Hace algunos dÃas, estando libre y suelta por Madrid, y habiendo dejado a unos amigos que ya se marchaban a casa, marcaba el número de teléfono de mi primo (acudiendo a la representación de su Radio Ficción en La Casa Encendida, curiosamente donde me encuentro ahora mismo tecleando en un terminal, previo pago de un euro, porque ni soy cliente de Caja Madrid, ni estudiante, ni jubilada, ni discapacitada, etc, etc.). Marcaba su número pero no me contestaba y querÃa verlo al muy querido mÃo. Como andaba en el barrio, y por dejarle tiempo a consultar sus llamadas perdidas, entré en un bar a tomar la penúltima.
Nunca he tenido problemas con tomarme una caña sola en un bar. Y desde, por lo menos, mis años de estudiante, he reivindicado mi derecho a tomarme una caña sola en un bar, como y cuando me diese la gana. AllÃ, en Sevilla, lo más divertido era la condescendencia, indiferencia fingida, de los camareros, siempre hombres, de los bares en los que entraba (Alameda, Alfalfa, Plaza de San Pedro…). No es algo que me preocupe por hacer, es algo que no me preocupa en absoluto hacer.
Excurso: la última vez que estuve en Sevilla, después del último acto (sesión de Hextatic) del Zemos98, cuando el cuerpo ya no me daba más de mÃ, salà hasta la avenida Torneo a buscar un taxi. Me tocó el taxista-chapa. El taxista-chapa se creÃa con el deber/derecho de darme la chapa durante todo el trayecto a mi barrio (de mis padres) en las afueras de Sevilla, porque mis amigos «me habÃan dejado ir sola a buscar un taxi»; porque una mujer no deberÃa andar sola por la ciudad a las cuatro de la mañana; porque lo mÃnimo era que me acompañaran. Estaba demasiado cansada para pegarle o gritarle. Lo peor, lo peor, fue tener que pagarle la carrera.
Vuelvo a la noche de hace siete dÃas. Entré en una tasca madrileña, barrio Lavapiés, donde los camareros también eran todos hombres. Me senté en la barra, esquina, y pedà una caña. Ojeaba un ejemplar de la recién cocinadita revista Madriz. Anotaba alguna cosa en mi cuadernillo de tapas azules. Al cabo de, quizá, un cuarto de hora, una voz me sacó de mi ensimismamiento:
Pardon… pardon… ecoutez-moi… Je suis seule…
Me volvà para ver que me hablaba una mujer (a la que ya habÃa fichado al entrar en el bar) rubia de unos cincuenta años. Siguió hablándome en francés, que como estaba sola, y ella estaba sola, y estaba hasta las narices de beber sola, y estaba ya como una cuba (fueron sus palabras), ¿por qué no hablábamos? Yo le contesté en francés, todo el tiempo, y eso que hace quince años que no lo practico.
Me contó que llevaba cinco años largos sin un trabajo en condiciones. Que habÃa empezado, hacÃa un mes, en un taller de restauración -que era su pasión, y lo hacÃa mejor que nadie- pero estaba muerta de asco y de vergüenza, pensando que en el mes de agosto, cuando se agotara su contrato temporal, volverÃa a quedarse en la calle.
La escuché durante mucho rato y le di, hasta donde pude, palabras de ánimo. No recuerdo cómo apareció el nombre «Zaragoza», y tiré del hilo para averiguar que la que me hablaba en francés me tomaba por extranjera (qué sé yo, el corte de pelo, la gabardina) pero ella era más española que las torrijas. Me tuve que reir lo mÃo intentando adivinar por qué llevábamos media hora hablando en otro idioma, en aquel bar de Lavapiés; quizá fue todo una estrategia de mi amiga para que el camarero, rumano, no entendiera sus quebrantos.
He escrito «mi amiga» y es asà como sucedió. La mujer, al cabo de un rato, me tomaba la mano y me decÃa «amiga, amiga», cuando yo le decÃa: «Tú no estás sola, no te mueras de la angustia pensando en el verano, piensa en el trabajo que ahora tienes y lo bien que lo estás haciendo, piensa en las cosas tan bonitas que sabes hacer con las manos, no vivas en el futuro colgada de una incertidumbre, vive en el dÃa de hoy». Y seguÃa sobándome la mano, llamándome «amiga, amiga». Me habló de cuánto le gustaban los hombres y de cuántas veces la habÃan dejado tirada. Me habló de que no tenÃa hijos por no haber querido tenerlos. Hasta llegó a enseñarme una teta, asegurándome que no le habÃa tocado un bisturÃ, y era menuda teta bien hecha.
Pasé dos horas sentada en esa barra, hablando con esa mujer, de la que tengo su nombre y su número de teléfono. Je suis seule, je suis seule, volvÃa a decirme una y otra vez. Desesperado canto de seducción, por un rato le funcionó, me funcionó, tuvimos compañÃa. Después, viendo que se me acababan las opciones para volver a mi casa (seule), la tuve que dejar (seule). Durante esas dos horas la quise desesperadamente, fue mi nueva heroÃna, fue la personalización de toda la marginación silenciosa, nada escandalosa, poco comprobable, que sufren las mujeres, y sobre todo aquellas que ya están dejando de ser jóvenes, que han dejado de serlo hace rato. A mÃ, mi amiga, me echó cuarenta y cinco años y me dio mucha risa (las gafas, la ropa negra, me dijo): la cuestión es que yo ya sé lo que me espera, lo que está a la vuelta de la esquina; acumular incertidumbre, experimentar precariedad y hacerme vieja. Seule. Complètemente seule.
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Actualizo,un dÃa después. Esta entrada también podrÃa haberse llamado «I’m lonely. I’m old». Watch this : http://youtu.be/i3OK0KgXjmk
Ni de coña, Caroline, tú no estarás sola, porque tienes tus palabras y ellas nos tienen a nosotros, tus lectores y oyentes…Pas seule…Una que te lee y te oye.