¿Y si no hay manera de renunciar al rol de madre?, me pregunto algunos días. Este escrito parte de todos los trabajos que llevo dedicados como madre de dos niñas, de los pensamientos sobre el «ser madre» y los escritos, así como del trabajo teórico-práctico que hacemos en el taller «Desmontando a la madre» en Campus Relatoras.
Dirigirme literariamente a mis hijas es ya un comodín. Pero no invento palabras que no les diría. Hay una discusión en marcha sobre el papel que adoptamos cuando somos madres -al que falta poner aún en evidencia, que ningún discurso feminista ha conseguido desamoldar, y que viene impuesto por dentro y por fuera- y que es, para mí, la piedra de toque de cualquier discusión sobre la maternidad desde el ámbito del feminismo.
Reivindicar los cuidados, sí, a tope, ¿a costa de nosotras otra vez? Esto es mucho más largo de argumentar y a ello he dedicado otros espacios y seguiré dedicando. Este texto sólo pretende ser una fotografía de algunas conversaciones conmigo misma en este minuto (y sobre todo con ellas):
A vosotras os vengo diciendo casi todo lo que pienso hace tanto. No tengo mejores amigas que vosotras dos. Eso no es muy justo, ¿veis? Sois mis hijas y todo es muy complicado. Se supone que tengo un rol que cumplir con vosotras y sin embargo no quiero. Quiero y no. Adrienne Rich necesitó veinte años para contarle a sus hijos «la cólera y la ternura» que produjo su aparición en su vida. Yo prefiero hablar de la ternura y aplacar, trabajar la cólera: expresarla en el buen sentido. Expresarla para que se sepa que es parte de todo esto. En lo que respecta a ser vuestra madre, desde hace un rato, ya no hay.
Hago lo que puedo por mostrarme a vosotras como soy: una persona, no una madre. Una que tiene deseos, que tartamudea, que se equivoca, pero sobre todo: no tiene respuestas para todo. Y soy vuestra madre. Claro. Exigís que cumpla el rol pero no tanto. Me lo exijo a mí misma. Malabares.
¿Cuándo se suelta el rol?, me pregunto. Cuando nos quedamos solas… (es un decir, pero nos quedamos solas) me hice la fuerte: erais pequeñas. Después dejé de hacérmelo y monté una pequeña red de amigas con las que compartiros. Eso quería decir: al menos podía acompañaros a las fiestas de cumpleaños y hacer de mamá estereotípica, alternar con otras madres (escucharlas, y saberme no muy diferente de todas esas madres de clase media que no se cuestionaban su rol, que anteponían toda necesidad incluso inventada de sus hijos a las suyas), siempre y cuando pudiésemos montar otros saraos con las amigas que os metían en el saco de la tribu expandida. Tengo algo de manía a la palabra “tribu”. “Colectivo” nos viene mejor.
Menos mal que estaban. Porque habéis sido parte de varios de los colectivos de los que vuestra madre ha sido parte y así lo sienten también las otras adultas de esos colectivos.
Lo hemos pasado bien así. Estuvieron cerca con sus muchos modos de ser mujeres y no-madres. Y yo conseguí poco a poco darme al des-madre. Violentar mi rol todo el tiempo, recuperar mi territorio, aun cuando no sabía bien cuál era. Antes me iba a dormir a las tantas para intentar escribir un poco -ahora el cuerpo no me da, escribo cuando puedo, nos ponemos a escribir y leer las tres cada una en un rincón de la casa-. Ahora sé que puedo dejaros en casa una tarde de cuando en cuando: me metí en “política” (como si no fuese política cuidar).
Me metí en el asunto municipalista y me dices, tú la pequeña, que «me apoyáis en todo». Que no me preocupe de nada, estáis a mi lado.
Y salgo a una reunión un martes y dejo una pizza de supermercado. Y salgo a una reunión el jueves y dejo las croquetas liadas.
Pero después resulta que se te acumulan las dolencias. Hoy la cabeza, mañana la tripa. Y me doy cuenta de que te he dejado con tu hermana mayor o con amigas tres tardes seguidas y te pregunto si es eso y se te saltan las lágrimas.
Y, claro, vuelvo a mi redil. Pero a mí no me importa. Sé que cuando acabe todo esto, me importará más haber estado cerca tuyo que haber montado una apuesta municipalista. Siendo ambas cosas estupendas. Hay cosas lindas en «el mundo ahí afuera», en el mundo de la aparición pública, el figurar, el tener vida autónoma, pero pocas más lindas que cuidaros. Vaya, sueno exactamente como una de esas madres que anteponen su familia a sus proyectos personales. Es eso y no lo es.
También sé que mi ejemplo -no es el mejor- es algo. Trato sin tratar de mostrar que los cambios vienen con nosotras.
Sé que, sin apenas haberlo planeado, nadie en tu clase sabe tanto de feminismo ni se sabe el nombre de «ganemos», «ahora madrid» (y resulta que me ayudas a hacer campaña). Mi amigo F. me llama «Carolina Colau», me parto, y tú me llamas «alcaldesa», y lo único que quiero es tener suficiente energía para que esta casa ande sola y ese grupo de barrio camine solo y nosotras podamos salir muchas veces de excursión a la sierra. Y a mis 41 siento que me queda todo por conquistar y que, también, lo he conquistado todo: he conseguido por el momento que mis dos hijas sean guerreras, autónomas y de opinión fuerte. Que no se las come ni el profesor de turno. ¿Qué más puedo pedir?
Me preguntas por qué no quiero que me felicites el día de la madre. He conquistado un espacio de autonomía, aunque algunos días aún se me devuelva con cierta culpa. Nos libraremos, o no, de esa culpa algún día. Algunas se hacen llamar malas madres, yo prefiero hacerme llamar yo.
Pues porque a las madres no se les debe felicitar, porque cuando se les «felicita» es equivalente a reconocer que hicieron bien su papel. El papel que está asignado socialmente, en el que se encasillaron sin querer o queriendo, y cumplieron el rol social a pesar de sus cuerpos, de sus vidas. Se establecieron en ese entramado que nos hace autoexigentes y autovigilantes y multi-justicieras tout-court. Cuando los hijos de Rich tenían veinte años y leyeron sus diarios, le devolvieron: “Es como si sintieras que debías amarnos todo el tiempo. Pero no existe ninguna relación humana en la que puedas amar a la otra persona en todo momento”.
No existe ningún amor humano que se pueda dar perfecto y constante en el tiempo, y eso es lo que se espera del «amor de madre».
No me interesa hacerme la mejor madre, que desde luego no lo soy. No hay mejores madres. No hay malas madres. Cada vez que se señala mediáticamente a una «madre que falla» hay que preguntarse qué es lo que falla, que puede no ser la madre.
Es demasiado lo que se espera de una madre y es demasiado desaparecer en ese «rol». Todavía hoy. A pesar de tanto.
Algunas de nosotras lo conseguimos, no desaparecer, sobrevivir, y siempre es porque nos tuvimos unas a otras. Sin pretenderlo, madurasteis muy deprisa, fue fácil que entendieseis el equipo que había que formar, que ya formábamos. Pero cuántas mujeres no tienen equipo y sólo tienen la pesada losa de la obligación, del rol.
Yo no quiero que mis hijas crean que ser madres es el fin de sus destinos. Yo no quiero que mis hijas piensen que para conseguir sus propósitos deben permanecer sin hijos (que hagan lo que quieran). No quiero que mis hijas rechacen ser madres (sin tener hijos propios) porque alrededor de una hay muchas formas de “hacer de madre”. No quiero que nadie les pregunte ni cuándo serán madres ni por qué hacen esto o dejan de hacer aquello.
Reivindicar el cuidado, sí, de forma cada vez más expandida. A lo mejor es que tenemos que conseguir que todo el mundo vaya un poco más despacio. A lo mejor es que vosotras, si hay otra generación, no tenéis que acarrear el «rol de madre» porque estará distribuido. Nadie esperará que seais súper heroínas, que lleguéis a todo, que seáis mujeres con identidad autónoma y que además hagáis todo lo que se «espera de una madre», porque sí, porque está naturalizado. A lo mejor es que estaréis mucho más acompañadas, y ser madres no estará “asignado” a ser mujeres.
Pero empezad a llamarme «Caro», ya estoy harta de «mamá».