Me resisto a renunciar al verano. Mientras lloraba como una magdalena, también aprendí a disfrutar de mi llanto. En el trabajo, que es de lo que se habla aquí, se me iban las fuentes de ingresos de vacaciones, pero encontré un sitio donde, en vez de dormir, trabajaba a escondidas. Los chicos de Suite 101 desembarcaban en septiembre para la comunidad latinoamericana y me dejaron ser uno de sus colaboradores en la sombra de la web beta.
Éste el sitio original, canadiense. Aquí, desde hace pocos días (que ya estoy tardando en contarlo) puede verse la edición en español. Participamos con artículos originales, sobre todos los temas posibles, y mantenemos la autoría de ellos a cambio de cobrar, eventualmente, por los clicks que los usuarios realicen en los anuncios.
Un modelo extraño pero en el que me embarqué con ganas de: 1) escribir mucho. 2) retarme a mí misma en ese periodo oscuro. 3) utilizar las posibilidades que el medio me daba. 4) ganar mucho dinero.
Por lo que sé, mis artículos difícilmente me darán buenas retribuciones. Intento salirme de mis habituales ítems culturales, pero no me resulta fácil escribir sobre consejos de belleza o prácticas aberrantes de sexo. Los días se están poniendo más oscuros, en lo que a clima se refiere, y yo he tenido que parar las colaboraciones pero seguiré en ellas en la medida que el resto de cosas me lo permita. Todos los artículos que alcancé a escribir este verano están en este link.
Y apareció el otoño con su temporada voraz y algunas cosas han empezado a caer sobre mí en forma de encargo. Uno que, como todos, recibí e hice con mucho cariño es la crítica de Matar en Barcelona, que supone mi regreso después de varios meses a Qué Leer.
El libro se defiende solo. Pero me salió así de entusiasta porque: 1) soy una entusiasta, que en el siglo XVII quería decir fanático, es decir, el proto-fan. 2) lo disfruté, con las cuatro neuronas críticas que tengo, como una cochina. 3) los cuentos son en 80% muy recomendables y en un 20% altamente disfrutables. 4) la curiosa transparencia con la que el lector es enganchado en estas ficciones-basadas-en-hechos-reales, una como pregnancia de tela de araña que es muy, pero que muy deliciosa. Y por todas las cosas que cuento en la crítica.
Así que en la recientemente aparecida Qué Leer 147 -y subiendo desde la página 10 a la tercera de la sección críticas- se puede leer esto que enlazo aquí. Matar en Barcelona visto por Carolina León.
Te he escrito una carta hoy en el bar, entregada por primera vez en la semana al tiempo para mí misma y, ya ves, te lo entrego a ti. Pero el tiempo se ha ido por los tubos de cerveza y la carta a la papelera. Sólo te dejo las postdatas.
Ps1. No alucines. Hasta este segundo, no he pensado en ti ni un solo minuto al día.
Ps2. Mi situación actual se llama ilusión y se llama precariedad. Incertidumbre. Una sañosa porfía entre lo que mi alma anhela y lo que puede tener aquí y ahora.
Ps3. Por mucho que te ame, este trabajo es ahora mucho más importante. Ya sabes lo que dice mi filósofa, ésa que tú desprecias tanto: «todo es trabajo».
Ps4. Nada parecía más importante en aquel momento. Mi vida estragada, el sol y el calor de julio, raciones de papas bravas que no toco, la compañía de la gente preciosa que me ayuda a dejar de sentirme un desecho o el resultado de un vómito de una comilona sin hambre. Entonces, ella pronuncia las palabras. «¿Quieres hacer un programa de radio conmigo? ¿Un programa sobre libros?» «Radio» ya me sonaba a anacronía. Y «radio de libros» a locura maniática. Dije «sí» sin dudar.
Ya llevamos tres programas y no me lo creo. No se trata de nervios, no es excitación básica, de ésa en la que un cuerpo se electriza de deseo sin saber qué desea realmente. Hablar, tú sabes cuánto me gusta hablar, pero no emitir palabras como hice en otros años, sin sintonía, sin complicidad. Hablar como Dios manda. Conversación mediante, y Zeus dando latigazos.
Ps5. He fantaseado con matar. Desde aquel día, una como corriente eléctrica invade mis manos en los momentos más inesperados. Todo el tiempo leo las páginas de sucesos, me informo, me interrogo acerca de los mejores métodos. Si otros pudieron… La infamia es alquimia. Es decir, lo que toca lo convierte en mierda.
Un libro cayó en mis manos estos días y me lo bebí. Mira la crítica que ha aparecido hoy mismo en la prensa especializada, ésa que tú detestas. Si te gusta o te interesa, no te molestes: no te lo voy a prestar.
Ps6. Siempre estabas diciéndome que ellos podían, pero que yo no. Ellos pueden, tú no. No tienes resolución, te falta energía, careces de disciplina y auténticas ganas. «¿Quieres hacerlo? ¡Hazlo!», como obligándome a dejarte en paz. Eso soy ahora.
No dejaré que nadie vuelva a poner en duda mi poder. Ya he terminado mi primer libro y es sólo mío. Justicia es justicia. Y nunca sabrás qué te escribí en la carta ésa, que se pudre de a poquito en la papelera del bar.
/Ficción basada en hechos, pero poquito./
Hace pocos días, hablé a una pequeña persona que vive conmigo de un artista llamado Jack Mircala, del cual había sabido investigando para el reportaje de la entrada anterior. Para quien no lo conozca: Jack realiza trabajos en cartulina, recorta y modela escenarios y personajes, y por último los fotografía como ilustraciones que se han publicado en sus dos libros (por el momento).
La pequeña persona persigue con todos sus pequeños sentidos todo aquello que tenga que ver con el trabajo manual y artístico (y me saca grandes cantidades de céntimos para cartulinas y rotuladores cada pocos días).
No podía ser de otra manera, o quizá sí: quedó prendada de las imágenes del señor Mircala en el libro Siniestras Amadas -porque los que viven con la hermosa persona pequeña no pierden el tiempo y hace años que la hicieron fan de Tim Burton, y porque pocas personas de su tamaño saben pronunciar correctamente Poe, y porque ella sola tiene la suficiente sensibilidad aún despierta y guerrillera a pesar de la avalancha de estímulos con la que pretenden succionarla al interior de la máquina.
El amigo Jack, del cual yo también me he hecho fan incondicional, resultó estar haciendo un taller entre la oferta infantil-juvenil de la muestra Animadrid, y allá que llevé a la persona, tan entusiasmada yo como ella (o quizá yo más que ella). Dos horas de trabajo frente a cartulinas de colores, tijeras y pegamento, a las cuales sólo me podía asomar de reojo, con esa curiosidad que siempre me asalta acerca de lo que hacen los niños cuando los dejan a su aire y con ese morbo que no podrá tener ya nunca más quien se dedique a la enseñanza.
Todos los que no estamos seis horas al día en un aula queremos saber cómo se vive dentro del aula.
Pero aquí fueron apenas dos horas. El resultado caminó hasta mí en forma de profe que me dijo: «El trabajo de esta pequeña persona es el mejor del taller, con diferencia». Y ahí estaba la imaginación y la habilidad de la pequeña persona en forma de personaje gótico-colorido, como el de un cuento aún no escrito ni filmado.
Con la resaca aún del programa de ayer, cuento otra breve novedad editorial. Hoy es portada en notodo.com este reportaje acerca de preciosos libros ilustrados que son, en su mayoría, novedades editoriales y también son actos de amor de un dibujante por un texto literario.
Por más que se confabulen contra mí todos los subángeles del infierno, esta noche hay radio. Igual la semana que viene no, quién sabe, podemos todos desaparecer, «angelizados en masa», como en el libro que me ha ocupado todo el fin de semana: Dissipatio humani generis (la desaparición del género humano), de Guido Morselli.
¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor? estará en las ondas cibernéticas a las 23 h. Y lo podréis escuchar, si nada lo impide, en la web de www.radiocarcoma.com. Posteriormente, vamos, tan pronto como un rato después, en el blog del programa (quiereshacerelfavor.wordpress.com) y como podcast en iTunes.
Matar, los crímenes, la debacle humana en un lugar muy concreto, serán los protagonistas. Y hasta aquí puedo leer.
Todo lo anterior (esto y esto) para contar que esta noche vuelvo a la radio. Y no es cualquier radio. Es Radio Carcoma, emisora libre con veinte años de existencia, donde yo no he puesto el pie nunca, pero mi compañera/tentadora sí, más de una vez.
Regreso a la radio, y me parece lo más natural del mundo, pero lo hago porque me lo pidió/propuso Elena Cabrera. Y porque me parece una idea fascinante hablar sobre lectura y literatura durante una hora, de noche, a los micrófonos de un estudio montado en un locutorio telefónico, en un barrio madrileño.
Como la experiencia no ha sucedido todavía, no sé qué va a salir de esta noche.
La cita es a las 23 h. Y sólo en la página de Radio Carcoma.
Ya que estoy puesta, también cuento que hoy salió mi reseña acerca de El otro lado, obra de teatro actualmente en cartel en Madrid, en la fantástica web notodo.com. Total, que sigo preparando el lío del montepío.
//Actualización del día después y con el subidón todavía calentito: ya hay blog del programa y archivo de audio para poder escuchar el primer ¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor? cuando os venga en gana. Todo merced a la celeridad y las horas de sueño de Elena Cabrera.//
Se llamaba Carolina. Se murió un día, pidiendo una y otra vez la canción que más feliz la hacía. “Palabras para Julia”, la canción de Paco Ibáñez sobre el poema de José Agustín Goytisolo. En ese sentido, los trabajos de Mariluz tenían más efecto sobre ella. Y algo llega hasta hoy, desde esta muchacha Carolina, que podía haber sido abogado, limpiadora de escaleras o artista multimedial, si el folklor y la ginebra fuerte de la zona, aparte de la tuberculosis, se lo hubieran permitido.
Llega hasta aquí, hasta este instante. Ella se emocionaba con la agridulzura de los poemas cabrones, y prefería los sentimientos fuertes -dentro de la esperanza tenebrosa de la que esas palabras eran acompañadas-, sentía que debía agarrarse a algo verdadero, por duro que fuese, para poder seguir respirando, para pedir un segundo más de resistencia a sus pulmones. Los pulmones y el alma están fuertemente conectados: “Te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido”.
Pero sí, tanto como dolía la vida, también era su contrario, su verdor, su belleza, su alegría, y el deseo de una mujer de veintipocos años de ser el centro y la esponja y el testigo de todo eso.
Cuando Carolina sentía que los días de la vida se le estaban descontando más rápidamente, les llamaba al estudio una y otra vez. Siempre tenía una nueva canción que sentir, que le transmitiría el mundo de detrás de las cortinas de organdí blanco.
Y Mariluz y Serafín hacían todo lo posible por complacerla. Incluso mosqueando a los otros enfermos del hospital que, si no conocían a Carolina, su candidez y su ardor, incluso llegaban a protestar por la repetición infinita de las palabras.
Agarrarse a las palabras, a los sonidos, repetir, aumentar la dosis, tomar de nuevo el poema, leer de nuevo el pasaje, escuchar otra vez la canción, para curar, para paliar la melancolía así como la salvaje certeza de que no tendríamos parte en la vida.
Serafín y Mariluz vieron perderse a varios de aquellos oyentes-pacientes, pero ninguno dolió tanto como Carolina. Ya tenían fecha para la boda (que sucedió un primero de mayo) y se dijeron, sin paliativos -y tampoco se acordará ninguno de ellos de quién tuvo la idea-, que si tenían una hija esta se llamaría Carolina.
Sólo para que el nombre le sonara, a la niña, algo grande y pesado, algo rococó y de demasiadas consonantes velares. Algo que sus tías ni sabían pronunciar -calorina, decía una-, y siempre prefirió la forma abreviada Caro. Sobre todo cuando supo que en italiano Caro es tan bonito como querido, amado.
También, y ella no sabía mucho de aquella muchacha Carolina, quiso cambiarse el nombre una vez. Convenció a todos sus profesores y compañeros de escuela de que, a partir de cierto día -el empeño duró aproximadamente dos años- debían llamarla Julia.
También, y siendo muy joven pero habiendo ya perdido aquel ímpetu de cambiarse el nombre -y quizá es que comenzó a entender que los nombres no son más que pegatinas, y que lo mismo daba uno que otro, y que su abuela jamás la iba a llamar Julia y Caro era tan corto y tan bonito- su primera experiencia en algo que los mayores llamaban “el mundo laboral” fue en una emisora de radio.
Pero de eso hace mucho, mucho tiempo. Han pasado veinte años. Pero Carolina, la del nombre de muerta, vuelve a la radio.
Ellos se conocieron en una emisora de radio. Corría 1972 y en la ciudad se sentía cierto aroma de hippismo mezclado con el del buen jamón curado, así como el de esa cosa llamada libertad, ginebra fuerte y guitarra flamenca. No sé bien qué los llevó a esa emisora, que era libre, pero muy restringida, y no pagaba a los colaboradores, y casi tampoco a los limpiadores. Todos ellos sin excepción -Serafín Cantor era el primero- sabían que su tiempo era como el del voluntario del siglo XXI, limitado, puesto al servicio, agradecido sólo por unos cuantos que, personas sin esperanzas, se beneficiaban directamente de él. Del tiempo de Serafín -Jefe de Programas- y del de Mariluz, aguerrida locutora, que subían cada tarde al Hospital de tuberculosos conocido como el Sagrado Corazón.
Porque Sagrado es el corazón de generosa respuesta, eso me parece ver a mí en la distancia. Serafín disponía de una impresionante colección de lps y sencillos de 45 rpm que se llevó toda a la emisora. Mariluz obsequiaba a los enfermos (¿acaso no es todo oyente un paciente, y un enfermo?) con tímidas apuestas de canción de autor. Rebuscaba cada semana en las ofertas de Itálica Discos y siempre encontraba un “Quila” o un “Sosa” que llevarse.
Niguno de los dos sabía con certeza por qué pasaba el tiempo allí, salvo por el sentimiento de poder indoloro que da el abrir la boca cuando la luz roja del estudio se enciende. Él tenía ganas de hacer escuchar al mundo todo ese rock de cuero y pana del que le hablaban en la Discópolis. Ella, de entrenar los oídos para lo que se venía encima. Semana tras semana, regalaban esa música a sus amigos y amigas que, desde sus camas, les pedían más y más canciones. Haciendo eso, regalando, ofreciendo, brindando, se hicieron novios. Él estaba encantado –o simulaba estarlo- de que le hicieran escuchar esa arañante poesía de guitarras lloronas y quenas. Ella podía entender la fascinación de Serafín con un disco esteticista y barroco como Dark side of the moon. Nombres aquellos –White album, Electric ladyland, Ogden’s Nut Gone Flake– que ninguno de los dos sabía pronunciar. Menos mal que estaban Led Zeppelin I, II y III.
Y, mientras ellos se hacían buenos amigos, también se hicieron excelentes amigos entre sus pacientes. Sabían que en cierto modo les tocaba hacer del hermano que estaba haciendo la mili, o de la amiga que apenas llegaba porque siempre estaba de exámenes finales. La tuberculosis suena como a plaga de otro tiempo. Pero es en 2009 todavía una epidemia mundial, “a punto de empezar a disminuir” de acuerdo con los documentos que maneja la OMS. A la sazón deja unos 8 muertos por cada 100000 personas en Europa, una cifra muy lejana de los 4 que provoca en “las Américas”.
En 1964, la tasa de mortalidad en España era de casi veinticinco. Y se infectaban, en la comunidad autónoma donde Serafín y Mariluz se hicieron amigos, novios, esposos, amantes y padres poco tiempo después, a más de 1500 personas por año. Una de esas personas era no más que una muchacha de veintitrés y, ni los precarios cuidados del hospital, ni la terapia musical dispensada por ellos dos y otros cuantos voluntarios del alma, la hicieron resistir lo suficiente.
La penúltima luz de la tarde me está entrando en forma de rayo verde directamente a los ojos, desde la ventana que tengo frente a mi escritorio. Recupero mi espacio. Las bibliotecas me añorarán. Mi hija V juega a escribir palabras con números, sin saber que está escribiendo una nueva página de la semiótica. Una vieja canción suena en mis oídos, repitiendo su estribillo en francés y trayéndome antiguas imágenes de cuando mi juventud, la juventud de todos, no sabía lo que se le vendría encima. Mi hermana me manda mensajes cifrados de esperanza. Yo recojo mis bártulos intelectuales. Tengo dos docenas de libros recientes sobre la mesilla. Sé que hay amigos a los que no puedo importunar. Trabajar es lo único que sé hacer contra la melancolía. No contra, más bien sobre. Las preposiciones. El exilio forma parte de mí. Está dentro. Con. Vivir Madrid con consecuencia es vivir en exilio. No me pongo ante. Me pongo después. Yo siempre fui un después inconsecuente.
Pero sé que ahora todo es hacia.
La condesa sangrienta
Alejandra Pizarnik
Libros del Zorro Rojo
El personaje es fascinante -e incluso el libro que inspiró este texto, de la francesa Valentine Penrose- pero no necesario. «La condesa sangrienta» de Alejandra Pizarnik -urdido como reseña y publicado en la revista Testigo de Buenos Aires, en 1966- es un texto sobresaliente por sí mismo, de factura tan definitiva que uno no puede sino dejarse atrapar por su prosa, tan pronto inicia la lectura. Esa prosa: afilada y precisa, descriptiva pero cargada de lujuriosas connotaciones, organizada en breves «cuadros» que van perfilando el cotidiano deambular/torturar del sujeto al que se adhiere, generando una reflexión sin trampa sobre el horror, el abismo, la libertad, la melancolía y la «belleza inaceptable», fragmento tras fragmento. Esos esbozos funcionan como representación hirsuta, tan vivaz y tan mentirosa como un cuadro barroco, tan irónica y autoconsciente como una novela postmoderna. «La condesa sangrienta» no es un libro fácil, sí envolvente. Y, a tenor de las ediciones que se podían encontrar hasta ahora, alguien tenía que venir pronto a darle al texto entidad de libro. Lo que hace de esta edición una experiencia nueva -disfrutable, también- es concluir uno cualquiera de los cuadros, pasar la página, y encontrar uno de esos demenciales dibujos -rojo, negro, blanco- del ilustrador argentino Santiago Caruso: entre el simbolismo y la representación, fraguados en la oscuridad, casi puede sentirse en ellos el dolor de las mujeres que sacrificó para sí misma la triste Condesa.
//Publicada en Go Magazine septiembre 2009//