Carolink Fingers
24.11.2013

All tomorrow’s parties

por carolinkfingers

No despiertes a la serpiente, no sea que
Ignore cuál es el camino a seguir
(re-viendo hoy Remando al viento)

Nuestras vidas son de emparejar calcetines y llevarlos, al menos una vez por semana, a la guarida de la que se escapan al día siguiente. De ensuciar platos, con comistrajos varios y a ser posible económicos, fregarlos y volverlos a amontonar secos y limpios, en columnas de las que también se escapan pronto. Algunas son vidas que no se pueden permitir la seguridad, que llevan a gala eso de “vivir al día” porque no queda otra, y vivimos al día muy dignamente -lo que puede querer decir empezar a obsesionarse con el $ de cada plato que servimos de almuerzo y cena, o estar apagando compulsivamente llaves de la luz todo el día-. Algunas son vidas que, si bien pueden suspender durante un rato el sentido de la palabra “seguridad”, se ven obligadas a los peajes cotidianos de pasar horas vacías de sentido en trabajos que no nos motivan, codo a codo con personas con las que compartimos competencia.

Las vidas de la gente que me rodea, de mis amigos más cercanos. Nos llamaban clase media y nosotros no nos llamábamos de ninguna manera. Nos llaman ahora precariado y nosotras sólo sabemos tirar para adelante. Remar, dicen algunas. Nos hemos “desencantado”, a decir de algunos expertos en las derivas culturales, aunque también hemos reavivado el valor de algunas chuminás que se habían quedado en segundo plano. Hemos hecho cambiar muchas palabras de significado.

Nos han gustado las fiestas, siempre. No hay modo de seguir adelante emparejando calcetines un día y otro día sin una fiesta inconsencuente de vez en cuando. De la más chabacana de las antiguas sociedades a la más refinada -supuestamente-, todas se han mantenido a base de fiestas regulares. Mi familia extensa -los tíos, los veinte primos- que no nos vemos nunca, reavivamos los vínculos algo maltrechos navidad tras navidad. Las amigas, que no tenemos nunca tiempo para darnos las caricias y los abrazos que nos merecemos, buscamos los pretextos más peregrinos para hacer de cada coincidencia espacio-temporal una fiesta.

De cuando en cuando, el viejo mundo colea con los aspavientos de una serpiente moribunda. Lo cual es mentira, en realidad está todo el tiempo sobre, alrededor, entre el mundo que tratamos de inventar, o de mantener con gestos cotidianos como doblar calcetines y regar las macetas. Quiero decir que sigue. Quiero decir que no ha muerto.

Obviamente no ha muerto, pero teníamos las fiestas.

A mí las fiestas me gustan muchísimo cuando soy capaz de aislar la parte del hueco. El hueco es la melancolía como la he llamado en infinidad de ocasiones, y es ese insalvable intervalo que se abre entre quienes somos y lo que, de afuera, nos mandan ser. El hueco es esa especie de chirrido que se produce entre nuestras actividades cotidianas -el remar- y la invasión festiva, el obligatorio divertirse. *Para ti esa fiesta envuelta en melancolía puede ser distinta que para mí, pero piensa por ejemplo en una boda a la que no te apetecía ir, con gente con la que no tienes mucho en común, a la que acabas acudiendo por infinidad de razones menos las de querer.

Mientras aquel hueco estaba, yo evitaba las fiestas. Luego las he buscado con todo mi ardor, llámese fiesta en un sentido amplio, una reunión con cualquiera de las personas que te merece la pena celebrar su existencia. Luego hemos aprendido mucho sobre fiestas en las que reverdecemos, como cuando en las romerías se da la bienvenida a la primavera, pero en cualquier momento, en pisos con paredes de pladur, en calles tomadas por los hilillos del consumismo, en parques mal iluminados, entre los charcos de noviembre, donde sea.

El hueco reapareció hace unos días, y la sensación de no conectar con nada ni con nadie también. Fue un momento, un chirrido otra vez, un desvencijamiento, a pesar de estar con algunas de las personas que más quiero. Había dos olas encontradas. O sentí yo sola esas dos olas, que todo este texto es una licencia poética. Había dos sentidos de fiesta, y gente muy distinta a mi alrededor, exacerbándolos. Uno pudo con el otro en algún momento, y huí con el rabo entre las piernas, literalmente.

Desde luego, cada uno se divierte como le da la santa gana, y aquí me incluyo. Pero los individualismos, la ironía y el hedonismo de las fiestas de ayer ahora me hieren. Entre el no moralizar y el moralismo hay una gran diferencia -aunque me temo que vuelvo a caer en lo segundo-. Entre nuestras vidas de doblar ropa interior y las vidas que salen a divertirse en cualquier momento no tendría por qué haberla. Y pasado el llanto he pensando en las fiestas que mañana inventaremos. Las que ya estamos haciendo. Las que cambian de significado verbos como «disfrutar».

Hay una gran diferencia entre una fiesta para permitirnos permanecer un día más, y una fiesta para destruirnos un día más. Es una fiesta mía y de muchos otros cuando nos da una noche por bromear hasta el absurdo en twitter y es una fiesta encantada la que montamos en casa con la confluencia de cuatro niñas sacando todos los disfraces del baúl.

Y las que hacemos en las casas de los amigos que amamos, improvisando una ensalada y unos pollos asados (no más de 1 € por cabeza). Y las ocupaciones de parques, plazas, espacios públicos, para vernos cuando y como nos apetece, con gente que no son familia pero ya lo son, porque hacemos cosas juntas. Creo que la serpiente exterior pretende que continuemos en las fiestas que no son tales, las destructivas -donde el hueco no es pequeño, sino abismal- y que no nos lo podemos permitir. Ahí se me ocurre, no tengo certeza alguna, que las fiestas del mañana no pueden ser sino aquéllas en las que nos cuidamos. Aquéllas en las que todas importamos. Las que nos permitan seguir remando -en otra dirección y nunca solas- un día más.

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