Carolink Fingers
01.11.2021

Todas las flores se orientan al sol

por carolinkfingers

1.

De entre todas las canciones a las que la cantante Liz Fraser ha puesto voz, hay una que nunca fue oficialmente publicada y sin embargo podemos escuchar. Esa canción cuenta una historia y es la siguiente: circa 1995-1996 Jeff Buckley y Liz grabaron juntos. De esa sesión salió ‘All flowers in time bend towards the sun‘, una toma acústica sin arreglos, en la que se les escucha reír en dos momentos. Ella se ríe, suavemente, al principio de la toma. Al final suenan ambas risas juntas, y un «oh my god» pudoroso.

La canción no debería haberse publicado nunca. Sin embargo está ahí, en varios archivos de youtube con carátulas diversas. El vídeo con más reproducciones –tres millones– presenta una foto archiconocida de Liz en la que no tiene más de veinticinco años, donde originalmente estaba todo su grupo, pero a la izquierda han eliminado al resto y encajado la cara de Jeff en blanco y negro. Ambos lucen insultantemente bellos y jóvenes. Esa imagen es una entelequia para hacer sentir bien a la audiencia: no existen registros de los dos juntos. No existen más que unos pocos testimonios y el archivo de esa canción, que nunca debería haberse publicado.

Liz tendría treinta y tres, Jeff treinta. Se conocieron (¿cómo, cuándo?), se amaron. Se juntaron (¿cómo, cuándo, cuánto tiempo?): al menos el tiempo suficiente para fabricar la composición. El sonido de toma única, medio improvisado, es encantador. La segunda estrofa está sin escribir. La tercera dice tan solo «It’s okey / to be angry / but not to hurt me». Y sube el timbre fuerte en la última frase, a modo de protesta, las cuerdas vibrando.

1995-1996: la ventana temporal que compartieron no fue ancha, pero la canción se publicó mucho más tarde, pasados casi diez años. Para cuando se grabó, no existían las plataformas de uso masivo a las que hoy recurrimos para escuchar música. Parece que se filtró por primera vez en Napster, hoy es fácil encontrarla en youtube tan solo buscando jeff+liz. Me imagino un estudio privado y no más de tres personas asistiendo. Seguramente aquellas personas sí saben quién filtró la grabación. Una de esas esperó mucho tiempo para dejarla volar por el mundo. ¿Con qué motivo? ¿Por qué? Esperar, dejarla volar. ¿Cuál era la decisión correcta?

A día de hoy, el vídeo que acumula más reproducciones tiene numerosos comentarios que apuntan a ese hecho: podemos disfrutar de esa grabación porque alguien saltó de una zona íntima a otra pública y ofreció el resto, el exvoto, el cadáver de un momento del pasado. Disfrutarla provoca culpa, cierto morbo, la emoción de asomarse a un evento íntimo, por supuesto irrepetible, de dos seres que se habían encontrado, celebraron hacerlo y luego se perdieron. La canción es el testigo de ese encuentro. También es el testigo de nuestra curiosidad, mitad cándida, mitad abominable.

2.
Liz llevaba cantando en público desde 1980, cuando formó Cocteau Twins solo con diecisiete años. Dejo de lado muchos hechos y la leyenda que dice que dos tipos la «descubrieron» bailando en un club. Uno de ellos, Robin, se convirtió en su pareja y la banda pervivió hasta 1997, generando un culto que dura hasta hoy. Dejo de lado muchas otras anécdotas para centrarme en 1995-1996: en ese entonces Cocteau Twins estaba dando los coletazos de un gran pez herido. Trabajaban intensamente en su último álbum en estudio, ‘Milk and Kisses‘, que se publicó en marzo de 1996, y en el resto de grabaciones anexas de ese momento, EPs y singles. Existe, al parecer, un número indeterminado de canciones a medio completar que la propia banda ha decidido no publicar nunca. Se separaron definitivamente, muy definitivamente, en 1997. ‘Milk and Kisses’ es, por tanto, su canto del cisne, octavo disco en estudio y última colección ofrecida al público incondicional que los había seguido y amado durante los ochenta y noventa.

Robin, Simon, Liz. Siempre se había mantenido bajo el ala de sus compañeros, cantante y letrista, salvo para colaborar esporádicamente con otros proyectos o bandas. Sería un error considerar a Liz Fraser como la «cantante de un grupo». Era probablemente el alma entera, la pieza que nadie podría haber sustituido. Hasta dónde intervenía en las composiciones o decidía en arreglos, ritmos y setlists, solo lo saben los colaboradores íntimos y ella. Antes de la separación, Liz había puesto su voz en temas de artistas mucho menos conocidos que su propia banda, casi siempre del sello 4AD, y fugazmente en el proyecto electrónico Future Sound of London –donde se la oye en su vertiente más salvaje, jugando a doblar su propia voz y hacer consigo misma una orquesta–. Liz comienza a diseminar sus colaboraciones, duetos, coros. Fuera del grupo, la voz y presencia de Liz va adquiriendo poco a poco una corporeidad que cuaja realmente años después de la desaparición de la banda.

En 1996, en algún momento entre composición, grabación y edición del álbum final, Liz tuvo tiempo para viajar y permanecer con Jeff el tiempo suficiente para registrar ‘All flowers in time bend towards the sun‘. En años sucesivos, siguieron otras colaboraciones, todo el mundo quería tener la voz de Liz y algunos lo consiguieron: Ian McCulloch, Yann Tiersen, Peter Gabriel, Sigur Ros, Howard Shore, Craig Armstrong… Y Massive Attack. ‘Teardrop‘ es probablemente la razón por la que el público masivo conoce la voz de Liz Fraser, sin saber de quién se trata. En 2005 apareció un EP firmado con su nombre, grabado con su actual pareja y otros músicos. No hay más «carrera personal» de Liz Fraser que sus colaboraciones.

3.
Elizabeth Fraser
nació en 1963 en una localidad industrial de Escocia, lejos de ambientes bohemios o artísticos. Una década más tarde, me tocaba a mí en un pueblo de la periferia sevillana. Yo tendría cinco años cuando ella bailaba en un club y fue abordada por un tipo, que la invitó a formar parte de su banda. Ahí estarían, sin dudarlo, la mirada desviada y clara, la epilepsia del baile con alguna canción punk, la timidez, el peinado cardado, diecisiete años, la música, las luces, y un tipo con cuatro pelos en la barba que se le acerca y le habla. – He escuchado que cantabas aquí en la pista, ¿te animas a cantar en un grupo, te vienes con nosotros? o… –Tienes una imagen increíble, seguro que tienes un grupo, ah ¿no tocas? ¿Y cantas?

Ocho o nueve años más tarde era yo la que bailaba en un club, ojos en blanco si el dj hacía sonar ‘Sugar Hiccup‘ o ‘The Spangle Maker‘, pero no eran rompepistas ni favoritos de nadie en 1989 en aquella ciudad paleta, ni siquiera entre quienes intentaban soñar con Londres en los barrios bajos sevillanos. En otro rincón de la ciudad se podían encontrar singles y LPs del grupo de 1982 o 1985; y los atrasadísimos after-punk de la ciudad, con nuestros intentos de cardados, los admirábamos como si fuesen reliquias de una secta sagrada. La voz de Liz se liga entonces a mi biografía, cuando tengo quince años, y nunca ha dejado de hacerlo desde entonces. Atada a esa voz, queriendo ser esa voz, copiando sus giros, cargándome de luz, energía y voluptuosidad en sus inflexiones, en todas y cada una de las etapas que ha atravesado la voz y que he atravesado yo hasta hoy.

He pasado épocas de ensimismamiento tenebroso, de enamoramiento y odio envidioso, de imitación obsesiva, de fanatismo, pero el tiempo es maestro para los de mi condición; ahora me basta con retomar sus canciones una o dos veces al año, con trocitos de la discografía del grupo o con sus colaboraciones desordenadas, dependiendo del humor. Sigue, treinta años más tarde, siendo un refugio, algo similar a quedar a tomar café con esa amiga que conoces desde la infancia y con la que, por milagro, nunca os habéis separado demasiado. Similar a pedirle a esa misma amiga que te cante una nana en una noche especialmente oscura, hasta lograr quedarte dormida, cuando toda la existencia se te clava como esquirlas. Ella es la amiga que sabe curar el frío.

Suya fue la voz que me cantaba las nanas más tenebrosas en la cama que recogía mis sueños cuando dejaba de ser niña. ‘My Love Paramour‘, ‘Wax and Wane‘… canciones de tonalidades extrañas musitadas en mis oídos, en el descuento nocturno, desde una emisora de radio bastante peculiar que se podía escuchar en el pueblo periférico de la ciudad paleta, que mi hermana y yo dejábamos sonando hasta la madrugada.

Más tarde llegó Jeff Buckley. Con menos misticismo, pero de manera igual de rotunda. Recuerdo la primera vez que escuché ‘Grace’ : estaba en la oficina de una redacción donde hacía prácticas, me levanté y me quedé pegada a la radio para absorber esos acordes, esas frases, para sobre todo retener el nombre que susurraría el locutor cuando terminasen los riffs y las evoluciones de aquel «wait in the fire»… Tendría veintipocos. La voz de Jeff me supuso un mazazo, un descubrimiento. Una voz que sumaría pronto al altar de los que me cuidaban desde un lugar lejano, en ese despertar turbulento a la vida, aunque por entonces aún no lo sabía.

No hace falta nada más. Alguien, desde lo cercano o lo remoto, te habla directamente a ti. Esa voz no es entelequia ni espejismo, es alguien real que vibra o vibró con una frecuencia de onda que entra directa en tu cerebro, alguien que conjuró melodías e imágenes que se inyectan en tu hipotálamo: emite y es capaz de traspasar capas de tiempo y cultura para hacerte vibrar. Nadie sabe de qué está hecho el fanatismo. En mi versión corta, creo que está hecho de encontrar algo parecido a un amigo. Un alma gemela, un ángel de la guarda, un vigilante en tu camino. El objeto del fanatismo no es una fantasía, pero sí una especie de proyección. No hace falta demasiada realidad, hacen falta los acordes precisos.

Una o dos veces al año regreso con Jeff o con Liz o cualquier de los otros. Quedo con ellos para que me acunen, para que me recuerden qué soñaba con quince o con veintidós, para que no dejen marcharse del todo a la que fui, niña o adolescente, les invoco para invocarme a mí, para reencontrarme con una versión de mí que no estaba tan herida o magullada, y sentía profundamente por cada una de las caídas y subidas de sus voces, por cada una de las atropelladas anécdotas de los días, cuando no tenía tan encallada el alma.

4.
La historia es breve porque breve fue el encuentro. Liz y Jeff se conocieron y se amaron. En algún momento escribieron y grabaron una canción, se separaron. Hay cosas que no pueden ser y sin embargo suceden. La voz de Liz entra tímida en la canción, con su registro más dulce, acompañando a la de Jeff: con tiento, toma entereza y cuerpo, arropa y hasta sobrepasa a la de su acompañante. Está bien estar enfadado, pero no me hagas daño.

En el estribillo juegan a cantar en distintos tonos. Aún no han decidido quién hará el coro a quién, así que todo resulta un poco caótico. Como conocerse y amarse sin realmente conocerse. Todas las flores del tiempo se giran hacia el sol, sé que dices que no hay nadie para ti pero joder, mírame, aquí hay alguien, aquí estoy para ti. No es un estribillo perfecto, pero dice lo que se debe decir a quien se está dando cabezazos de soledad y autocompasión por las esquinas. Aquí hay alguien que se preocupa, y hasta desespera, y quiere ser ese alguien. No el único. No el necesario. «Yes, yes, yes», apostilla Liz.

En 1984, la voz de Liz fue inmortalizada en una canción que sobrevive mucho más que cualquiera de los temas de su banda: se llama ‘Song to the Siren‘. La canción de la sirena fue escrita en 1967 por Tim Buckley, padre de Jeff al que abandonó siendo un niño, en colaboración con Larry Beckett. Alrededor de quince años después, Ivo Watts-Russell, director musical y artístico del sello 4AD, recuperó ese tema para el proyecto con el que, dentro de su discográfica, pretendía versionar fragmentos olvidados de la historia del rock-folk anglosajón, This Mortal Coil. El álbum inaugural del proyecto se llamó ‘It’ll End in Tears‘, y fue una reescritura de su particular visión del rock, en clave after-punk, gótica y minimalista, con las guitarras, teclados, arreglos y voces de todos los talentos del sello. Vinieron más discos, ninguno como este.

La primera canción de ese álbum es ‘Kangaroo‘, un pequeño himno incel de los primeros setenta, escrito por Alex Chilton de Big Star. La versión es a cargo de Cindy Sharp (Cindytalk, mujer trans que siguió en los terrenos de la electrónica hasta hoy), y justo a continuación aparece la voz de Liz para cantarle a la sirena, sobre el viejo tema de Tim, sepultada en ecos y reverbs. Aun cuando la producción es excesiva, marca de la casa, la interpretación apabulla y permanece. De cuando en cuando alguien se acuerda de ‘Song To The Siren‘, como hizo David Lynch para una escena de ‘Carretera perdida‘. Jeff, que no había conocido a su padre, tendría como ocho años cuando apareció ‘Song To The Siren‘ cantada por Tim, y dieciocho cuando la incluye This Mortal Coil en su debut. Por su lado, ‘Kangaroo‘ solía sonar en los conciertos de la gira que realizó Jeff a partir del éxito de su primer disco. ¿La conoció por Big Star, una de esas pequeñas bandas de folk-punk de los ambientes universitarios, o la escuchó en el disco de los góticos británicos? ¿Llegó Jeff a ese álbum, de algún modo pieza de culto, y escuchó la versión del tema de su padre en la voz de Liz para, quizá, hacer las paces con quien lo había abandonado? ¿Tuvo algo que ver la versión de ‘Song to the Siren‘ de 1984 en el hecho de que se conocieran Jeff y Liz?

1995-1996. Jeff tiene casi treinta y Liz treinta y tantos. Jeff tiene un disco grabado y Liz cerca de diez. Jeff gira y gira con su banda, Liz se acaba de separar de su pareja de cerca de quince años y tiene una hija. En qué momento de esos años se cruzan y se conocen, no sabemos, pero entre los dos creció una canción. Compartieron el tiempo suficiente para materializarla. Sabemos poco más allá de lo que cuenta la propia Liz en un documental en torno a la figura de Jeff: él era irresistible, él idealizaba su voz, se enamoraron de inmediato, pero también fue tan intenso para ella que, en algún punto, comenzó la separación.

Es apenas un minuto de montaje y se dan a entender varios años de su vida. Cuando lo conoció, atravesaba un momento en que se le desmoronaba todo. Probablemente hasta el deseo de cantar. Años después de su encuentro, lo describe como una sacudida inesperada de calor y de color.

Grabaron una canción. Alguien la publicó años después. Normal que Liz esté enfadada.

Jeff Buckley apareció muerto, ahogado en el río Wolf de Tennessee, el 29 de mayo de 1997.

5.
Hay muchas Liz en la voz de Liz, hay una paleta de sonidos casi interminable, aunque en el imaginario prevalece sobre todo una: la voz aflautada, dulce y cándida con la que interpretó ‘Teardrop‘ en 1998. El apelativo que algunos periodistas dan a Liz, «la voz de Dios», nace de esos gorgoritos de hada, su versión más etérea, pero hay otras muchas Liz que toman protagonismo a lo largo de una carrera de décadas. Está el timbre natural, está la que grita, la que subyuga con sus tartamudeos y palabras inventadas en las escalas más graves. Están esas Liz directas y rotundas que se suelen obviar y a mí me parecen las más conmovedoras (como en la estrofa «It’s okay / to be angry»). En esa versión de sí misma abandona lo-bello-estándar, la delicadeza, y pareciera que emite desde el centro de sus órganos, y por momentos nos permite olvidar cualquier parte racional que pueda tener lugar en el canto. Yo escucho en esa Liz algo así como la Galadriel que se alza, en la versión cinematográfica, por quince segundos, poderosa y destructora, antes de volver a su forma reverencial.

Hay muchas Liz en la voz de Liz y no me quedo con ninguna. Mi viaje favorito por sus voces está en la colección ‘Lullabies to Violaine‘, los singles que abarcan todas las épocas. La de los primeros sencillos es todavía una voz en construcción, que se esfuerza en sonar como las cantantes after-punk de la época. La primera vez que aparece la Liz-hada abiertamente es, creo, la canción ‘Aikea-Guinea‘. La voz Liz-hada predomina a partir de entonces en los sucesivos discos, y llega un momento en que las muchas Liz empiezan a saturar cada minuto de cada canción; en un momento dado ha alcanzado tal acumulación de belleza que es capaz de ser la cara horrible de la gorgona a la vez que la delicada faz de una ninfa, las numerosas Liz se corean y solapan y, desde el disco que editaron en 1990, la «voz de Dios» te escupe a la cara madurez tonal y desprecio completo por la comprensión de sus letras. Esa maravillosa marca de Liz, que canta sin palabras o con palabras que solo entienden los elegidos.

Hacia el final de la colección de singles, aquella cantante de los gorgoritos de hada es como un escuadrón de voces abarcando todos los registros, que no pide permiso para nada, y quizá se empieza a comprender de dónde surge la separación. Del camino de exploración que lleva su voz (de 1979 a 1997), yo me quedo con todas las Liz, como harías con esa persona a la que conoces y acompañas a lo largo de los años y te va enseñando sus distintas versiones, que no se contradicen sino que suman y te hacen, al cabo, quererla más. Si insisto en la Liz desatada de vibrato alto, la más dionisíaca, es porque es la más infrecuente. Viajo al último disco que grabó con Cocteau Twins, publicado en 1996. El tema ‘Rilkean Heart‘ está dedicado ‘for Buckley, my love‘. Así lo firmó en la carpeta, con un matrimonio desmoronado, una banda al borde del colapso, después de su encuentro y un año antes de que Buckley se ahogase.

Inmediatamente antes está el tema ‘Tishbite‘. Dos voces de hadas en paralelo van dejando caer frases de tensión, de duda y miedo a entregarse. («I feel a connection, a deep connection…»). Pero en el segundo estribillo entra una tercera voz, que reafirma a la Liz desatada, abierta, dispuesta. «Esa montaña de placer… me quiero perder en ella, dormir como un bebé, no sé dónde terminas tú, ni dónde empiezo yo, quiero llevarla conmigo, llevarla conmigo, llevarla conmigo». Hay que, simplemente, dejarse arrullar por ese río que es su voz. Esa voz se impone y concentra, por unos segundos, toda la energía afirmativa, libidinosa y corporal que es capaz de convocar.

Nunca antes tuvo tanto sentido ese disco hasta que entendí que estaba escrito, quizá entero, en relación a Jeff. 1995-1996.

6.
Hay una mitología del rock que suele comparar canciones con orgasmos. Yo prefiero otra y veo algunas canciones como manos tendidas cuando fallan las auténticas, como la sonrisa en los ojos de alguien amado, hasta como brazos que recogen tu cuerpo en trance de desmoronarse. Una canción que tiene el poder de adherirse a los pliegues cerebrales y convertirse en obsesión es, quizá, el único lugar seguro que queda sobre la tierra.

Y esa canción está publicada sin permiso en un archivo de youtube.

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Una versión corta de este texto (muy corta), fue publicada aquí en diciembre de 2020.

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