hace cosa de un mes. Elisa G. McCausland me pide que escriba un relato para el dossier sobre manga bizarro que está preparando para la revista Quimera. Me cago. Yo siempre ME cago cuando me piden cosas porque siempre ME creo que no las voy a saber hacer. Que NO las sé hacer. Aún así, acepto. Porque lo que más me gusta es escribir, porque confío mucho en Elisa y porque Quimera es un mito.
Quedamos y suelto la pregunta a bocajarro, porque es una pregunta que está en el aire preguntón desde hace meses entre unas amigas que nos dedicamos a publicar y a currar en cosas “de la cultura”. Y lo hacemos desde la precariedad, ni siquiera ya a la deriva, casi todas desde casa, los “lugares de trabajo” parecen escasear cada vez más. Me estoy yendo del tema, ¿verdad? Yo quería compartiros el relato que se acabó publicando en el dossier, pero tengo la manía de abrir la trastienda de todo y ahí me lanzo siempre y, en realidad, no sé si os interesa.
“No, no pagan”. Y se abrió también un hilo en la lista de correo de “la Mafia” (así nos auto-llamamos con estas amigas) para dilucidar cosas como activismo, definir colaboración, lucro, capital simbólico, etc. Enjambres. Vamos, yo acepté como sabía que iba a aceptar desde el minuto 1 por las tres razones que he dicho antes: escribir ficción, trabajar con Elisa, publicar en Quimera, pero tenía que dar el rodeo que me permitiera sentarme a hacerlo tranquila (todo lo tranquila que me deja el miedo). Y lo hice. Y Elisa súper bien. Y lo hablamos. Porque hay que hablar las cosas. Bueno, no todas. Pero estas incómodas a veces sí. Y el dinero es la cosa más incómoda e íntima que a veces se puede compartir. O la ausencia de él, últimamente, mejor dicho. “¿Te acuerdas de cuando cobrábamos?”. Supongo que será el mantra de los años que nos quedan por venir en cultura. Hay que poner el tema encima de la mesa. Seamos responsables y mayores. Elisa y yo lo fuimos. Y la cosa quedó nítida. Y, además, lo pone en la primera página de la revis: …..»Quimera no retribuye a sus colaboradores»……………….. Disclaimer cristalino. Tema cerrado.
En el combo de la propuesta va María Castelló Solbes. Porque después de algunos curros que hemos hecho juntas en 2012, ahora MOLAMOS. Trabajar con ella mola y siempre me gusta lo que hace. (¿Esto es bueno?). Pues sí. Me parece increíble la ilustración que ha hecho. Y a los de Quimera también, tanto- tanto que han decidido usarla en la contra del número.
Ahora va el otro tema. El tema, en realidad. Manga. Bizarro. Vamonooos. No tengo ni idea de esta subcultura de la subcultura de la freakcultura. Soy paleta. Se lo digo a Eli. Eli me tranquiliza y me lleva a su casa que es más o menos como el almacén del videoclub de Be kind, rewind! pero en materia cómic y cultura pop. Tomamos muchos tés y me presta unos cuantos volúmenes. Shintaro Kago y Kiriko Nananan. La madre. ¡Vaya viaje! De vuelta a casa, la premisa que ha lanzado Eli me rebota en los oídos. Por si faltaran imputs, resulta que se le ha ocurrido que las dos personas que vamos a escribir ficción en el dossier (Julio Fuertes y yo) intercambiemos nuestros géneros como esto que se lleva ahora de meterte en el baño a cambiarte la ropa con alguien en medio de una fiesta. ¿Se lleva? ¿Me lo he inventado? Sí, se lleva. Bien, pues Julio y yo nos metimos en el baño del dossier y nos cambiamos la ropa y el cerebro. Él escribió un relato como si fuera una tía y yo esto.
Leedlo y me decís. Me ha ayudado un amigo que lleva bastante el inconsciente por fuera y siempre me deja asomarme a su masculinidad inexacta sin casi tener que pedírselo. También me ha ayudado mucho Kago, que está como una puta regadera japonesa. Y Eli. Y María. Ah, y sin ella saberlo, Diana Aller. Y el propio miedo. Y lo que más, el gustazo de escribir. Y la ilusión de publicar en Quimera, aún con todo. Gracias a toda esta banda implícita, en serio. ¡Y, hale, ya me callo!
Que lo disfrutéis con toda la gama de matices como hice yo. Conversación bienvenida.
Esta es probablemente una de las canciones que más he cantado y bailado en mi vida. Estaba en uno de los limitados discos que había en casa de mis padres, apilados a la derecha del tocadiscos, antes de que llegaran los cds plateados. ¿Cuántas veces la habré podido escuchar?
http://www.youtube.com/watch?v=WE9eEf6tlSkRecuerdo acercarme mucho al equipo, apartar la carcasa transparente que protegía el plato, levantar la aguja delicadamente, como si algo fuera a explotar allí, colocarla en el surco número tres del vinilo consistente, escuchar el tema, volver a levantar la aguja, volver a posarla en el surco correspondiente… Y sentirme orgullosa de la compleja operación tecnológica. A veces bailaba enfrente del espejo haciendo play back mientras leía la letra impresa en el sobre de papel que protegía el disco. Recuerdo mirar una y otra vez la foto de la portada, el índice de canciones de la contraportada, acariciar el lomo del disco, despeluchado de tanto trajín. Cantar.
Ahora bailo y canto esta misma canción con mi sobrina en el salón de casa. Bueno, en casa, que es prácticamente un salón con una cama en alto, una cocina y un baño. Hoy la canción es unas letras impresas sobre la pantalla de mi móvil, su melodía se reproduce una y otra vez por el altavoz del subwoofer que enganchamos a la clavija del teléfono, su repetición es tan sencilla e inconsciente como apretar en la pantalla táctil el icono de replay. Y volver a bailar.
Para ella el número de canciones de este mundo es infinito, su textura es voluble, intangible, la música no se apoya en ningún material, no está contenida en soportes visibles ni en cajas de colores. Simplemente está ahí: en un sitio misterioso al que accedemos por el icono de una carpeta o por wi fi. Baja a nosotras de una extraña manera, nos pertenece sin pertenecernos, nos rodea, a veces pegajosamente, hundiéndonos irremediablemente, como al caballo de Atreyu, ante tanta posibilidad. Otras veces es perfecto, porque está casi todo, como en una ilimitada fuente de material. Como en el pozo de los deseos.
No tengo ni idea de cómo afectan los formatos y los soportes físicos a la recepción de la cosas bellas. Sólo sé que las dos seguimos bailando y cantando “esto” en el salón. Igual que hacía yo muchos años atrás, en el salón de otra casa. Casi diría en otra vida: la vida concreta de los discos limitados. Y no necesariamente mejor.
[nota: concrete significa concreto como adjetivo y cemento como sustantivo. me he levantado abstracta.]
http://www.youtube.com/watch?v=thNPJIuaoug
este texto lo escribí hace un par de años/otra navidad/profecía por cumplir/ya pasó/seguimos aquí/un regalo para supervivientes/
No toda la culpa fue del asteroide
un relato escrito para la antologia Señoras, modernos, travestis y
velocirráptors coordinada por Rebeca Yanke y Jordi Corominas i Julián, un libro que, como tantos otros, nunca llegó a existir/y quizá esté bien así/stop
No, tranquis, no son los 500 Days of Summer de Zooey Deschanel ni las 500 noches de Sabina. No. Son los que separan el 15M y el 25S. Exactamente. Esto es cosa de los mayas, fijo. Estaba en su calendario. En este año y medio hemos aprendido algunas cosas: muchas hemos aprendido a bucear en una suerte de aprendizaje político, a ratos disfrutón, a ratos con miedo y tragando agua. Hemos aprendido a hablar inclusivamente, a agitar las manos, a pensar y a actuar en colectivo (cuesta), a desentrañar conceptos económicos y legales, a cuidarnos, a hacer streamings desde los terminales, a gestionar asambleas, a no tener miedo de aplicar metodologías feministas, a derivar en vez de resistir, a auto-hackearnos, a reirnos de las mil realidades delirantes, a convivir con helicópteros y velociraptores, a esquivar hostias, a socorrer al que se las había llevado, a desmitificar y cuestionar los iconos de la vieja lucha y, sobre todo, a no correr (aunque algunos se empeñan siempre en echar carreras). Hemos entrado en shock, hemos salido del shock, hemos cambiado la habitación que cada una ocupaba en la ciudad por algunos cuartos comunes, más desordenados, más aburridos a veces, porque hacer las cosas con los demás (va, sinceramente) es difícil y a veces puede ser un rollo lleno de aristas. Hemos despertado a la violencia, la hemos presenciado por primera o décima vez, la hemos sentido subir por las venas, nos hemos enamorado, nos hemos desencantado, nos hemos vuelto a enamorar, nos hemos paralizado ante la aceleración del tiempo, hemos hasta llegado a creer que habíamos muerto, que lo nuestro no habia pasado, que no nos habíamos re-conocido, que éramos algo parecido a un puto espejismo. Pero, como dijo alguien: lo que pasa no despasa. Y estos 500 días ya no van a despasar. Y los que quedan.
Yo, que soy de natural exagerado, mu sentía y tendente al melodrama (pata negra drama queen), he pasado unas 24 últimas horas en un estado de ánimo que podríamos calificar como “de mierda”. Ya sé que muchas otras estáis sintiendo el POWER y valorando lo re-positivo del momento, o que dais por asumida la violencia de estado, los infiltrados y otros juegos de desgaste que descentran toda intención/atención de las acciones y criminalizan cualquier gesto. Sé también que seguir las cosas por twitter y demás (es mi caso) genera realidades confusas, hay bulos, hay exageraciones, vivimos presas de la estética del suceso y del espectáculo y queremos que cada minuto sea “el minuto”, lo cual nos consume a veces en tensiones insostenibles y agotadoras. Lo sé. Que hasta los streamings los puede cargar el diablo (el de ayer de @rtve era sospechosamente «la parte por el todo» y tendencioso en su punto de vista). Y que el relato no sustituye a la experiencia. Pero va, soy nueva y además, otra vez, no podía estar físicamente en la calle. Como tanta otra gente.
Y anoche me acosté temblorosilla, la imagen de las UIP de cacería en el interior de la estación de Atocha no me dejaba dormir. Estaba enfadada, asqueada, triste, confusa, nerviosa. Pero también sentía algo que no sabía exactamente lo que era y que me aliviaba. Al final conseguí entenderlo: lo que sentía era compañía. Me siento acompañada. Llevo 500 días acompañada por gente a la que no conozco. Sintiendo compañía de una colectividad heteróclita y mutante que cada día me sorprende más. Que me emociona. Y esa sensación se me puede pasar por días, se exacerba otros, se intensifica y se atenua eventualmente, pero esta ahí, como el sonido de las constantes vitales en los quirófanos de las series de médicos. Es la sensación con la que vivo desde hace 500 días. Está “in the air”. Partículas que rodean los espacios y nos protegen y nos desprotegen. Nos movilizan y nos inmovilizan. Y en momentos nos sentimos fuertes y nos hacen ahogadillas y otras veces desconfiamos o nos aburrimos del proceso y volvemos a nuestras inercias de vida anterior (como si se pudiera). Pero por lo bajinis, como un zumbido protector en mitad de la selva, ahí está la palabra mágica: compañía.
Anoche conseguí dormirme. Rodeada de compañía. Gracias.
Foto 25S, tomada en Madrid por Álvaro Minguito. Gracias, Mingui!
..:: otra señal cósmica::…
¿Tú lo sabías? ¿Sabías que las cosas se rompen, que el tiempo se acelera, que los padres pierden el equilibrio, que los derechos conquistados se pueden esfumar? ¿Sabes que yo no lo sabía? ¿Sabías que las amigas se distancian, que el deseo parpadea y cambia de lugar como si fuera una luciérnaga, que la infancia de un niño pasa a la velocidad de la luz, que las madres se pueden morir y que el espacio mental se reduce y se satura si no sacas tiempo para no hacer nada? ¿Sabías que los cuerpos se desdibujan, que las caras se olvidan pero las voces no, que hay mails sin respuesta posible, que hay fotos familiares que se pierden y ya no se recuperan, que ayer imaginé este post mientras me quedaba dormida y que me dije: «Seguro que mañana me acuerdo de todo (sabiendo que no era verdad), seguro» y me dormí y esta mañana no había ni rastro de ellas, de las imágenes ni de las ideas? ¿Sabes que me volví a enfadar? ¿Sabes que el que se enfada pierde?
Pero, un momento, ¿qué se ve desde tu ventana, tienes sueño, te gusta la comida de avión, has tenido alguna vez un brote psicótico, te molesta el cuello alto, eres de esas personas que toman la sopa ardiendo como si su lengua fuese de amianto? ¿Cuántas veces te has reído hoy? ¿Has probado el caballo? ¿Qué libros has leído este verano? Si te vas a la cama nada más cenar, ¿tú también tienes pesadillas? ¿Te da miedo hablar en público, te tiembla la voz, se te corta el cuerpo? ¿Te sudan las manos? ¿Llevas mejor el calor o el frio? ¿Has conseguido ahorrar alguna vez en tu vida? ¿Tienes conversaciones con niños pequeños o con gente anciana? ¿Te han echado de alguna casa alguna vez? ¿Haces fotos y las mandas por wassap? ¿Te sabes los cuatro apellidos de tus cuatro abuelos? ¿Te produce pudor la palabra chacra? ¿Compraste un jersey muy caro y después te sentiste culpable? ¿Has grabado alguna vez una peli porno casera jugando con, digamos, disfraces de enfermera y/o coronel de las SS? ¿Cómo te posicionas frente al zumo de maracuyá? En tu opinión, ¿los anuncios en otros idiomas o de otras épocas son más graciosos, menos dañinos? ¿Sabes dar volteretas laterales? ¿Supiste alguna vez?
Si no hubiera torniquetes en el metro, ¿seguirías pagando? Si te sintieras humillado en una reunión, ¿serías capaz de levantarte y marcharte o al menos decir: «¡A la mierda!»? ¿Qué país serían algunas personas, si fueran un país?¿O qué ciudad? Y tú, ¿cual serías?
¿Crees que Walter White es un buen tipo o un perfecto villano? ¿Y Tony Soprano? ¿Has soñado alguna vez que conocías a Tony Soprano? ¿Bíblicamente? Qué prefieres, ¿las series dramáticas de HBO/AMC o las comedietas de la NBC?
Una chica muy guapa, con muchos tatuajes y vestida como su abuela, ¿te sugiere la idea de lo hipster o te atrae por su encanto contemporáneo? ¿Estás al tanto de las distintas corrientes fanáticas en torno a los videojuegos de los 80? ¿En qué circunstancia, o conjunto de circunstancias, tratarías de abrir una puerta con una radiografía? ¿Pagarías por tener la ropa limpia y colgada en tu armario todos los lunes? ¿Cuál es tu gominola favorita? ¿O dices «chuche»? ¿Tienes migrañas?
Si pudieras pertenecer a una cultura alienígena que se distinguiera por beber sólo zumo de tomate y no trabajar nunca pero aún así ser capaz de subsistir holgadamente, ¿lo harías? ¿Renunciarías a la vida en la Tierra? Cuando has estado en pareja, ¿has dicho y hecho creer a alguien que lo querías cuando no era cierto? ¿Te despiertas a medianoche y no sabes dónde estás?
¿Qué hay de ficción en la no-ficción? Si no hay nada, ¿por que se llama no-ficción?
¿Te gusta la ropa antigua? ¿Las cosas baratas? ¿Te hace ilusión que te hagan descuentos, que te inviten a cenar? ¿Compruebas las cuentas antes de pagar? ¿Te gusta invitar? ¿Tienes trabajo? ¿Pagas autónomos? ¿Cobras en negro? ¿Eres persona «sin recursos»? ¿Tienes vida laboral? ¿Tienes seguro médico? ¿Te da miedo ponerte mal, ir al médico, al Centro de Salud? ¿Tienes una enfermedad crónica fruto de una mutación genética? ¿Cuántos libros se apilan en tu mesilla? ¿Hay un objeto que guardes desde la infancia? ¿Te cae mal tu familia? ¿Apoyarías un boicot a las fiestas navideñas? Si te aseguraran que no herirías a nadie y que nadie te odiaría, ¿escribirías un libro contando toda la verdad sobre ti? ¿Eres feliz? ¿Borras a veces tus propios tuits? Cuando va a comprar el pan, ¿lo empiezas camino de casa? ¿Subes por las escaleras aún habiendo ascensor? ¿Eres insomne? ¿Qué vas a cenar? ¿Crees que la socialdemocracia es una estafa? ¿Crees que el amor es como el comunismo dentro del capitalismo? ¿Crees que nuestros cuerpos estarán a la altura de las circunstancias cuando nos rindamos al desenfado? ¿Pasarías por debajo de una escalera? ¿Cruzas los dedos a menudo? ¿Crees que estas preguntas tienen respuestas inmutables ? ¿Terminó ya? ¿Sí? ¿Ahora?
Yo que sé. Pregunto. Me interesa.
improvisando y remixeando al hilo de este maravilloso libro
y aquí un programa de una línea en el mar acerca de preguntas
Si puedo elegir, elijo la cocina. Pero no para cocinar. Sino para tomar algo y tener una mesa. Y hacerlo. Hacer lo que ella apenas hace. Escribir. Ella hace sudokus y anota los gastos domésticos, lleva la economía casera, cuadra ahorros, hace que todo vaya viento en popa. A su viento, a su popa. Se le da muy bien quemar tostadas y dice que no tiene mano para las plantas, sólo consigue sacar adelante dos especies: amor de hombre y la planta del dinero. No le ha ido mal. No le va mal. Yo escribo palabras, ella números. Yo escribo esta historia. La nuestra.
Si puedo elegir, elijo la cocina. Odio cocinar, no sé hacer la compra. Me dedico a engrosar el número de envases contaminantes per cápita que se producen al día en este mundo. Mis bolsas de basura abultan mucho y pesan poco. Uso la cocina para escribir en cuadernos.
Ella tiene un cuarto de baño propio. Su propio aleph de producción cosmética. Ella me enseñó la importancia crucial de la máscara de pestañas, la cera depilatoria, el uso de las pinzas, secador, base de maquillaje. Yo traté de aprender, la observaba. Pero me fascinaba más la persona que entraba que la persona que salía de la sala de post-producción. Así que aprendí a esperarla en la cocina. Y a entretenerme. Luego caminábamos juntas hacia el metro, ella con las palmas de las manos boca arriba y estiradas y el metrobús entre los dedos mientras se le secaba el esmalte de uñas. Yo, leyendo en el vagón con la mochila a la espalda.
Mi madre no es una madre excesivamente cálida, ni sobreprotectora, ni miedosa. Mi madre es despegada, bastante crítica y poco dada al sentimentalismo. Me enseñó a desapegarme, a tomar el mundo como mío, como de cualquiera, a saltarme algunas normas. El amor de madre no es una vacuna, pero si es un modo de permanencia en medio de la dispersión. No es un pasaporte al bienestar, pero sí puede constituir una suerte de refugio.
Lo que suelen hacer las madres es sostener, proteger, contener, acoger y acompañar. Cuando pueden.
Desde que cumplí los treinta mis amigas empezaron a abandonar nuestra zona de amor comunal para atender y amar a unas criaturas microscópicas que reclamaban toda su atención. Yo los llamo «los ladrones de amigas». Los envidio tanto. Pasar de tener amigas (solo) hijas a tener amigas (además) madres es toda una revolución en el ecosistema de la amistad de la chick-mid-life.
Pero el amor de madre no debería ser patrimonio exclusivo de las madres. Molaría aislar la molécula de este amor, el bosón de higgs de la protección, el anticuerpo del cuidado. Desgenerizarlo y descategorizarlo e inocular una epidemia virulenta e indiscriminada de este deseo/posibilidad de acompañar, de estar ahí, sin más, sin idealizaciones baratas, simplemente saber que hay cosas que, pese a toda la mudanza, pueden permanecer.
¿Hacemos lo madre?
Cuando pones lo madre en juego (a veces no es más que un «¿y tú qué tal?», un «a mí también», un :»¿y eso por qué te pasa?»: átomos de empatía y de escucha) en espacios/lugares y con personas con las que no es habitual hacerlo, notas cómo se tambalean los cimientos de los juegos de poder, la fachada de lo invulnerable y la exigencia de la productividad constante.
Yo, en este momento, necesito compartir protección, generar espacios donde podamos confiar. Y no solo en la intimidad. También en las ciudades y, por supuesto, en los trabajos y los días. Estoy cansada del todos contra todos, del rollo caínita, de las suspicacias y del cinismo guayón y exclusivamente auto-protector. La puesta en escena de lo cool se me está caducando, la trama se ha dado la vuelta y cada vez cuesta más seguir con el mismo papel donde parece rezar: «seamos profundos en lo superficial y superficiales en lo profundo»(1).
Y la propuesta no tiene nada que ver con la incondicionalidad o lo acrítico o lo ñoño o lo blandengue.
Lo madre puede ser muy violento, puede contener trazas de revolución.
Tiene que ver con hacer caminos secos para cruzar terrenos pantanosos. Con no jodernos los cuerpos y las mentes para seguir un ritmo que no marcamos nosotras. Con hacernos fuertes compartiendo debilidades. Con invitar a la vulnerabilidad a la merienda-cena (2). Con aprender a hacer cosas juntos (3). Con volvernos peligrosos.
Yo tampoco tengo mano para las plantas. Esta mañana volví a quemar las tostadas y sólo me pinto muy de cuando en cuando. Ah, y hace un rato he hablado con mi madre por skype. Estaba guapísima, sin apenas maquillaje: vestida para matar.
*este texto viene de cosas/pensamientos/maneras de hacer nacidas en el trabajo que hicimos aquí este invierno-primavera. cosas que me han acompañado desde entonces y que sólo sé exponer así: con la jodida autoficción de por medio.
(1) esta quote generacional se la marcó Rubén Martínez después de una de las sesiones de la segunda residencia. y se quedó tan ancho.
(2) aquí incluyo conclusiones de la ronda de recogida que hicimos el último día: palabras remezcladas de @teclista, @belenmacias y @preescolar.
(3) conste que esto no es nada fácil. a mí, al menos, me sale el individualismo rampante. estoy en #copylove training (Cuidados, I)!!
y un video music de TU MADRE para acompañar el post. stop.
¿Aún no conocen Lacuna, primera Agencia de Vacaciones Inventadas? Proporcionan viajes apócrifos, inducidos.
Mediante la construcción de un mini-parque temático personalizado previamente elegido por el cliente y una sedación potente tras la cual uno pierde levemente la noción de la propia identidad y algo de memoria, prometen ofrecer un VERDADERO VIAJE. Lo último en vacaciones. Pero lo difícil, como en toda ficción, es encontrar el tono. Y no dejar huellas de tu asesinato. Y conmigo y la familia Matsauko la pifiaron. Gracias a su error me fue reembolsado el 70% del total del paquete Apadrine a un Occidental: Vacaciones Extrarradio Japón, tal y como figuraba en el contrato que firmé antes del chute de Rophinol 500 mlgr.
Cuando descubrí que en realidad me encontraba en un chalé de una promoción de pisos sin terminar del término municipal de Ayamonte (Huelva) y no a las afueras de Kyoto, no pasó nada, no me mosqueé, al revés, propuse de inmediato ir todos en coche hasta el pueblo de Fábrica, a un sitio que conozco a menos de quince minutos de la frontera con Portugal, en el parque nacional de Formosa. Que ahora invito yo a coquinas y a vinho verde, hombre.
Pero los Matsauko estaban obligados por feroces límites contractuales a no mantener ni un solo contacto más con el Inducido en caso de descubrirse el pastel. Está bien, pero no soy un niño adoptado, ni un receptor de órganos, sólo soy un neurótico occidental en busca de vacaciones verdaderamente alternativas. Y todo el mundo sabe que no hay VIAJE auténtico sin interaccionar con los locales, aunque en este caso estuvieran “deslocalizados”.
Pude deslizar mi número de móvil en el bolsillo de la guayabera de Toshio, el padre. Y, ¡listo!, el quince de septiembre hemos quedado en su casa de Los Bermejales (Sevilla), que los paso a buscar a eso de las nueve, con la fresca, y nos vamos de excursión a pegarnos los cinco un homenaje al susodicho restaurante de Fábrica. Hombre, a ver si esto de ser familia oriental que te apadrina, no va a tener sus compensaciones. Faltaría.
He aquí mi crónica, para que se hagan ustedes una idea.
Me desperté y lo primero que supuse es que yo también debía de tener los ojos rasgados. Según me explicó Toshio con la ayuda de un mapa, me encontraba en una vivienda de familia media a las afueras de Kyoto. Siempre me figuré que Kyoto era un anagrama de Tokio, así que con la confusión de lo que todo apuntaba a ser un mal despertar de anestesia, pregunté si se refería a la capital de Japón. Mi interlocutor río, oh, no, con la inmensa ceremoniosidad, “Ky-o-to, un tren, alta velocidad, una hora To-kio. Pero primero debe recuperarse». ¿Recuperarme? Me levanté de un salto ridículo que redujo mi dignidad a cenizas. Tenía una flojera en las piernas digna de un excombatiente francés a finales del 41. Aún así pude agarrarme al quicio de la ventana y usarlo para incorporarme y poder echar un vistazo a las inmediaciones. Un solemne descampado lo cubría todo. Escuche el ruido de una moto de pequeña cilindrada y a los quince minutos estaba sentado a la mesa baja de una familia japonesa con todos sus avíos. Esto es: arroz a mansalva, pescado crudo en disposiciones flamígeras con texturas escalofriantes y los sempiternos cuencos de madera con líquidos de colores inverosímiles para la gastronomía de mi pueblo. ¿Mi pueblo? ¿Dónde estaba? Me miré al espejo de uno de los cucharones de aluminio con los que Masako, la madre, servía arroz casi sin interrupción y pude comprobar que por la forma de mis párpados no me incluirían jamás entre los orientales. Ni por mi altura, ni por mi tupido bigote. Pero, entonces, ¿qué carajo estaba haciendo allí? «Escardaremos el jardín», fue lo último que escuché antes de volver a un soporífero estado. Al rato, después de sudar con una fruición que me hizo pensar en mi patria, con la nuca empapada como un pollo, de nuevo la motito, y esta vez, la cena: más arroz, más pescado crudo. Y de postre unos chupitos de sake que me volvieron a imbuir en el estado vegetativo del que debía haber estado días haciendo gala antes de mi despertar.
Así pasé cerca de lo que ahora calculo fue una semana -el tiempo oriental, y no es guasa, es diferente-. Al principio les insistía con que escuchaba niños jugando cerca de la casa que gritaban en mi idioma y hasta una radio, “que os juro que oigo el jingle de la Ser, una emisora española”. Como única respuesta, sonrisas y “arigatos”. Al tercer día dejé de hacer preguntas y decidí anfibiarme y pasar de todo. ¿Reverencias a tutti plen? Pues las hacía. ¿Inexpresividad facial? Me adapto. ¿Qué hay taparse la boca al reír? Yo me la tapo. Escardábamos el jardín para practicar después, de rodillas, un ikebana bastante rudimentario a mi parecer. Jugábamos a un pachinko que la familia tenía en el garaje y alguna que otra noche velada con sake y karaoke. Hasta puedo decir que mis angustias neuróticas empezaron a remitir. Se me fueron fundiendo los stocks de estrés con los que estaba acostumbrado a convivir y que mi psiquiatra llama el “peaje que pagas por vivir en la cresta de la ola”. Imbécil. Vamos, que lo mío mejoró y encima empecé a cogerle cariño a esa familia tan linda que me había recogido de dios sabe qué catástrofe para hacerme un hueco en su intimidad. Antes o después alguien me buscaría, encontraría mi pasaporte, el consulado investigaría, seguiría rastros y llegaría hasta este suburbio lejano donde una mañana, con una perplejidad solemne y por pura casualidad, descubrí un tomate hermoso y terso y, en vez de sospechar, pedí que me trajeran más de ésos, que yo quería agasajarlos ahora con una receta “from my little and far away country”. Mi petición creó un pequeño colapso en la familia, una tensión desmedida que me debió haber hecho preguntarme cosas. Se pusieron de acuerdo al rato y esta vez, después de la sempiterna moto que solía dejar tras de sí un reguero de pequeños envases de plástico, palillos y wasabi, llegaron dos kilos de tomates fragantes con los que hice un salmorejo, de los de, con perdón, que se caga la perra. Esta vez, los que durmieron como leones al rumor de, por cierto, un mar cercano al que yo no dejaba de proponer que visitáramos, fueron ellos. Según pasaban los días yo empezaba a ser capaz de articular recuerdos más claros: un edificio feo del que me recordaba entrando y saliendo a diario, una sala con ordenadores donde todo dios se congelaba al amor del aire acondicionado, montañas de informes por revisar, favores que pagar, conspiraciones por culminar en los descansos del café. Estas escenas se me repetían y caían en cascada mientras me quedaba dormido. Y entonces empecé a sentirme feliz. Feliz de estar lejos de todo eso que debía ser mi antigua vida, de la que un suceso fortuito y afortunado me había arrancado. Y sin ni posibilidad ni ganas de abandonar ese cautiverio tan raro que me estaba cubriendo de paz. La bondad, entonces, existía. Una vida nueva de buen salvaje se abría ante mí. El sueño de todo occidental, empezar de cero en un lugar remoto, simplificar la existencia frente a seres más cordiales, transparentes y sin corromper. Terminar con la ansiedad. Dejé de hacer preguntas y lo encontré de golpe todo de lo más pertinente, como una solución de sudoku, perfecta e inútil: una respuesta, por fin. Una respuesta de puertas correderas y zapatos en la entrada.
Todo se vino abajo un lunes por la mañana. Ibamos a echar una partidita de mikado cuando me levanté para ir al baño. Y entonces descubrí hecho un burruño en la papelera un envoltorio que me puse a leer con parsimonia: Snack Aperitivo Japonés marca Supersol, envasado en la Carretera de Carmona, Km. 34. Sevilla (España). Las piezas encajaron de golpe como en un jodido tangram. ¿Qué clase de charada era esta? Salí con el envoltorio en la mano y en menos de diez minutos la casa se inundó de muchachos fornidos con camisetas de Lacuna S.L, Vacaciones Inventadas, que empezaron a desmontar la casa oriental, que resultó no ser más que un set de poliespán y contrachapado. La familia fue amonestada y a mi me sentaron en una silla -se acabó eso de sentarse en el suelo- para explicarme el protocolo a seguir una vez llegados a este punto. En el montaje final –lo graban todo para después editarte un dvd de tu “estancia”- pude ver cómo la familia al completo discutía sobre quién había cometido semejante descuido.
Creo que fue el hijo. Ya me enteraré bien en nuestra próxima cita portuguesa. Lo último en vacaciones.
→aquí hay material documental para crear historias de ficción.
rollo elige tu propia aventura pero sin naves espaciales. son cuentos de vida que me han contado. la gente me cuenta historias y yo escucho. normalmente, sentada en bares o alrededores, de pie, apoyada en coches o en bordillos.
esta serie podría etiquetarse como Cuentos de Camellos pero yo lo he llamado camellos y ellas (inspirada en la canción MITIQUÍSIM de hidrogenesse). ¿Necesitamos cuentos de camellos, cuentos con camellos? No lo sé. Necesitamos historias de mujeres (está bien, para esquivar por una vez el debate de ¿qué es ser mujeres?, reformulo→ Necesitamos historias de protagonistas cuyos nombres normalmente acaban en –a haciendo otras cosas además de amar, inmolarse, cuidar, sufrir, parir, follar, ser deseables, trabajar y/o sacrificarse.
Necesitamos historias de mujeres que desean.
Y estas mujeres deseaban drogas*. Y me contaron historias de camellos. Ahí va eso:
mujeres/camellos
S. dijo que tardo una vez más de dos horas en conseguir lo que quería. Entre pedir y recibir. Que el tipo era mexicano y que tenía tal encanto que no te podías negar a esperar toda esa liturgia de la demora tan propia de los camellos. S. también dijo que un tipo hacía mdma en la habitación de su residencia universitaria. Como cliente, conocías el origen del producto y el modo de producción de primera mano. Fair trade. M. dijo que había tenido uno negro que era la única persona que le seguía mandando sms. Y estos solían tener contenido sexual a pesar de que él era asexual declarado. Que esa tensión sexual sólo se producía en los mensajes. L. dijo que el suyo era muy bueno pero que últimamente lo pasaba peor. Lo cortaba. “ahora parece cal y produce paranoia y dolor de cabeza”. M. preguntó que por qué los camellos provocan tensión. Risas. Pero tensión sexual. Pues porque tienen el poder. ¿No hay historias de mujeres camello? S. me contó como M. le había dicho durante una fiesta que se iba a dar una vuelta en el coche con el camello. Y que por favor vigilase desde el balcón y que si no volvía en diez minutos hiciese algo, como llamarla o mandarle mensajes o lo que fuera. S. vio como M. se subía la coche rojo del camello y al momento apareció alguien pidiendo nosequé y S. se aparta del balcón y se olvida de M. y cuando mira el móvil tiene 5 llamadas perdidas de M. Entonces se asusta mal y corre hacia el balcón mientras llama a M. “Que llevo veinte minutos aquí abajoooo”. Uf, susto. S. tira las llaves envueltas en un calcetín y vuelve al salón. J. también me habló mucho de sus historias en los baños. De la gente que se guarda sin querer los billetes enrollados. O no tan sin querer. I. me recordó a su camello intelectual. Un tío mega listo que escribe muy bien y lo sabe casi todo y también pasa. Y eso nos hizo recordar a T. que también escribe, investiga, ilumina con sus ideas y pasa. Y (además) es mujer.
Pero la mejor historia fue la de R. En Sevilla, se van a las tantas con la moto a un polígono o no sé a qué barrio a pillar. Ella y J. han quedado con el tipo en la puerta de una casa unifamiliar. El tipo cuenta la pasta y se mete en la casa. Pasa un rato. Más rato. Otro rato. Llaman a la puerta. Llaman al móvil del camello. Nada. Se empiezan a inquietar. Llaman más a la puerta. Pegan sus respectivas orejas a la puerta, nada, cogen el pomo de la puerta, el pomo gira, la puerta se abre. Al otro lado de la puerta: un solar desierto. Gran cara de estupefacción de las dos. La gran risa congelada. Meten medio cuerpo en el interior del solar, completamente a oscuras. Nadie. Salen corriendo por la calle hasta coger la moto. arrancan y, aunque se tienen casi prohibido este insulto, gritan prácticamente a la vez: «¡Hijodeputaaaa!». Y salen del barrio riéndose a carcajadas, montadas sobre el sonido del tubo de escape y las risas.
* me parecía un campo como poco explorado por las historias de ficción con tías, más allá de Christiane F (MITO) y Despentes (toujours cool et violente). Quería investigar sobre chicas consiguiendo droga y como yo apenas lo he hecho, me puse a preguntar. Y enseguida aparecieron los camellos. Entre los sujetos y la droga siempre están ellos. Como dijo D: “Yo sé más de chicas que se meten en los baños”.