Mi padre me ponía música gospel los domingos -me ponía música de todo tipo- y es buen cantarín, cuando era pequeña cantábamos juntos alguno de esos gospel hiper-conocidos -ya véis, Sevilla años 80- como “oh when the saints go marchin’ in”. El gusto por cantar lo tengo más por él que por ella. Hace poco leí un artículo de Angela Davis sobre la música gospel y el blues, como dos expresiones de un mundo de cambios: de antes y de después de salir de la esclavitud. El blues como la forma musical que se desarrolla tras la abolición de la esclavitud, cuando toda esa sociedad se da la vuelta y los que fueron esclavos pueden emitir mensajes por sí mismos: quedan olvidadas -en parte- las canciones comunitarias para centrarse en procesos individuales (el artículo dice muchas más cosas).
“La DA, durante los viejos tiempos coloniales, disfrutaba de una posición elevada en las casas adineradas de Martinica. La da era normalmente una negra criolla -con más frecuencia de tono oscuro que claro- y era habitual que fuera una capresse en vez de una mestive; pero en su caso particular el prejuicio de color no le afectaba. La da era una esclava; pero ninguna liberta, sin importar lo bella o culta que fuese, podía disfrutar de los privilegios sociales que tenían algunas das. La da era tan respetada y querida como una madre: era al mismo tiempo una nodriza y una enfermera. Porque el niño criollo tenía dos madres: la madre blanca y aristocrática que le dio a luz, y la madre adoptiva de piel oscura que le proporcionaba los cuidados, que lo amamantaba, lo bañaba, le enseñaba a hablar en el estilo dulce y musical de los esclavos, lo llevaba en brazos para contemplar el hermoso paisaje del Trópico, le contaba cuentos fascinantes por las noches, lo arrullaba hasta que se quedaba dormido y se preocupaba de cualquier cosa que quisiera, de día o de noche. No era de extrañar que, durante la infancia, la da fuera más amada que la madre blanca: cuando había alguna preferencia muy marcada, ésta era casi siempre en favor de la da. El niño pasaba mucho más tiempo con ella que con su verdadera madre; sólo ella satisfacía todas sus pequeñas necesidades; él la encontraba más paciente, más indulgente, quizá incluso más afectuosa que a la otra. La propia da tenía el espíritu de un niño, hablaba con el lenguaje de los niños y le divertían cosas infantiles: ingenua, juguetona, cariñosa; ella comprendía los pensamientos, los impulsos, las aflicciones y los defectos del pequeño de una forma de la que la madre blanca no siempre era capaz; ella sabía instintivamente cómo calmarlo en cualquier ocasión, cómo avivar y acariciar su imaginación; entre sus naturalezas reinaba una armonía absoluta, una feliz comunión de lo que les gustaba y lo que no, una comprensión perfecta del placer animal del ser. Más tarde, cuando el niño había madurado lo suficiente para recibir sus primeras lecciones de un tutor o una institutriz, para aprender a hablar francés, el afecto que les profesaba a la da a y a su madre empezaba a diferenciarse de acuerdo con la expansión de su mente; pero, aunque puede que la madre fuese más querida, la da con la familia raramente terminaba, excepto en esos crueles casos en los que solamente la “alquilaban” a otro dueño de esclavos”.
El relato que hace Lafcadio Hearn en Youma cuenta en tono nostálgico la historia de una mujer negra esclava y da (nodriza, cuidadora, madre secundaria) en una familia de criollos en Martinica, justo en el momento en que llega el fuego de la emancipación esclava a la isla.
Hace ocho semanas que estamos llevando adelante el taller Desmontando a la madre en Campus Relatoras, ya casi terminando, en un trayecto que se ha puesto muy político (no podía ser de otra manera, creo).
Para empezar, lo que planteaba era revisar los roles o moldes culturales de aquí-ahora. La madre es una figura, en nuestro mundo, cargada de ideología, en un raca-raca de soledad, responsabilidad y culpabilización que no se ve de tan hegemónico.
Mucho de lo que somos está dictado desde los discursos culturales. Hace al menos un siglo que la madre es un “deber ser” constante según esas historias. Personajes secundarios y secundones que tienen en sus espaldas la vida de otros y apenas se asoman sus propias necesidades de individuo. Por suerte, aparecen historias en primera persona y/o madres-agentes y es de agradecer, pero es poco. A mí me parece una maquinaria bastante cabrona la que se despliega sobre la madre: o eres esto (cuidadora) o eres «mala».
Hemos andado mucho en estos dos últimos siglos y podemos felicitarnos por ser nosotras las que estamos a cargo de los hijos (con muchas salvedades, pues la externalización del cuidado es cotidiana y eso a veces tampoco se ve).
Nos ha tocado el feminismo de la igualdad (bienvenido, y todo lo demás, pero ¿por qué se ha leído a Beauvoir más que a Adrienne Rich?), la contracepción y la medicina reproductiva, nos ha tocado aprender y reaprender la maternidad, el largo trayecto del individualismo moderno y la libertad y la “elección” y el neoliberalismo y todos los discursos sobre “tú misma haces tu vida, eres la única responsable”. Nos ha tocado el capitalismo emocional (Illouz) y todas las emociones están sobre el tablero.
Mientras, se nos ha ido quedando más y más chico el círculo a las madres. Soy consciente de que hacer este repaso sintético es dejarse fuera un montón de cosas y saltarse a la torera procesos complejos. Una de las cosas con las que me peleo en la actualidad -leyendo y escribiendo casi todos los días sobre casos de madres que “no se hacen cargo”- es la “soledad” en la que se encuentra la madre contemporánea. ¿Soledad elegida, querida, tomada en conciencia? Hay un imperativo de cuidados, y por otro lado un «vacío»: el reconocimiento social es casi, casi nominal. O, como dice Rich, todos hemos nacido de mujer, y sin embargo se sabe más del aire o el firmamento que de la maternidad.
Pongo en serias dudas que seamos madres por «elecciones libres». Hice un comentario en twitter hace unos días:
algún día se verá claro, clarito, que las madres de este momento son las esclavas del siglo xviii. pero todo es «elección personal».
— (@carolinkfingers) July 14, 2014
Una de las respuestas que me llegaron fue “la maternidad es una elección”. Claro que sí, campeón/a. Poniendo las cosas a lo bruto, poca elección existe en nuestras vidas: tenemos que conseguir un trabajo, tenemos que mantenerlo, tenemos que optar por el campo o la ciudad, comprar un coche o no comprarlo, darse a las drogas o no. Chose a life, como decía aquél de Trainspotting. Ja.
Venimos un tiempo hablando de las comunidades y preguntándonos por la sostenibilidad, por poner la vida en el centro y muchas otras cosas. Durante dos siglos, la propaganda institucional se ha centrado en llevar la maternidad/crianza a lo privado, y en este contexto nos topamos con la soledad como contra un rompeolas. «Anda ya, tía, qué tanto le pones, si tú has querido ser madre»…
Y también estamos redescubriendo -oh, almas cándidas, yo la primera- la potencia de los vínculos. Pues vamos a mirar a éste: la comunidad puede ser elegida pero también puede ser la que te encontraste, y la comunidad familiar es, ni más ni menos, el lugar de partida.
Leí Youma muy bien recomendada porque estoy hace mucho preguntándome todo el tiempo por cómo nos sostenemos y cómo nos vinculamos. Youma es esclava, eso parece quedar tan lejos… Y, ante la decisión entre sus deseos individualistas, las promesas de «libertad» y su amor por la niña que cría, opta por este último.
No puede haber nada más bello.
Pero ella es esclava.
Pero nosotras elegimos.
Pero es nuestro mundo.
Y probablemente no tiene resolución fáctica, mientras tanto sacar este discurso de lo privado, de la elección, del «tú te lo buscaste y tú te lo comes» me parece urgente y necesario. ¿Cómo? Pues ni idea, pero a lo mejor asambleando la crianza. El taller siempre se propuso (lo propondremos próximamente) como un gatillo para pensar esto. Pero hay cosas que me parecen obvias. Como que aquellos que no quieren ni oír hablar de todo esto -de las contradicciones y los problemas que conlleva la maternidad en la contemporaneidad- también se aprovechan, cada segundo de su vida, de lo madre.
Y además, sin duda, es un happy day ser madre. Y claro que queremos disfrutar todo todo todo lo que se pueda de ese «placer animal del ser». Porque la vida, pese a quien le pese, es el centro.
Ola! qué interesante! me leere Youma a verrrrr. Has leído «Autobiografía de mi madre» y «Lucy», de la también antillana Jamaica Kincaid?. Espero seguir en contacto. Besos.
Hola. Leía la nota de Carolina sobre maternidad. Y si tal vez sea una elección el ser madre. Pero, ¿hasta que punto?
Tal vez América Latina sea muy distinta a Europa. Pero…¿no está implícito en el hecho de ser mujer el deseo velado de ser madre, casi como un instinto. y digo casi, porque también aquí vivimos con la domesticación de lo instintivo.
y claro que no todas las mujeres lo desean. Pero , el hecho de desearlo y buscarlo no nos exime de toda nuestra humanidad repleta de temores y contradicciones. ¿Por qué nos empecinamos en percibir al mundo con una mirada tan patriarcal? ¿Cuándo tomaremos las riendas de nuestra representatividad como cincuenta por ciento de la creación o lo que sea? ¿No es acaso la mirada femenina un poco más integradora que la espesa y generalista mirada del hombre? Tal vez una línea de pensamiento que libere las culpas o los malos rollos por no cumplir con la tarea elegida con el debido arrojo y la reclamada abnegación? Esa parece ser una visión paternalista, que en nada se parecen a la mirada de ciertas tribus matriarcales, como las bribris en Centroamérica, o las MamáBenz. o ciertas tribus africanas. en fin, no está todo dicho en materia de maternidad. Hay que volver a escuchar a las matronas mexicanas, a las comadres de todos los pueblos pequeños. y ver como somos en verdad las mujeres, cuales son nuestros verdaderos deseos, y para qué queremos el bendito poder anhelado. Saludos