Hace tres años, el 27 de febrero, era sábado y tembló la tierra. Ese día no sabía si felicitar o no el cumpleaños al que había dejado de ser mi pareja. Había muchas cosas turbias ese día y nos despertamos aquí -en esta parte del mundo- con el aviso de que todo el Chile central se había estremecido, una vez más.
¿Tengo yo sola la sensación de que no sólo Chile, sino buena parte del planeta, no ha dejado de estremecerse desde entonces?
Hoy es miércoles, 27 de febrero, y está nevando en Madrid. Hacía al menos tres años que no nevaba así de fuerte, casi toda la mañana. No es más que un fenómeno meteorológico, desde luego sin las consecuencias de un terremoto. Me he puesto a pensar en aquella mañana de sábado.
La ausencia de noticias ciertas, la magnitud no conocida de la “tragedia”, la forma en la que tiene la incertidumbre de agrandarse sola, mientras intentas una y otra vez llamar a todos los números de línea fija y celular que tenía en mi poder y no sucede nada. Nada comparable con lo que se vivía allí. Mi ex suegra, mi mamá chilena, me contó sobre las noches en que tuvo que dormir en los jardines, al abrigo de los setos, en un barrio de gente bien, liberal e individualista, como se manda que sean los barrios bien a todo lo largo del orbe. Me contó que tuvo que compartir esas yerbas con otras personas a las que no conocía de nada, se hablaban, poniendo en común el miedo y el cielo abierto.
La experiencia de Sonia fue la de muchas otras personas en esos días, que en algunos casos duró hasta meses, sobre todo si vivías, como mi cuñada, en Talca.
Ninguna catástrofe en unas cuantas paletadas de nieve, pero algo en común: gente a la intemperie. Dentro de esta crisis a la que preferimos llamar estafa, cada día se suman varios centenares de familias que son desahuciadas, personas que pierden su prestación por desempleo, inmigrantes cuyos permisos y tarjetas sanitarias caducan, niños que se quedan sin escuela pública en su barrio o servicios pequeños y necesarios (como los “puntos de encuentro familiar” en los que padres y madres en procesos complicados de divorcio puedan seguir viendo a sus hijos sin tener que encontrarse cara a cara) que son eliminados por los “recortes”.
No durante unos días ni durante unos meses, esta larga crisis nos está dejando a todos con el culo al aire. A todos, menos a los políticos de los sobres. En mi última estancia en Chile, en noviembre pasado, sentía en los comentarios de los santiaguinos algo como compasión, muy bonita. Les decía que también estábamos aprendiendo cosas de todo esto. Era el día de la última huelga general. 14 de noviembre. “Cuando a los españoles los dejen como estamos aquí, sin derechos, dejan la cagá”, me dijo un buen hombre en una picá.
No creo que lleguemos a a dejar una cagá semejante a la que quedó tras aquel 27F, pero sí que estamos aprendiendo a vernos las caras y a organizarnos, a presentarnos en la calle una semana sí y otra también, convocados por nosotros mismos, sin ni siquiera pedir permiso. A lo largo de estos meses no nos hemos dejado solas, casi ni un minuto. Las circunstancias lo exigen. Como aquellas personas que se vieron, en una sola madrugada, abocadas fuera de sus casas, perdiendo todo, a la intemperie.
//Escribí este texto y lo envié a un medio chileno el pasado 27 de febrero. No ha sido publicado por lo que me apetecía sacarlo por aquí//
Un argentino me dijo una vez, «cuando nos mirás, creés que estás viendo el pasado, pero lo que estás viendo es el futuro».
Neoliberalismo rules.
¡Nos vemos en las calles! 🙂