Carolink Fingers
12.02.2015

Vuestra madre en una web de contactos

por carolinkfingers

Otro febrero más. El día 6 tuve un pensamiento tangencial al que fue aniversario de haber puesto un pie en Santiago de Chile, que tomé como fecha de inicio de mis diez años de matrimonio. Y lo que vino después, dos hijas, tú la mayor ya me pasas en altura. Y en más cosas.

Desde hace ya días temo abrir twitter, encender la tele o abrir un periódico: es el “mes del amor”. Sabréis, y todo bonito, que no llevo bien estar sola. No sola. Sin pareja. No sin pareja. En realidad… Bffff, esto es lo que pasa cuando trato de escribirme. Que toca hacer mucha crítica a la estructura del amor romántico, en la base de dinámicas que acaban en mujeres asesinadas, y en lo que a mí respecta de una concreta que me lleva a creer, de forma soterrada, que no valgo lo que otras que están en una relación.

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De eso os escribí hace ya tiempo. Han pasado muchas cosas desde aquella carta, salida de uno de los psicodramas que a veces protagonizaba. Una de las cosas que han pasado es que ya no os lloro, no tan a menudo. Otra es que habéis crecido lo suficiente para que ese tipo de sentimientos –de pérdida o de soledad o de deseo- no sean tan alienígenas para vosotras. Hay demasiado amor romántico en casi todos los productos diseñados para niñas y adolescentes, sería bastante heroico que con catorce años permanecieses ajena, aunque en casa se ve y se habla de todo. En fin, adolescencia, y yo teniendo que aprender a lidiar con ella. Celebro que ese cambio te acerque un poco a mí.

Ahora, claro, ya no te violentan las escenas románticas de las películas. Ahora soy ya la que se solivianta con la planitud de la narrativa del amor tout-court, chico encuentra chica, edulcorada e irreal, porque la vida es mucho más que eso.

Las cosas han cambiado lo suficiente para que me preguntes “¿Qué hacías tú cuando te gustaba un chico?”. Te he contestado: equivocarme. Decírselo y no esperar mucho, ni en un sentido ni en otro. Aceptar cuando no había interés mutuo.

Las cosas han cambiado lo suficiente para que, sin ruborizarme, te cuente que le hice caso a mi amiga S. y me abrí una cuenta en una web de contactos, para conocer gente. Es una que supuestamente te muestra y enlaza con aquellas personas que, en función de un millón de preguntas que vas contestando, son más afines a ti. Al menos es un punto de partida para tener tema de conversación.

Es raro contarse así, incluso para una que lleva toda la vida contándose en público. Hacer una síntesis de qué es una misma, para gustarle a otros, implica saltarse las partes más turbias o conflictivas, ser un poco tu agente de marketing, pero venga, va. Añado una foto en la que salgo muy bien, de una vez que presentamos un libro. Explicitando: “Estoy aquí para nuevas amistades, relaciones de larga duración o de corta duración”. Y esto es lo que ha pasado en los últimos dos meses.

Ellos no leen tu perfil. Llega una nueva y es una mujer y no tiene mal aspecto del todo. Se lanzan. Los primeros días no paraban de llegar mensajes. Es halagador, la verdad. Al quinto “Hola guapa” repetido empiezas a sospechar.

Hay un perfil de tíos diez años más jóvenes, aproximadamente, que sólo entran así. Me atasco. Consulto el perfil, voy a ver si le puedo preguntar algo que sea medianamente una frase, aver si se puede armar una conversación o algo parecido. Sean como sean sus fotos, que a veces ni se enseñan. Fui aprendiendo.

Poco a poco apareció gente de otro tipo. Por dos semanas, hablé con uno que parecía simpático, aunque en su perfil ya advertía que le iba el wild side of life –llamadme rara, alguien capaz de no venderse abiertamente en una web de contactos es casi casi mi tipo-. Fueron y vinieron treinta o cuarenta mensajes y nos íbamos contando cosas de la vida. Cuando estábamos a punto de quedar le dio un síncope antisocial. Todo bien. No contento con ello, remató toda posibilidad. Escribió una vez más diciendo que no se le apetecía conocer a la persona que le escribía (yo), tan sólo “eyacularme en las gafas”.

Qué imagen tan sexy.

Eliminando los perfiles falsos, que se detectan rápido, la posibilidad de que hubiese en esa red alguien digno de conocer –digamos que alguien que trate a los otros perfiles como personas, para empezar- me empezaban a parecer remotas. Por entonces apareció un tipo con el que, milagro, se podía hablar. Y no iba de atormentado, adicto al malditismo, autoindulgente y misógino. Conversamos de la vida, parecíamos de acuerdo en algunas cosas, no se espantaba con mi lado escritora ni con mi lado activista, y me apetecía conocerlo. Todo bien. O mal. Al minuto treinta de nuestro encuentro me declaró que el feminismo era el machismo pero al revés.

Era un padre cuidador, aún así no llames feminismo a lo que hacen los jueces en las demandas por custodia.

Luego, luego… He cruzado muchos mensajes con muchos tipos, a veces soy yo la que no contesta más –intuyendo que no hay más que decirse- y otras son ellos. Pero abundan, abundan mucho, aquellos de arriba, a los que llamo robots del sexo.

Los sex robots son personas, pero apenas. Libres de todo prejuicio, no se sienten obligados a considerarte como tal, lo que te diste el trabajo de contar de ti, aspiraciones, deseos o gustos. Sus interacciones son básicas. “Ola guapa” es uno de sus mensajes más sofisticados. Estos jovenzuelos me podrían resultar bastante apetecibles, si no fuese porque no ven más allá de sus pollas. No sé si es el consumo compulsivo de porno, aún cuando les has dicho que podría gustarte quedar y que no le das al calentón en línea, ellos continúan con su maquinal, supuestamente sexy, perorata. “Te quiero comer entera” es una frase preciosa si no viene en el minuto menos veinte de nuestra relación.

Esto fue después de decirle: “Pues (los jovencitos) ni me van ni me vienen, depende del quién”.

Joder, las máquinas no me ponen. Es más, hasta Hal 9000 me pondría un poco más, inteligente y empático era más que estos.

De veras me pregunto: si se relacionan así en la distancia, ¿escucharán los deseos de una, un poco, en lo cercano?

Lo dejo estar y trato de reírme. Llevo veinte años conociendo gente en internet, novata no soy, y vosotras venís de esto. Me crucé con vuestro padre doscientos mensajes y luego un océano. Me pregunto si es que hay mucho miedo a la interacción real. Si no estamos idealizando todo. Si la pobreza de esas interacciones son un signo de los tiempos o tiene que ver conmigo, exigente que soy –es la edad. Pienso estas cosas mientras preparo marmitako, que estás a punto de llegar de clases, esos de ahí no saben mucho de mí pero sí que tengo dos hijas (si leyeran). Mando a paseo a otro de esos “robots del sexo” que me escribe (26 años, dice): “Me gustaría tanto tenerte en mi sofá ahora mismo” al tercer mensaje. Mi respuesta antes del block: “Me tiro pedos en los sofás”.

Ya os dije hace dos años, amor hay, y el ridículo deseo de tenerlo, sentirlo y sublimarlo también. Lo que trato de aprender, y no es fácil aunque creo que vosotras lo lleváis de serie, es que estar o no estar en una relación no nos hace personas más válidas, no nos habilita más para el mundo, no te encumbra. La narrativa del amor romántico es una. No es un destino, es un quizás, un posible y algo que viene y va. Pero estoy descuidada con respecto a vosotras. Uno de tus memes favoritos dice “En mi cajón hay miles de calcetines desparejados y no van llorando por los rincones”. Eso es todo, mis niñas. Las cosas han cambiado lo suficiente para que me toque aprender de vosotras.

Lo que no quita que yo quiera, a ratos, volver a los 17.

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