Últimamente he regresado a algunas prácticas que me devuelven a la adolescencia -y no ha sido de forma consciente-, sobre todo en lo que se refiere al tiempo libre. Me doy cuenta y me da risa: Sigue leyendo
Anoche acudí a la presentación del libro de Mercedes Cebrián, La nueva taxidermia -un libro al que quiero dedicar más frases que ésta, en otro momento-. En la calle, fuera de la librería, tuvo lugar este diálogo:
Un abogado al que no conozco: «Sí, vengo del trabajo»
Carolink: «Pues qué bien. Debes de ser la única persona de esta gran reunión con un contrato laboral. El contrato laboral es una entelequia».
El abogado: «Hoy he hecho un contrato laboral a una chica» (nótese, «chica»).
Carolink: «Felicitaciones. Espero que sea un contrato de trabajo digno sin condiciones precarias».
El abogado: «…»
Sigo haciendo amigos.
Elena Cabrera escribió esta entrada hace pocos días y suscribo cada punto y coma de su artículo, aunque el verdadero problema, al que no entraba en esta ocasión, es que ella y miles más estemos detrás de nuestras pantallas caseras esperando esa respuesta, ese «sí te lo compro», ese encargo bendito con el que sumar cuarenta, dieciocho, sesenta, cien euros por texto. Hay medios más benévolos que otros (y benévolo es la traducción literal de «voluntario» en francés).
Colaboro, como sabéis, desde hace bastante más de un año en el blog Estado Crítico. Lo que publicamos -salvo excepciones- es texto creado para ese blog. Habrá quienes lo hagan por visibilidad, relevancia, qué sé yo. A mí -como es el caso del programa– me parece un espacio útil para, no siempre teniendo el medio que saque mis textos, escribir críticas honestas sin presiones ni limitación de caracteres. Sin embargo, hay quien prefiere no colaborar con el blog y regalar ese trabajo a un periódico. Un periódico que solicita críticas literarias pero no las va a pagar.
Ésta debe de ser de las pocas actividades profesionales en que la gente se regala: no veo yo que lo haga la cajera del supermercado, ni el abogado de la ONG, ni el arquitecto de la obra. Es normal que nos tomen el pelo y lo único que nos ofrezcan, cuando buscamos un contrato laboral, sean situaciones de post-becario, «contrato de autónomo dependiente» (la broma máxima: tenga horario y obligaciones de oficina, no cuente con ningún derecho de empleado) o colaboraciones desde casa (ahórrome tus seguros sociales, tu espacio físico, tu conexión adsl y tus derechos).
Todos hemos empezado en las reseñas sin firmar y sin cobrar, quizá para acariciarnos el ego publicador o para enseñárselo a la abuela o para «hacer curriculum». Normal cuando se trata de estudiantes, de gente muy joven. Aunque en el escenario digital de hoy: ¿Por qué se lo regalas a una empresa?
¿Por qué no sumas tus esfuerzos a una red de creadores? ¿Por qué no te implicas en una radio libre, en un fanzine, en un proyectos común donde no mande el dinero? ¿Por qué no expones tus contenidos en proyectos públicos, con licencia de republicación, cita y remezcla? ¿Por qué no te quedas esos textos en tu propio espacio en lugar de dárselos a un periódico que está mermando la plantilla cada semana y después publica cuentas de resultados elegantes y saneadas?
Me encantó descubrir esta entrada de una periodista vocacional, sin embargo el ánimo y pasión contagiosos de su autora me hace preguntarme en cuántas de esas redacciones ha conseguido ser medianamente bien pagada. Uno de los comentaristas decía algo así como que el periodismo se moría porque el periodista se amarraba a la hipoteca y las comodidades. ¿Tiene el periodista que vivir en condiciones precarias hasta los 67 años para hacer bien su trabajo?
Un camino alternativo nos lo propone Carlos (en clave de humor, como más me gustan las cosas), real como al vida misma.
La poquita luminosidad del panorama me la dan proyectos como Periodismo Humano. Necesitan subsistir del pago colaborativo de sus lectores, así que si te importa el periodismo bien hecho y con enfoque social, no dejes de suscribirte por-lo-que-te-dé-la-gana. El día en que estos periodistas tengan que abandonar será un día muy triste, pero no esperes a quejarte entonces.
Aquí algunos (incluída yo) regalan su trabajo. ¿Necesidad de que exista el espacio que nos publique el periodismo en que realmente creemos, aunque sea a costa de la retribución? Es periodismo serio, es comprometido, está trabajado in situ, es de autor; sin embargo la mayor parte de ese contenido que difunden no sería comprado por ninguno de los medios tradicionales. ¿Por qué? No puedo dejar de pensar en ese sample al final de una canción del último de Mala Rodríguez, donde una voz medio rota recita: porque el ser humano todavía no cotiza en bolsa.
(De regalo) Música para el proletariado 2.0
La mayoría de las cosas que nos suceden -y menos mal- son efímeras. Incluso cuando estas cosas duran más de lo deseable -un duelo, una convalecencia-, van a tener un final. Nos parece, mientras están con nosotros, que no acabarán nunca pero, si no acabamos nosotros antes, llegará el día en que podamos mirarlas desde lejos y decirnos: «¡Qué mal lo pasé en aquella época!» (probablemente con un recuerdo bastante diluido del verdadero daño).
La ley se cumple tanto para la bueno como para lo malo.
La mayoría de las cosas que nos pueden llegar a suceder en el curso de una vida son pasajeras, he ahí un hecho. Las ciencias más o menos exactas y las humanas se han volcado, tradicionalmente, en el porcentaje de eventos que queda fuera de ese currículo: lo perdurable, las esencias, las leyes o la fatalidad. Así que el corpus descomunal de problemas que arrastra cualquier vida humana (hoy no tengo dinero para pan, mi pareja es un maltratador, mi hijo sufre una dolencia congénita) ha quedado como territorio huérfano de pensamiento y, por tanto, afín al arte.
Todo lo anterior fue escrito a vuelapluma en el recorrido del autobús 19 de vuelta a casa, después de bajar por un rato a La Casa Encendida. Sé que no es enteramente cierto: las vicisitudes del diario vivir son una de las ocupaciones de la Filosofía y sobre todo lo ha sido en el último siglo y medio, el tiempo que vivimos, en el contexto en que la Filosofía ha necesitado más que nunca reafirmarse en su autonomía; eso que llaman postmodernidad.
Me acerqué hasta La Casa Encendida porque el día estaba brillante y leí un aviso de ellos mismos, acerca del fin de una exposición (On & On). Lo que no sabía antes de llegar es que la exposición era precisamente una reflexión a cargo de una serie de autores sobre los conceptos de lo no permanente, lo fugitivo, la transformación, el devenir, el fluir y el cambio. Tampoco para el arte es nada nuevo y los propios comisarios (Flora Flairbairn y Olivier Varenne) lo cuentan en las hojas explicativas de la exposición, pero hoy me ha tocado especialmente el tema. Si esa afección de colon te va a acompañar toda la vida o si aquel abusón se ha dedicado a abrirte la correspondencia durante meses, no importa. Habrá otros momentos bellos y además debes dejar que vengan, en cualquier forma. También debes dejar que se pierdan (como lágrimas en la lluvia, and so on).
Uno de los momentos más bellos del día de hoy me ha sucedido dentro de la exposición.
Mirando en alguna de las salas, escuché cantar. Primero creí que alguno de los visitantes no se había -aún- sacado el modo karaoke de la noche anterior. O que necesitaba expresar su júbilo ante la transgresión de las formas y los conceptos. Me moví por el espacio buscando el origen de la voz, y lo encontré en la figura de una guarda de seguridad que, medio vuelta de espaldas a la pared (buscando quizá el eco perfecto de la sala, quizá el anonimato), cantaba:
This is propaganda. You know, you know.
El tono bello, la voz limpia, la melodía entre soñadora y tranquila. No podía creer que la guarda de seguridad no estaba ahí para ordenar a los padres agarrar por la mano a los niños, sino para cantar, cada pocos minutos, ese mantra cargado de sentido. Que a mí me ha transportado a ciertas evidencias y esencias, como por ejemplo que las novias que se casan son novias por un rato, después esposas, algún día viudas o malfolladas, y que nada permanece; y esa canción murió cuando salí de la habitación y pocas horas después, al cierre definitivo de la exposición.
Los que nos dedicamos a pensar en la cultura, aunque nos resistamos, nos dedicamos a una cosa tan efímera como esa breve estrofa silabeada en abstracto. Pero es bello saberlo y sobre todo es bello saber que, cuando no hay belleza, también se va a acabar, tarde o temprano.
Es oficial. Es ley. El color negro es perjudicial para la salud. Los médicos del mundo entero lo han demostrado pero, más importante que eso, los lobbies de la cultura del color lo llevan proclamando día tras día, en sus todopoderosas redes sociales, obstruyendo toda posibilidad de convivencia. Gente importante, que sufre lo que llaman obscurofobia, se ha organizado en contra de los negroadictos. Sé que no hay reverso a esta situación, y sé que soy y seré una apestada.
Están los que sufren ataques de asma, los que caen al suelo presa de convulsiones, y hasta ictus espontáneos se han achacado a esta causa. Depresiones y suicidios. Gente que saltaba por ventanas de cuarenta pisos de altura. Creamos a los expertos, que se preocupan por nosotros… Y no llevamos tanto tiempo temiéndole al negro: todo esto es de después de los años 30, lo sabéis, la Gran Crisis. Adoptamos masivamente el color en nuestras vestimentas y dejamos de preguntarnos si se trataba de algo cool, moda pasajera o resistencia organizada…
¿Os acordáis de aquella manifestación multitudinaria contra los constructores de Torre Espacio? Me resulta inverosímil que nadia haya señalado el hecho. Fueron dos millones de personas en la calle llorando la desaparición de las cuatro torres y seis mil muertos. Todas de negro. Aunque los trataron como una anomalía propia del dolor, yo vi ataques espontáneos de epilepsia aquel día, y también en las semanas siguientes. Después nos hemos quedado, una buena parte de esos dos millones, sin casa propia, sin trabajo, sin beneficiencia, sin nada.
No puedo decir por qué lo llevaban los demás. Yo visto de negro desde 1989. Sí, el otro siglo, que ya queda tan lejano. Pero he seguido vistiendo de negro, incluso cuando todo el mundo se decidió a olvidarlo: reformados en masa. Y, aunque quedamos sólo unos pocos, no habéis dejado de perseguirnos.
Ahora me habéis prohibido presentarme en ningún lugar público con una sola prenda de ese color. De ese no color. Me cubro las medias tupidas con calcetas hiladas a rayas que saco de los mercadillos, y si puedo sin pagar. Me acerco a un parque infantil y abro mi multicolor paraguas para cubrirme la cabeza: de cabellos negros, como veréis. Mi capacidad de adaptación llega hasta ahí. Podría cambiar mi fisonomía si me contáis que las narices ganchudas provocan pánico cerval, pero no pienso teñirme el pelo.
Si la calceta se me cae, me señaláis. Si la boina se desplaza, me señaláis. El asunto es éste y me da igual cuánta gente muera por decirlo en voz alta: yo sigo vistiendo de negro.
Sé cuál será el próximo paso, la escena siguiente: amargada por la mucha soledad, haré contacto con alguien en el bar, donde todo el mundo lucirá rosas fucsias, azules eléctricos y naranjas butanos. Me invitará a su casa o me lo llevaré a la mía, en la que hace un centenar de días que no entra nadie salvo yo misma. Me quitaré las calcetas, el vestido, la gorra de colorines. Quedaré delante de él con mis bragas y sujetador justo un segundo antes de que salte de la cama como si le hubiese picado un alacrán.
Denúnciame, le diré.
Sólo queda que me quite la ropa interior negra.
La situación que retrata esa frase la conozco bien. Esta crisis golpea no por igual a todo el mundo. Son unas pocas palabras sacadas a uno de los episodios de la parte central de El talento de los demás (Alberto Olmos) y supongo que se refiere, no lo sé, a la película En construcción de José Luis Guerin (2001). Lo mismo me da. Este va a ser el último post de 2010. Y acaba el año con muchísima debacle.
Me va a salir un post disperso y descentrado. Y sentimental. Vengo siendo just-a-working-girl desde hace mucho tiempo, pero hace menos meses lo convertí en… ¿cómo decirlo? Una marca. Cuando se me ocurrió, y me puse el burka ideológico, “parecía una buena idea”.
Durante el programa del lunes pasado, dimos en un hueso o callo o roca de granito al respecto de los derechos de autor, los copyright y los copyleft. Gratis no es lo mismo que libre. Pero libre quiere decir las más de las veces gratis. Cierro 2010 más pobre que una rata y, mientras en el Congreso (mal, en la Academia de cine) se reúne Álex de la Iglesia con “los representantes de los internautas” (mal, con representantes de la producción audiovisual y expertos contrarios a la «ley antidescargas») y te enteras de que hay una subvención millonaria para una película de la Ministra Ángeles González-Sinde (son dos hechos separados, pero no tanto), intento cobrar dos o tres facturas de hace ya varios meses (doscientos euros) para poder comprar algún regalo de Reyes Magos. Como vengo contando por aquí, trabajo del orden de catorce o dieciséis horas al día, y no veo el final del túnel nunca, ningún día.
El talento de los demás me hace entrar en una serie de cuestiones que ya me molestaban y obsesionaban hace tiempo, aunque este libro llega a ellas de otra manera. No dejo de tener trabajo y no dejo de tener una absoluta indisponibilidad financiera. Con lo cual quiero decir esto:
Versión dramatizada de mis ideas número 1
Escena 1
¿Se puede poner al teléfono el señor XXXX?
Lo siento mucho, está indispuesto.Escena 2
¿Puede pagar usted esta factura atrasada?
Perdóneme, mi cuenta corriente está indispuesta.
Pero trabajo y trabajo y trabajo. Y a veces pienso que la mitad del trabajo que hago es una condena autoimpuesta. Leer a ésta, a aquél, a aquellos. Luego comentar, criticar, reseñar, luego preparar programas, hacerlos, publicarlos, distribuirlos. Termino el 2010 y mi aportación a la “Cultura libre”, la que no interesa a nadie, es absurdamente grande para lo pobre que soy:
– aquí podéis encontrar quince o veinte artículos publicados en notodo.com a lo largo del año
– aquí las veintitrés reseñas que he publicado en Estado Crítico en todo 2010
– aquí cuarenta y tantos programas, a medias con Elena Cabrera, de nuestro podcast
– aquí los artículos con los que los distribuimos en Periodismo Humano, donde empezamos a aparecer en abril.
Mi queridísimo primo Miguel Ángel me suele regañar porque no escribo nada. Porque no termino nada de lo que empiezo, más bien. En verdad, escribo todos los días, un par de posts, muchos apuntes, cuarenta anotaciones, artículos breves… Tengo otro buen amigo que me regaña de vez en cuando, y me dice que vale más un libro malo que cien artículos cojonudos. A él no le hago mucho caso. Escribiré, algún día, como escribía cuando tenía dieciocho y veintidós, pero no será un libro malo.
No puedo dejar de atravesar esta crisis pensando, y escribiendo, y ya veremos por dónde sale. El autor no vale un minúsculo comino, eso ya lo sabemos, pero algunos ya tenemos los suficientes años para cabrearnos por la estupidez que viene adjunta alrededor del mundo literario/editorial. Tanto, tanto nos cabreamos, que esta crisis actual significa que estoy empezando a desear no tener que leer ni reseñar nunca más a nadie. Que me dáis igual todos.
Que los desvelos y la falta de sueño que me gano por estar leyéndoos no me merecen la pena. Salvo, eso sí, por conocer a alguna gente muy válida. Estupenda. Pero yo no como gente. Mis hijas no comen gente. Yo soy una obrera. Yo tengo que tener un sueldo. Un sueldo inexistente, una quimera, la entelequia de conseguir un contrato laboral, que persigo desde hace casi ocho años, que no existe, que me esquiva, que se me hurta siempre en el último minuto.
Obrera. Sí, de las ideas. Sí, de lo más abstracto. Abstracto es el dinero, pero ése no viene a mí. Quisiera trabajar con las manos:
Versión dramatizada de mis ideas número 2
¡Anda! ¡Si trabajo con las manos! ¡Si todo lo que hago lo realizo tecleando en este ordenador!
No, no iba por ahí la cosa, ¿sabes instalar una puerta?
No
¿Has tenido que pagar por instalar una puerta?
Sí
¿Cuánto has pagado?
120 euros
¿Cuánto tardó en instalarla?
Una hora
¿Cuánto cobras por una reseña?
Entre 12 y 100 euros, dependiendo del medio.
¿Cuánto tardas en escribir una reseña?
Sin contar la lectura, entre dos y cuatro horas.
Qué obrera más triste eres.
Sí, ya lo sé. ¿Qué hago?
Buscarte la vida de otra cosa.
¿Qué da dinero?
¿La prostitución?
Hoy lo he dicho por muchos medios. Tiene que parar ahí. Tiene que parar ahí. Tiene que parar ahí. No podemos seguir aceptando ciertas barbaridades y atropellos. Tiene que parar ahí. Tiene que parar ahí.
Desde hace diez días al menos, no puedo parar de ver este vídeo:
Como consecuencia natural, he escuchado casi ininterrumpidamente toda la discografía de Franco Battiato (la disponible en spotify) desde entonces, en random, encontrándome con grandísimas canciones ya conocidas (Nomadi, Bandiera Bianca) y otras muchísímas que no había escuchado nunca. Recuerdo haber tenido, en la época cassette, uno de esos recopilatorios de Battiato cantado en español (no sé si todo o en parte), porque hasta donde yo sé nadie hizo el menor caso a esta bestia parda en España hasta que le dio por grabar Nomadi en nuestro idioma y el vídeo fue pasado asiduamente en La bola de cristal.
Después, desconecté de Battiato, en la medida en que lo encasillé en una canción melódica vagamente transmediterránea; su hermosa voz y su nariz doblemente hermosa seguían siendo las mismas, pero se trataba, creo desde lo lejos, del tipo de artista que continúa viviendo de la fama ganada años atrás (hay una versión en directo, se puede ver en youtube, de Centro di gravità permanente, en la que duplica el tempo y carga las tintas con una sección orquestal de cuerda… too AOR).
Así que lo escuché mucho cuando tenía diez o doce años y paré. Ahora estoy descubriendo al Battiato que grabó discos desde ¡1965!, tiene pasajes de verdadera experimentación sonora, y era capaz de cantar cosas como Non sopporto cori russi / La musica finto rock la new wave italiana / Il free jazz punk inglese / Neanche la nera africana.
El vídeo de Centro di gravità permanente, que me mandó un amigo (desconocido, pero conocido desde los años flickeros), me ha hecho cambiar por completo mi visión de Battiato: histriónico en su seriedad, capaz de la autoparodia, bailarín de tremenda coreografía de vanguardia, ridículo y potente, hermoso, ¡joven! y sin gafas. Ahí donde mira frente a frente a cámara (jamás moviendo los labios en playback), parece querer decirnos: «soy una estrella del pop pero me estoy riendo de vosotros, de vuestras creencias y ambigüedades, de toda la bastarda falta de chispa crítica con la que asumís el mundo y os cambiáis de chaqueta día tras día»; ese gesto, ese rostro resumen una actitud desafiante, anticomplaciente, ácida y punk, que me parece hoy no necesaria, sino imprescindible.
Al mismo tiempo, todo esto entronca con la propia rabia que genero dentro, que no sé de dónde viene, y con la lectura compulsiva de Vida y opiniones de Lector Malherido, quien, se me antoja hoy, se encuentra bastante representado en la letra de Centro di gravità permanente. Yo no sé lo que es una opinión contundente. No estoy segura de nada, no me apego a ningún proyecto, no tengo la más mínima certeza, ni siquiera de estar aquí ahora mismo escribiendo esto frente a una pantalla de portátil, ni siquiera de estar escuchando en random la discografía completa de Battiato. Yo no busco un centro de gravedad permanente, aspiración que Battiato y yo sabemos que es una entelequia; me basta con poner en mi altarcito de dioses paganos la beligerancia humanística de Battiato, para siempre. Mis obsesiones dan para esto y no más.
El lunes pasado publiqué una reseña en notodo.com sobre la novela Escuela de sueños, de Sara Stridsberg (451 Editores). En estos mismos días, apareció otra crítica del libro en el número 160 de Qué Leer. El miércoles 1 de diciembre colgué por primera vez mi firma en el suplemento cultural que más me gusta de todos los que salen en la prensa española (¿debería decir catalana?). Y el tema de esa pieza también estaba sacado de la misma novela, en la que la autora sueca reconstruye imaginativamente la vida de un personaje anómalo y fundamental del devenir feminista del siglo XX: Valerie Solanas. (Si alguien siente curiosidad, tiene el texto aquí y aquí para su lectura).
He de decir varias cosas: que tuve conocimiento de Escuela de sueños a través de Elisa G. McCausland (recomendación personalizada, no se equivocó); que Solanas y el Manifiesto SCUM estaban anotados entre mis intereses desde hace ya muchos años (no sé cómo llegué a él, a través de alguna disquisición de la época 1.0 de este blog, me parece); y que el título de la entrada me lo dio JC, quien es también el responsable de que hoy pueda tener una carpeta «Cultura/s» en los documentos de «Colaboraciones».
A riesgo de ser cansina, puedo continuar: buscaba «nuevos modelos masculinos» en el programa de hace dos semanas. Aquí el post en el blog del programa, aquí el texto en Periodismo Humano. Caprichosamente, tal vez, me interesaba indagar cómo se ven a sí mismos algunos «jóvenes» escritores, y qué modelos hacen encarnar a sus personajes masculinos en sus novelas. Una bonita bofetada conceptual me llega en ese espacio:
«A ver si va cuajando la idea de que somos ya muchos y muchas los que no vamos buscando “modelos”; ni masculinos, ni femeninos, ni todo lo contrario.»
Comentario de Luis.
Si bien no hace mucho era de las que pensaba que las categorías femenino/masculino debían de estar superadas y que de poco nos iba a ayudar a la «normalización» la existencia del mayor dedo apuntador de todos, el reabsorbido Ministerio de Igualdad, hoy no soy de esa opinión, en absoluto. Me crecen los enanos del circo cada día, y el documento «La vida sin hombres» aumenta en longitud con referencias que debo constatar. Iremos tras ellas poco a poco, básicamente porque estamos llegando a un punto en el que las mujeres (de mi generación y más jóvenes) están olvidando lo que les corresponde, por puritito cansancio o por la muy postmoderna actitud de «estamos de vuelta»; yo no busco el feminismo por decreto en las aulas, sino aniquilar el adocenamiento.
Por un mundo sin categorías
El Manifiesto SCUM hay que leerlo y aplicarlo: no, no me refiero a aniquilar al sexo masculino. Quisiera, de veras, aniquilar el concepto, la categoría epistemológica. Si desaparece uno de los sexos, desaparecerán la lucha, la tensión, la desigualdad y el abuso. Algo de lo que digo en ese artículo del Cultura/s es que Solanas debería haber escrito el Manifiesto en formato de ficción: habría colado como con vaselina.
Que ni quiero ser hombre ni quiero ser mujer (por algo me coloco el burka de trabajadora), que quisiera dejar de saber el sexo del que ha escrito aquello, ha producido tal película, ha emitido tal barbaridad; que la última de las cosas que me importa en lo creativo es qué tiene entre las piernas su autor/a: es un hecho. Pero que en el mundo aún son categorías -puede que más que nunca- y etiquetas de mercadeo: son dos hechos.
A esto dedicaré otro post, otro día, con ideas y diálogos socráticos (sí, a veces, también de eso hay) que surgen espontáneamente en twitter. Os dejo una bonita anécdota de ayer mismo: mi hija de cinco años anda aprendiendo rudimentos gramaticales. Y me señalaba el género de las palabras que tenía en una ficha fotocopiada:
vaca: femenino; sol: culino.
Después de corregirle, me di cuenta de que le sucede con otras palabras (sobre ese magnífico plato italiano de láminas de pasta y salsa boloñesa, piensa que la primera sílaba es el artículo y dice «me encanta la saña»); y me di cuenta además de que -la etimología ahora no viene al caso- la palabra mas-culino lleva un aumentativo impropio, cargante e indecente. Y que es fea de cojones.
Escrito al entrar: La idea de que Gabriela Wiener, la escritora y periodista que vive de contar en primera persona las más sucias gamberradas, siente pánico ante la idea de exponer sus intimidades de pareja ante la audiencia.
Eso mismo pensaba minutos antes de acceder a la Sala de Juntas del Círculo de Bellas Artes, el sábado del Festival Eñe, porque esos minutos se alargaban y unas cuarenta o cincuenta personas esperábamos en la antesala. Yo no sabía por qué.
Que escribir es un vicio pernicioso y, a veces, un solipsista método de desnudamiento, es algo que algunos de mis lectores saben. Que cualquier lector de blog “personal” sabe. Algunos conocerán a la simpar Gabriela Wiener (a la cual dediqué unos cuantos textos tras la lectura de Nueve Lunas), unos cuantos menos conocerán a Jaime Z. Rodríguez (quien, para mí, hasta hace bien poco no era nadie).
Hoy es el director de la revista Quimera, y he de decir que la revista me gustaba en su etapa anterior, pero que Jaime está invirtiendo y experimentando para que me atrape cada día más. Antes de ese hecho, desconozco a qué se dedicaba. Pues, al contrario que su pareja, no pasa buena parte de su jornada contando su vida al mundo.
No es un caso demasiado común éste: es ella la que tiene mayor visibilidad social (en lo literario), dos libros publicados y ampliamente comentados (Sexografías, el mentado Nueve lunas). En el Festival Eñe, fuimos citados por la pareja para una “acción” en la que nos contarían sus interioridades: Dímelo delante de ella.
JAIME: No somos actores. Yo dirijo una revista literaria
GABI: Yo trabajo en una revista que regala pelis porno.
Quería, necesitaba saber qué tramaban entre los dos: hasta hoy -salvo por algunas de las barbaridades gonzo a las que Gabi ha logrado arrastrar a su marido- no conocía experiencias literarias de la pareja. Y nos prometían desnudar sus chats íntimos.
Lo hicieron entre los dos, con cuatro manos, dos webcams, dos pantallas que proyectaban sus gestos y reacciones, un diálogo que estaba a medio camino entre el vodevil televisivo y la literatura epistolar amorosa. Con mesura y afán exhibicionista a partes iguales, nos hicieron llegar una selección de fragmentos de los cientos de chats que debe albergar, después de diez años de convivencia, la inmensa barriga (y engordando) de los respectivos gmails.
A través de diversos episodios, sin hilación cronológica, de su vida en común -incluyendo traslado a España, vida en Barcelona, pinitos literarios, primeras publicaciones de Gabriela, cambios de casa, nacimiento de Lena…-, nos contaron todo eso anclándose básicamente en su literatura común, con un emisor y un receptor únicos: ahora, de pronto, revelada. Ella nos tiene acostumbrados, él no tanto; pero en mi interior no pude sino asistir, cada minuto más tocada y violada íntimamente, al desnudamiento de los grotescos fenómenos que se dan al interior de cualquier pareja. Al interior de cualquier pareja que tiene, al menos uno de ellos, afanes literarios. Gabi, sin pudor, se enseñó como la mujer adicta a la admiración y fanática del piropo. Jaime, con pudor, mostró un poco de sus ambiciones poéticas y los sentimientos de frustración que, durante años, ha acumulado, por apuntalar el desarrollo creativo de ella.
“¿Quieres ser escritora? ¿Quieres ser escritora? Pues ¡escribe!”
Podría ser un diálogo de una sitcom o de uno de esos filmes muy dramáticos con patologías psiquiátricas diversas entre sus personajes. Lo cierto es que es parte de mi vida íntima y, a medida que se desarrollaba la charla/acción mutante de Gabriela y Jaime, más me gritaba en la cabeza, ésa y otras cosas que en otros tiempos tuve que escuchar.
Ese día, durante la escenificación de Jaime y Gabriela fue como si mi historia hubiese tenido una alternativa; un “si usted desea ser escritora, confíe en su pareja que le va a ayudar y pase a la página 205”.
Y siete años más tarde esa persona está un poco cabreada y frustrada por no haber podido hacer ninguno de sus saludables planes, pero tú has sido persistente y talentosa y trabajadora y tienes por ahí un par de libros con tu nombre en el lomo.
Y seguís juntos.
La idea de la acción, al parecer, se la dio Jorge Carrión a los dos. Aunque este territorio carnoso, sexual, fustigado por libidos enormes, abigarrado con pañales sucios, castrado por la apretura económica, asfixiado en frustraciones asombrosas y miserables, probablemente refleje a muchas parejas del orbe, pocas se me ocurren que podrían haber contado cosas tan rotundas. Sin parecer Pimpinela, aunque quisieran.
Hay una escena en su performance que (me) puso los pelos de punta. Ellos se pelean. De verdad. El ego de uno y la paciencia del otro. Demasiado real, demasiado humano, demasiado bien escrito porque son dos escritores como la copa de un pino. Demasiado vivido.
Pero desde un buen principio ellos nos lo advirtieron:
GABI Esto no va de literatura, va de amor.
JAIME: Esto es definitivamente un acto de amor
Probablemente, escribir no pueda ni deba ser otra cosa.
Escrito al salir: Esto que han hecho Gabriela Wiener y Jaime Z. Rodríguez ha sido sencillamente impresionante. Claro. Sucumbo a la lágrima o salgo corriendo a emborracharme. Lo segundo.
“Joder, es que me gustaría ser invisible. Es que me gustaría mirar a la gente sin ser mirada” (escribía mientras alguien hacía click):
Abro con un twitt. @elenac recibió el Festival Eñe escribiendo: “La fiesta de la literatura es una expresión tan sanguinolienta y capitalista como la fiesta de los toros.”
Entre ir y no ir, preferimos ir. En mi caso porque podía. Es cierto que la idea misma de un festival de literatura es algo extraña. La literatura, y no deja de ser cierto este lugar tan común, es un proceso de intimidad absoluta. Este tipo de actos obligan a sus creadores a la verbalización, la puesta en escena, incluso la performance. Antes, durante y después del “festival”, le anduve dando vueltas a la idea de que no puede ser sencillo para muchos asumir este lado espectacular. El desarrollo del festival me fue confirmando algunas de mis sospechas. Encontré quienes se toman el lado performático de una manera bastante natural, incluso generando “shows” que corren paralelos a sus libros. Encontré también los que encaran este “pasaporte a la fama” como quien se encamina al matadero: suben a su estrado, leen una conferencia, no abren turno de preguntas con el público, se marchan.
Sobre el tema de los formatos, que a mi socia le viene preocupando desde hace mucho, también habría bastante que decir. No sólo tuvimos la altura del escenario (entre cuarenta centímetros y casi un metro en algunas salas del Círculo de Bellas Artes), más la altura de la mesa, ahora también tenemos la pantalla de los portátiles como tercera barrera entre el público y el escritor. (Que ponga escritor todo el tiempo en masculino tiene, también, su porqué). Quizá no se dan cuenta ellos, poco habituados a la escenificación, ni recala en el asunto la organización, porque conceptualizar un “festival de literatura” debe ser tan difícil como “bailar sobre arquitectura”, que diría Zappa. Esa tercera pared era (por ejemplo, en la Sala Valle Inclán) un obstáculo de frialdad casi insalvable. Se ha notado en esta edición, eso sí, una instrucción generalizada por incluir multimedia: o, lo que es lo mismo, apoyo de audiovisuales que se han quedado, en las conferencias a las que yo asistí, en “visuales”, a menudo un slide-show de fotos fijas.
Eso no es una performance. Al menos yo tampoco se las pedía.
La rockerización del escritor
Entré, tal como llegué, a escuchar a Max y su “La triple, súbita y radiante primera manifestación escrita de la eñe”. En el texto que leyó, redacción bastante tópica (“la maraña ensortijada”, creo recordar, de algún pelo) y dibujos, claro, para mi gusto con demasiados chistes fáciles. Él fue uno, creo, de los que no estaban a gusto en el papel de ventrílocuo.
Algo después, la conferencia de Guillermo Saccomano fue para mí el primer acierto: reflexionó con buen tino sobre las creaciones de H.G. Oesterheld y su figura de “escritor popular”. “Se debe nivelar hacia arriba”; “el cómic es un género mayor, porque tiene un público mayor”; “el héroe es siempre colectivo”. Fueron, pena que leídos, un buen montón de zas a la gloriosa alta cultura, que muy bien podría haberse apoyado en el reciente texto de su compatriota Tabarovsky. Tampoco le hizo falta. Su mención del personaje Ernie Pike me hizo reflexionar sobre la reciente moda de gonzorizar toda aportación propia a la narrativa, al periodismo y la autobiografía. Cuando esta práctica, la del periodismo autobiográfico, se hace omnipresente, primero, deja de parecernos novedosa, pierde nitidez su fulgor; y, segundo, se relativiza su aporte: no pueden ser más interesantes las vivencias de un periodista que lo que de verdad se ha ido a contar, no siempre. Al día siguiente, Julián Rodríguez dijo que su narrativa nace de un “cansancio del yo”, qué curioso.
Patricio Pron se hizo con el micrófono de las preguntas del público en esa conferencia; de lo que puedo recordar, se enzarzaron en un diálogo interesante, pero ya conocido, sobre la ambición editorial, el trabajo de medro social en pos de un libro, la apariencia de escritura antes que la escritura, etc. Escribiendo esto me viene a la cabeza la lectura que hacía un compatriota de los dos, César Aira, sobre el personaje Alejandra Pizarnik; según él, la joven poeta tuvo en todo momento tan claro su objetivo y la forma de conseguirlo, que pasaba más tiempo en los cafés y las tertulias que creando su obra. A toro pasado (leí ese libro en 2004) me parece que Aira hablaba de otras personas.
Saccomano dio, a mi parecer, con uno de los greatest hits del festival, al referirse a la proliferación de “novelas de escritores, siendo como es el oficio más aburrido del mundo”. La escritura no puede cerrarse sobre sí misma (y de eso estuvimos hablando hace algunas semanas con nuestro invitado Santiago Lorenzo sobre su debut, Los millones).
En algún momento de la tarde también me senté a escuchar a Patricio Pron con Marcos Giralt Torrente. Se hicieron preguntas entre ellos, uno asumiendo el rol de “abuelo”, otro el de (lo lleva dentro) escritor showman. Se enzarzaron en una bastante inútil diatriba entre antes/después, pronto/tarde; le señalaba Pron a Giralt Torrente que comenzó “tarde” a publicar (a los veintisiete). Pron debería dirigir, sin dudarlo, el remake de La fuga de Logan y exterminar a todo escritor que se acerque a la treintena.
Entre los showman del Festival más «integrados» cabe mencionar a Javier Calvo con su Suommenlina en directo: música y recitación, algo valiente desde el punto de vista literario; pero ya conocido -si lo vemos desde el aspecto musical y de performance– para quienes vimos en directo a Mar otra vez, Vamos a morir o 713avo Amor, que creo que a Calvo le habrían gustado mucho. También Eloy Fernández Porta: y aunque me gustó su acción, pienso que (pasa igual con Calvo) no funciona autónomamente. El discurso de Fernández Porta es cada día más sofisticado, la «escena» lo hace parecer menos. Sus cambios de sombrero me encantaron.
Este año no pensaba entrar en nada que a priori no me pareciera interesante. Por eso mi experiencia del Festival Eñe fue -ya lo digo- una experiencia muy sesgada, con pocas conferencias, sin estrés, y sin embargo con bastante decepción.
En busca de amor
En la conferencia de Juan Bonilla encontré quizá el primer caso de ponente que está a gusto con el tema que le han asignado, tiene bastante que decir, se abstiene de florituras multimediales, le honra la autoparodia (“ahora es cuando dejo de leer y comienzo a tartamudear”, en efecto), se comunicó en un nivel “igualitario” con su público (“sé mucho de los futuristas pero muy poco de las máquinas”) y nos dejó, sin ningún afán caricaturesco, alguna broma agridulce sobre los desmanes de los poetas acercándose al poder.
Habló de las aspiraciones de la poesía: «no hacer inmortal al poeta, sino hacer inmortal al lector«. Me quedé con este mantra tan divino, que baja del parnaso al creador y pone el acento en la turba que lo alimenta. Porque también dijo Bonilla (de quien tengo su primer libro de cuentos, con ex libris de 1996) que “escribimos poesía para que nos quieran más”. Pocas declaraciones de impotencia y necesidad hay más entrañables que ese “…pero no sirve para que me quieran”, de la amiga Pizarnik. A quien nadie citó.
Van pasando las horas. Connolly, Piglia, Aria. Fresán, Salinas, Rimbaud. Cernuda, Clarín, Maiakovsky.
Mujeres de papel
“El autor”, “el autor y su novia”, “autor que publica y puede por tanto conseguir mujeres…”. Ellos no se dan cuenta.
Entro el sábado en el Círculo de Bellas Artes, me faltan quince minutos para no sé qué conferencia, voy a la segunda planta con idea de tomarme un café. El camarero tras la barra y el que está en las mesas bromean respecto a algo intrascendente; al medio, entre los dos, yo espero ser atendida, ellos se tratan con una familiaridad impropia de un sitio que te cobra 2,40 € por un café. En medio de la broma, el gañán número dos decide incluirme: “¿Qué va a pensar esta pobre mujer?”, y yo que rebrinco y contesto: “De pobre nada”.
Aunque probablemente él gane lo que yo no.
Hasta el sábado a las cinco y media de la tarde no vi una mujer en el estrado del conferenciante (porque, también es verdad, ni pensaba asomarme a lo de Almudena Grandes, y otras mujeres que estuvieron antes tuvieron horarios asesinos). Lástima que la primera conferencia con una mujer protagonista a la que entro, la de Elvira Navarro, le saliese tan atropellada, los nervios se le subiesen a la laringe y no acertase a desemarañar las ideas tan sugerentes sobre «ciudad y escritura» que sí supo apuntar. Navarro habló de la necesidad de “encontrar territorios narrativos propios, aunque esto suene petulante”. Eso lo dijo ella. Y no él.
Veo en todos lados -y algunas conferencias, como la de Juan Bonilla o la de Julián Rodríguez, son extremadamente nutridas en ellas- a mujeres. Yo diría que el público es femenino en un setenta por ciento. Y las veo en las filas para recoger dedicatorias. Y las veo en los pasillos. Y están maquilladas y arregladísimas. Y no se suben al estrado. Este año ha existido además un recorte sustancial en las posibilidades de subir/no subir. Básicamente, era necesario ser escritor ya editado en Mondadori/Anagrama/Seix Barral. Nada de indies. Nada, nada de voces conocidas exclusivamente por los sabihondillos de la prensa cultural.
Y siguen pasando las horas: Giusseppe Tomaso di Lampedusa, Julio Ribeyro, Borges, Bradbury, Murakami.
Entro más tarde en una charla bastante sugerente de Javier Montes al hilo de la película The Clock, de Christian Marclay.
Siguen citando. Manrique, Kipling, Gombrowicz, Perec, Baker, McCarthy. ¡Dora García! Por primera vez en mi experiencia de este festival, se cita a una mujer.
Tuvo que ser Gabriela Wiener la primera que pusiera el nombre de una escritora (insisto, en mi festival) a resonar en el aire: y fue Sylvia Plath. A Wiener y su «acción» junto a su marido Jaime Z. Rodríguez dedicaré otro texto.
“Es muy tía”, me dijo una amiga el día que se puso a leer los últimos libros publicados por Julián Rodríguez. “Literatura de la incertidumbre (y del fracaso)” comenzó diciendo él mismo al principio de esa entrevista/conferencia. Puede ser que su forma de entender el mundo sin aristas, sin agarraderas firmes, lleno de recovecos, de dobleces, sutilezas, lecturas jamás unidireccionales sea muy “femenina”. O desde luego es todo lo contrario de “masculina” y no es que me haya dado por leer todo de través desde los sexos. Que me importan un pucho, que diría mi querida mamá chilena. Puede ser que por eso me siento tan cómoda (dentro de la incomodidad) en su literatura. Lástima que llegasen a esa entrevista conceptos como los “exotismos” de los que, a mi parecer, Rodríguez no pone nada de nada; también le preguntaron por “la figura de la mujer”: en lo que he leído de este escritor la mujer es de todo menos “figura”.
De la entrevista a Rodríguez salí anímicamente hundida, sin motivo aparente, aunque yo sé dónde estaba. Como justo después tenía lugar la charla de Robert Juan-Cantavella con Curtis Garland, hice acopio de ánimos y entré. Para no arrepetirme, claro que no.
El SEO del escritor
“Ya hubiese querido yo ver a muchos escritores escribir cinco y seis libros al mes”. De todos los momentos del Festival Eñe, me parece que el aplauso que se llevó Juan Gallardo (aka Curtis Garland y cien seudónimos más) fue el más cariñoso y entregado. En mi verborragia interior me dije: “Lo que queremos ver aquí no son bufones, son escritores”, por eso aplaudimos a este octogenario de gorra y sonrisa postiza (digo, dientes nuevos) absolutamente auténtica y agradecida por el calor que le otorgaban su partenaire y el público.
“Esto es un coñazo. ¿Está interpretando al personaje desde entonces -la temporalidad inscrita en la serie- o es una exégesis? ¿¿Desde la autocrítica, desde la autoconmiseración, desde la autodeterminación?? Es hiperrepetitivo, no añade nada, no está haciendo ni lectura ni interpretación, y lo de “hijo de puta” lo ha repetido seis veces”.
Al crudo, estos son los apuntes que me inspiró cierta conferencia. Estaba tan cabreada que me levanté tan pronto terminó de leer y salí.
En la noche, mi socia le puso apellido a aquello: “Fatal”. Son cinco, de cientocuarenta caracteres, en los que resumió su viernes eñe.
Ahora me salgo del festival y me voy a otro tema. El Search Engine Optimization de la web se llama desde hoy, en literattura, Super Ego Optimizacion. No pienso dar ni nombres ni iniciales (*), pero nuestro escritor entra al trapo con su resumen resumidísimo en twitter y le contesta vía e-mail. Es correspondencia privada y no voy a reproducirla, pero como el asunto ha hecho crecer mi indignación (la del apunte en crudo), aún dura la resaca y la cuento; no como denuncia, sino como (mal) ejemplo.
Así que el adjetivo «Fatal» en ese mensaje público insta a nuestro escritor a «defenderse» por correo electrónico. Argumentos tales como que una periodista cultural no debería tomarse a la ligera el trabajo de horas y días para escribir esa conferencia. Esa «performance» que «no estuvo nada mal». El rocambolesco intercambio tiene más de un episodio. En el último de ellos, la altísima benevolencia de nuestro escritor decreta básicamente que «no entendimos» su intervención.
Del apergaminado cipotazo que nos da nuestro escritor, saco dos conclusiones: una, que estos escritores deberían pasar más hambre antes de llegar a los estrados de conferenciantes. Dos, que están atragantados con las nuevas tecnologías de la comunicación. Ahora me pongo el otro disfraz, el de comunicadora en medios sociales y doy una mini-conferencia gratuita (y Creative Commons): amigo escritor, una mala crítica (una palabra, cinco caracteres, en un twitt) no es una crisis de reputación online. Y, si lo fuera, contestar a ese comentario debería haber sido:
uno, público; denota que estás vigilando lo que dicen de ti, denota falta de seguridad en ti mismo;
dos, preguntando por qué mereció el adjetivo «fatal»;
tres, no tratando de imponer tu interpretación: llamar «performance» a leer mientras proyectas fotos…;
cuatro, lo último es llamar a tu cliente (tu lector, en este caso) tonto, o tonto y medio, porque no supimos entender tu grandeza.
Que, perdónenme, fue una mierda. (**)
Estoy en medio de la lectura de un libro llamado No sufrir compañía: el silencio es el vehículo de la sabiduría y tanto como callo, aprendo. Así que me callo ya y cierro con un twitt: “Si lo que haces es o no calidad lo dirá el resto, aunque lo seas y deja de hablar de ti mismo como si fueses una multinacional.” @littlepollo
* Donde no pongo nombres es anti-SEO.
** Como podéis comprobar, mi productividad bloguera aumenta por 1000% los fines de semana en que me quedo sola.
Lo de Just a working girl deviene de etiqueta y título de canción en mantra omnímodo. Voy a intentar no ser demasiado llorica en esta entrada y hacer, como hace a menudo mi socia Elena, periodismo desde las circunstancias privadas.
Trabajo desde las ocho de la mañana (hora en que salgo de la ducha) hasta las doce o una del día siguiente, todos los días, de lunes a viernes; sábados y domingo trabajo, con un horario un poco más relajado: comienzo a las diez y acabo a las tres. Pocos admitirán que lo que hago durante esas catorce o quince horas sea exclusivamente trabajar. Es lo que hago. Pongo desayunos, recojo la cocina, acompaño a mis hijas al colegio, me dedico a mis tareas profesionales, busco nuevas salidas, recojo a las niñas del colegio, pongo meriendas, me sigo dedicando a mis tareas profesionales, busco nuevas salidas, otra vez, leo y tomo notas durante la pausa del cigarrito, pongo lavadoras, las acompaño a sus clases extraescolares, paso la escoba por el suelo, paso el plumero por los muebles, pongo orden en su cuarto, pongo orden en mi mesa, voy a la compra, baño a mis hijas, contesto sus preguntas, les ayudo con los deberes, cocino algo para la cena…
Me obsesiona un tanto mi gestión del tiempo y sobre todo el aprovechamiento monetario del tiempo. De esas catorce o quince horas, apenas seis o siete son de trabajo remunerado diariamente. Dado que, además, mi sector está absolutamente por los suelos en tarifas profesionales, no me llega ni para pensar en contratar ayuda.
A mí esta situación no me incomoda, pero por mi forma de ser y mis enfoques no tengo más remedio que planteármela, a ser posible desde el punto de vista filosófico. Por ver si encuentro algo a lo que agarrarme. En el pasado, una mujer que se quedaba sola con sus hijos tenía a su alrededor una red -más extensa o más reducida- de conexiones y ligamentos familiares. Tampoco existía una presión social sobre la madre para ser, además de cuidadora y alimentadora total, compañera de juegos, amiga, cómplice. La madre autoridad, la madre alimento, la madre criada, la madre colchoneta.
Hoy hemos de ser todos esos roles del pasado, además de unos cuantos más del presente. Si la figura paterna desaparece, habitualmente -salvo en los casos críticos- deja una estela económica en forma de «pensión de alimentos». Sin embargo -y, otra vez, salvo en los casos de burguesía aguda- nunca esa pensión de alimentos permitirá una vida cómoda a una familia monoparental, no sin el trabajo de la parte femenina.
Y es normal que así sea.
Existe algo llamado “pensión compensatoria”, diseñada por las eminencias juristas para paliar en cierta forma la situación de deterioro económico en que queda la madre cuando ha abandonado durante cierto tiempo su labor profesional para atender la crianza de los hijos. Yo abandoné mis tareas durante, exactamente, cinco meses.
Estamos hablando, además en mi caso, de un ejemplo transparente de precarización de la clase media profesional. Cuando volví de Chile, hace ahora ocho años, no tenía ni idea de que el título que allí me había servido para obtener cierta consideración en el incipiente mercado laboral de las nuevas tecnologías, aquí me iba a servir como mantel individual para recoger las migas de pan -duro- de las cenas. Como, además, llegamos a Madrid en pleno alzamiento nacional de la santa Burbuja (yo espero que los del ladrillo sigan como Sísifo, eternamente, atados al vil material y descendiendo a los infiernos con su peso), tampoco pudimos optar nunca a una casa en propiedad. Matizando: no quisimos atarnos a ninguna propiedad por la cantidad de renuncias que implicaba. En el caso de haberlo hecho (hubo, en su momento, docenas de entidades bancarias que nos habrían prestado, amablemente, el triple del valor real de la vivienda cochambrosa a la que podíamos aspirar), tampoco tendríamos nada, salvo algunos intereses pagados, ocho años después.
Éste no es el tema. Tengo la custodia exclusiva de mis dos hijas, una pensión de alimentos y dos fines de semana (cuarenta y ocho horas cada quince días) en que ellas disfrutan de la compañía de su padre y yo de soledad. ¿Qué pensáis, buenas, nuevas, futuras, viejas madres? Porque tengo entendido que la mayoría de las mujeres que se divorcian hacen todo lo posible para alejar al padre de sus hijos. No es mi caso. ¿Qué pensáis, buenos, nuevos, futuros, viejos padres? Porque también me cuentan que la mayoría de los que se divorcian prefieren veinticinco años pasando dinero que ocuparse personalmente de las pequeñas minucias cotidianas, trabajosas y no remuneradas que implica criar a los hijos.
Por supuesto que existen circunstancias mucho más horribles. A una persona que conozco, su ex pareja le arrebató la custodia de su hija, aportando un diagnóstico no contrastado de enfermedad mental, con tal de no tener que pasarle pensión de alimentos a la madre. De su depresión ha nacido un despido, de su despido ha nacido una mujer en una situación aún más precaria que la mía, y obligada además a vivir sin su hija.
En mi trabajo/investigación/aúnnoséquées La vida sin hombres anoté estas dos direcciones con las que me he topado recientemente: ProJusticia parece ser una asociación medianamente organizada, que convoca actos periódicos en pos de la “custodia compartida”. Los descubrí con una pegatina llamando a la movilización en una señal de tráfico. Busqué su página. En primerísima línea de blog se puede leer: Custodia Compartida sí / Denuncias falsas no / Síndrome de Alienación Parental no / Derogación de las leyes de género (sic).
No me voy a detener en el análisis textual de lo que proponen pero se trata de una “asociación” de padres que busca promover la conciencia social en su causa. Si miro un poco en su interior -“la mayor maltratadora de niños, con enorme diferencia, es la madre. O mejor dicho, algunas madres”, matizan- me empieza a dar náusea. ¿Quieren estos señores la custodia compartida para no pagar una pensión de alimentos?
Pero nunca, nunca llueve a gusto de todos. Algunos jueces y algunas comunidades autónomas están amagando con imponer la custodia compartida cuando se separan los progenitores y surge: No a la custodia compartida impuesta. Estos otros (no sé si hombres, mujeres, o mixtos) también tienen datos, estudios de toda Europa y resto del mundo civilizado; ellos también ondean la bandera “por el bienestar de nuestros hijos”. Hacen manifestaciones y convocatorias. Sálvese quien pueda.
Yo cobro para mis hijas una pensión de alimentos, que no es poca cosa, pero nadie tiene ni la más remota idea -padres divorciados que tengan la custodia de sus hijos, cuéntenme qué equivocada estoy- de lo que es trabajar sin descanso desde las ocho de la mañana hasta la una de la madrugada. Cuando llega el día trece, el día previo a que el padre aparezca en el colegio para recogerlas, ellas no pueden más de echar de menos a su padre y yo no puedo más de trabajar quince horas al día. Quienes no me conocen, no pueden contradecirme. Quienes me conocen saben que no me ven jamás, entre otras cosas porque jamás estoy depilada ni presentable. Yo tengo que ganarme mi pan, él el suyo. Pero mis hijas no son campo de batalla.