Continúo este «miniensayo» por entregas sobre continentes y contenidos culturales. Puede que gracias al tiempo transcurrido entre el primer artículo y este tercero, haya variado la percepción que tenía de esta problemática al principio y creo que estoy llegando a conclusiones algo más ricas de lo que, en principio, planteaba. Aunque iban a ser tres capítulos, me guardo un as en la manga para dedicar una cuarta parte al Laboratorio de cultura del colectivo Alg-a, que encaja como anillo al dedo en este tema y merece un post entero.
La disociación entre el continente y el contenido existe cuando lo simulado es opuesto a lo real. El museo espactáculo se erige como el mayor/mejor espacio de cultura, mientras que su contenido pierde proporcionalmente sus cualidades a través de la simulación de su consumo. Sean más o menos relevantes, los productos culturales pierden su complejidad, su contenido, su sentido a través del tipo de relación que el supuesto consumidor mantiene con el objeto “cultural”.
Las institución arte/cultura ha realizado un pacto con las masas que se apoya en un nuevo criterio de supuesta objetividad. En aras de una dudosa profesionalización de la gestión cultural, todo proyecto debe plantearse con objetivos evaluables. Para ello se utilizan criterios de análisis cuantitativos simplistas e importados directamente de la lógica empresarial. El éxito de una propuesta de cultura se mide, hoy en día, en base a entradas vendidas, visitantes, número de impactos en medios de comunicación, rendimientos económicos indirectos, etc.
Ni se expone, ni se contempla, ni se visita, ni se compra arte, sino que se consume su simualción. El museo se convierte en escenario y el visitante es el actor que simula su consumo cultural ante las cámaras del museo (contabilizadoras de visitas) y ante sus propias grabadoras-reproductoras de imágenes que aportan verosimilitud a la ficción.
Pero si entendemos toda esta escenificación como un rito, vemos que además de la simulación, se dan consecuencias que son reales. En primer lugar el visitante del museo construye su paradójica identidad a través del consumo y, en segundo lugar, instituciones políticas, patrocinadores, etc. obtienen réditos cualitativos o simbólicos como organizadores del ritual que se interesan en lo cuantitativo tanto en cuanto inunde a un mayor número de subjetividades con esta mistificación.
Los números tienen una extraordinaria capacidad simuladora. Se obtienen, entienden y ordenan con facilidad y se interpretan desde la sencilla lógica de que el ochenta es mejor que el setenta. Pero estos criterios cuantitativos ocultan las relaciones, los procesos, la tipología de la interacción, la creación de subjetividades, etc. aspectos que son más relevantes tanto para los gestores culturales, como para sus patrocinadores.
Sobre esta simulación se cierne una gran amenaza y una gran oportunidad. La primera, el aburrimiento. La desimplicación del consumidor con la obra (algo ajeno y a escudriñar a través del texto explicativo) se corresponde con la desimplicación de artistas y comisarios con la cultura de masas, sus hábitos, sus contradicciones y sus ambiciones. La mayoría de los artistas contemporáneos crean para el propio circuito del arte y no perciben la oportunidad que están captando artistas como Murakami o McCarthy capaces de dialogar con el espacio expositivo de un modo social y logran enfrentar al nuevo espectador ante un espejo o implicarse dentro de su orden de cosas para caricaturizarlo, criticarlo o alimentarlo. Es de esperara que, de aquí en adelante, cada vez más artistas produzcan tomando como referencia la cultura de masas.
Artículos anteriores:
<< Continente Vs. Contenido (II). El Museo Vacío
<< Continente Vs. Contenido (I). Museos Espectáculo
Imágenes:
Exposición de Thomas Struth en el Museo del Prado. Fotografía: Davit
Logo del artículo: Paul McCarthy. Mechanical Pig, 2005. Desde Who killed Bambi?