Me anduve quejando más de la cuenta y Alfredo, tan atento él, me habÃa llevado a la pisicina aquel martes. Siempre pasa igual. A cierta hora, ya no soportaba más el potaje granulento que hacÃamos todos en el caldo clorado, asà que me lo llevé a la cafeterÃa, pidiéndole un helado. Él nunca me negaba nada. HabÃa una penumbra irisada en aquella terraza, que me reconfortó por un segundo del griterÃo y el calor, y casi me hizo olvidar. La mujer estaba al frente, embadurnando de grasa la espalda de la hija, ya colorada. No sé cuánto tiempo llevaban ahÃ, ni por qué ejecutaba el ritual de la crema en las mesas de la terraza y no en el césped. Alfredo regresó. TraÃa su sonrisa y un magnÃfico cono de sabor capuccino. Lo mejor eran aquellos tropezones redonditos, como cacahuetes de sabor café, como rocas lunares hechas para mi boca. Alfredo sabe lo que me gusta. Lo sabÃa. El sol cortaba ya en diagonal, pero su luz era igual de molesta, de insidiosa. Ahà lo vi. Ahora, la hija repasaba con amor de hija la espalda de la madre. Se aplicaba, impertérrita, sobre un tapizado que yo veÃa, desde la distancia, como un bajorrelieve de pústulas violáceas, como un puntilloso decorado de granos gordos como legumbres, cubriendo el pecho, los hombros y la espalda ofrecida por el bañador, que pedÃan de todo menos protector solar. Estaba hipnotizada. Tal dedicación ponÃa la hija en su cometido que, al cabo de un rato, me di cuenta de que el capuccino chorreaba lánguido sobre mis dedos y la blusa, y de que Alfredo estaba zarandéandome de un hombro para llevarme de vuelta a la piscina. Es una pena, con lo que me gustaba Alfredo. Y más el capuccino.