Yo vivo en un bonito piso, con bañera hinchable, balanza de bebé y pomada para el culito, no tiene nada que ver, y la maldición del psicoanálisis «todo queda visto para sentencia antes de los tres años», me la sé de memoria. Me pesa las veinticuatro horas del día y sólo a mí porque el niño es cosa mía. Y me he leído la biblia de las madres modernas, organizadas, higiénicas, que se ocupan de su casa mientras sus hombres en la «oficina», en la fábrica jamás, se titulaba Yo educo a mi hijo, yo, la madre, evidentemente. Más de cuatrocientas páginas, cien mil ejemplares vendidos, todo sobre el «oficio de mamá» (…)
Annie Ernaux, La mujer helada
Está pasando. Estoy dejando de ser “madre” (1). Es un proceso sobrecogedor. Mis hijas crecen. Me necesitan menos cada día. Es aterrador, hermoso, me resista o no. Cada nueva prueba de autonomía es una prueba de independencia para mí. Estoy en proceso de averiguar si es posible eso, dejar de ser «madre». He aquí mis preguntas.
Les quedan unas cuantas aventuras por aprender, puede que me necesiten aún puntualmente, puede que todavía tenga por delante unas doce mil cenas por preparar y mil cuatrocientas lavadoras por tender. Mi papel se ha reducido drásticamente en los últimos meses hasta convertirme en una especie de garante de las condiciones de posibilidad de esta casa. En una “chacha”, vamos. Para algunas personas, desde la parte beneficiada o desde la sufriente, la idea de “madre” se parece bastante a ser “chacha” (2) -y no hay desprecio en la expresión-.
Y lo estoy soltando, lo necesito soltar. Ya saben rudimentos del mantenimiento de la despensa y del rodaje general doméstico, hacemos tablas con las tareas de cada una, nos queda proponernos una rotación de la limpieza del baño o de la compra cotidiana. A veces pido a una que me ayude a batir los huevos para la quiche, a otra que no se deje la ropa enmoheciendo en la lavadora. Pasar de ser “madre” e hijas a ser compañeras de piso. Pero como capitana de barco. Cuando llego del trabajo me quedan tres horas de puesta a punto. Navego regular.
Me las voy viendo con soltar el papel. Lo hago, lo intento, lo disimulo, lo encubro, lo niego, lo vuelvo a hacer. Está meridianamente criticado en mi corteza cerebral, sólo falta que me lo crea. Sería algo así como dejar de comportarme como la que lo tiene todo bajo control, y eso hace mucho que comenzó, además: no, les dije, no soy perfecta. Sí, les dije, necesito ayuda y hay veces en que no llego a todo lo material que necesitamos. Progresivamente.
Así que trabajamos con cierta constancia por repartirnos. Y se va diluyendo mi rol, aunque yo no lo diga así explícitamente. Pero no hay más remedio. No me veo como algunas de esas madres (a millones por el mundo) que comparten sus trucos para ser “ángeles del hogar” en versiones ortodoxas o más mezcladas, me da igual. Mira, sí, la blogosfera maternal y el compartir experiencias. Pero en cuántos espacios alguien dice algo que contradiga el “rol”. Alguien que mate un poco lo automático de él, su asignación y asunción. En cuántos de esos espacios las mujeres explican que llevan a cuatro hijos desde los seis a los dieciocho años por las tardes tras la escuela a mil actividades y fiestas de cumpleaños. Cuando tomas el “rol” lo puedes tomar a mogollón. A veces, todavía pocas veces, el «rol» es de un hombre. Escaso pero bien.
La pregunta es hasta cuándo. Maternar. La idea actual es que sus personalidades han crecido a lo largo y a lo ancho tanto que ya casi no me necesitan. Ya casi esta casa es más suya que mía (¡hola, Freud!). A mí no me importa: no sé muy bien cómo me planteé la maternidad, pero si sé cómo no me la planteé: no deseaba ni por asomo hijas que fuesen una prolongación de mi identidad. Ni mucho menos ser la criada, la chófer, la asistenta personal y secretaria, profesora subalterna o vigilante de su conducta. No me planteé ni puedo admitir ser la responsable última -en los imaginarios colectivos- del desempeño de dos seres en el mundo (¿este tipo de artículos de qué va si no?).
Deseaba tener hijas que se fuesen haciendo progresivamente autónomas, que adquiriesen identidades fuertes, que supiesen valerse en el mundo con las herramientas que les daba yo. Pero no sólo yo. Con los conocimientos que podían traspasarle el tropel de amigas y amigos (y familias, y relaciones que tampoco controlaré) con los que hemos compartido estos años. Con los que eligiesen desde sus propios criterios.
Así que estoy dejando de ser “madre”.
Es una idea sanadora.
No entiendo por qué algunas mujeres madres de hijos que van creciendo no la toman en consideración.
También es verdad que nadie sabe.
Que nadie sabe cuánto más te van a necesitar, que nadie sabe cuándo va a salir el siguiente estudio que extenderá los tentáculos del «rol» y responsabilizará a las madres que abandonan a los niños ya crecidos, llámese abandonar a estar menos en control de todo.
No, basta, nadie sabe nada.
A mí me ha preocupado sobre todas las cosas que tengan armas para discutirle al mundo, incluso a mí. Y tampoco creo que sea la mejor manera. A una le di la teta, a la otra no.
Yo las dejé crecer, las dejé crecer desde lejos, pero desde muy cerca. Acompañándome de referentes que me cuestionaran incluso.
Y ahora es probable que ya no tenga que ser más “madre”. Voy empezando a despegar porque ya despegan de mí. Es una cuestión de existencia. Es una cuestión de que todas las personas tienen que tener su hueco. Es una cuestión de que, en algún momento que no está prefigurado más que en el sentido común, los hijos tienen que aprenderse como personas con responsabilidades, además de derechos, más allá de lo que diga la norma social. Aposté, eso sí, por dar confianza mientras se la ganasen.
Ellas saben que me tienen y que renunciar al rol no es renunciar a ellas. Renunciar a tener la casa siempre limpia y a proveer cada noche comida cocinada al momento no es renunciar a ellas. Es renunciar a lo que la machacona propaganda espera de las “madres”, hecha a partir de modelos de madres occidentales, blanquitas, clase media y educadas, pero dirigida a todas las madres del espectro.
Yo he querido que mi hija adolescente se haga su hueco, respete mi hueco, entienda que no soy sólo «madre», se gane su independencia, no a costa de la mía. Catorce o quince años dan para aprender muchos trucos de supervivencia.
Yo no quiero que ellas aprendan de mí incondicionalidad, sino compromiso (mutuo). Yo no quiero que crea que el mundo es suyo a costa de nada. Yo no quiero que ella piense que las madres están para servir a los hijos (¿hasta cuándo?). A la mierda, de verdad, cuántas mujeres de cincuenta o sesenta conocéis que se desviven los domingos por hacer pollos asados y tartas de manzana porque al hijo es lo que le gusta. Por un lado están las tareas lógicas de acompañar a una persona que se desarrolla, por otro lado están las servidumbres. Lo que no se ha parado a analizar ningún manual de crianza es dónde terminan unas y empiezan otras.
Lo que no se ha parado a analizar o a argumentar ningún libro reciente es dónde termina el rol de madre.
En los discursos actuales, desde la sociología, la psicología, incluso desde el feminismo, pocos cuestionan esa raíz. Aunque socialmente se resquebraja, por el simple empuje de las condiciones materiales de cada maternidad. Y te buscas las habichuelas: socializando, externalizando, compartiendo, encontrando aliadas. Lo difícil es contarlo. Y que el discurso cuaje.
Pero, en el proceso de dejar atrás algunos automatismos, recuerdo lo que siempre recuerdo que escribió Adrienne Rich, con cuarenta años: “No basta con dejar que nuestros hijos se vayan: necesitamos personalidades propias para regresar a ellas”.
Recuperar las maternidades, la experiencia física, reivindicar la crianza, el cuidado y la experiencia femenina en ello puede ser más que necesario, mientras que a veces siento que esos movimientos nublan (dan por hecho sin acreditar) algunas conquistas pasadas de otros feminismos. Creo que es un tanto ambivalente el hecho de que tantas mujeres que se comprometieron con sus vidas autónomas -conseguidas, tiempo atrás, por otras generaciones de luchas por derechos de la mujer- estén reivindicando la re-naturalización del rol (algo que tengo por desarrollar, nota mental).
Luchas ganadas y vividas por un par de generaciones de mujeres que se tomaron la maternidad como un tema secundario o como un destino ineludible pero aceptado a medias, porque querían «mundo». Que primaron que sus hijas pudiesen estudiar y hacerse profesionales y personas que se valiesen solas en este mundo.
Nosotras, muchas de nosotras, somos hijas de aquellas que diluyeron su identidad, a poco de despuntar, en el ser «madre». Yo soy hija de una mujer que pudo haber estudiado en los sesenta y se dedicó a la maternidad, y compañera de tantas mujeres que desean ser madres después de un par de décadas de pasión fría con la idea de entrega y compromiso asociada a los hijos. Y ese proceso, esas maternidades tardías y conscientes, también me pregunto dónde terminan.
No tengo muchas verdades, salvo una: que mis hijas, la generación que viene, no pueden absorber nuestros errores o tanteos. Que no les voy a vender el destino de maternidad como necesario, que las quiero, con quince años y con treinta, libres y autónomas y con identidades fuertes como sus compañeros hombres, también en este contexto de crisis en que tener una profesión es simplemente una gilipollez. Que los feminismos necesitan seguir trabajando muy duro en un discurso que no instrumentalice la maternidad hacia ningún fin y realice un desmontaje de roles que sirva a la blanquita de Manhattan y a la negra de Senegal o a la chavala de aquí al lado. Y eso, creo que no se hace desde la reivindicación de la maternidad (del modo que sea), sino desarbolando todo el entramado sociocultural que identifica “madre” con responsabilidad eterna, atribuciones infinitas. Se hace escuchándonos desde la experiencia concreta, se hace quitando estereotipos al discurso, se hace siendo sinceras con las luces y sombras y el conflicto que se produce en nuestras identidades. Incluso se hace renunciando. Se hace pensando (es un reto para mí misma) discursos feministas en torno a la maternidad que no se olviden de ninguna realidad de madre (ni de aquéllas que no desean serlo) en los contextos no educados, no liberados, no heteronormativos, no primermundistas que a menudo rigen los discursos.
Porque el quid de la cuestión es que no somos tan importantes. Que hay que estar muy vigilantes con ese “respeto con que se rodea a las madres”, que decía de Beauvoir, para que no nos la cuelen. Y hacernos muchas preguntas, muchas preguntas abiertas y respondidas con tanteos, sobre hasta cuándo hay que tomar o abandonar el «rol». Hasta cuándo (3).
(1) Y toda vez que diga “madre” me referiré a la noción cultural que se asocia a la “madre”. La que está en control, la que entrega, la que cuida sin tiempo, la que se diluye, la que vive «en relación». Lo que dirías a una persona que se preocupa porque tengas calcetines limpios y ordenados en el cajón: “joder, pareces mi madre”.
(2) Véase aquí la película «Una segunda madre«, por ejemplo.
(3) Y lo dejo aquí sintiendo que no dije la mitad de lo que quiero.