Recompongo en este post algunas de las notas que conté / no conté en la presentación del libro en Madrid, el pasado 16 de marzo. En ella me acompañaron Gloria Fortún y Silvia Nanclares.
Mejor que en un libro de relatos, en ningún sitio.
Ya no queda nada sagrado en este mundo, salvo el desayuno.
Historia general del desayuno es mi primer libro de cuentos en Los Aciertos / Pepitas de Calabaza. He escrito cuentos desde que tengo memoria. Nunca antes los he dado a publicación. La editorial riojana aceptó y acompañó este libro que se ha demorado tres años en la escritura y uno entero en la edición. También hace unos días cumplí cincuenta años.
¿Es el libro de cuentos que soñaba? ¿Son estos los cuentos con los que quería “debutar”?
Historia general del desayuno es el libro que ha salido después de un largo periodo de silencio (podríamos hablar mucho de los silencios): ahí van 140 páginas, después de mucha escritura descartada, persiguiendo mi propia estética. He perseguido mi propia estética con cada cosa que he escrito, en cada cosa que he hecho. Perseguir y elaborar una estética, que es lo mismo que la ética pero en bello, al menos en persecución de lo bello, aunque en nuestra escritura hablemos de lo horrendo y de lo injusto y de lo angustioso y lo inmanejable: a donde queremos llegar es a la belleza. Un poco como les pasa a los cuatro personajes de Plaza Elíptica (el primero de esta colección), que no saben a dónde van.
Podríamos hablar mucho de los silencios. Dejé de escribir cuentos alrededor de 2009, cuando se me rompió el ideal de vida en pareja que creía que me sostenía. Años más tarde en 2020, en el momento pandémico, viví otra especie de silencio: una afasia mental en la que me sentía incapaz de escribir nada, ni la más mínima frasecita de autoayuda en mi diario, ni una mísera reflexión acerca de lo que vivía, ni la lista de la compra… Perdí toda capacidad de generar un texto y el sentido completo de para qué decir… si es que quedaba algo que decir.
Fue gracias a uno de los talleres de Gloria Fortún que volví a este juego. Silvia Nanclares, con la que comparto desde hace décadas las penas y alegrías de escribir, me recomendó que entrase en él y no se equivocaba. Bajo la tutela de Gloria, jugué a los argumentos, a las voces, a las estructuras, a los códigos internos. En aquella época oscura, encontré una determinación y un objetivo concretos con los que volver a escribir: necesitaba regresar a quien había sido yo con diez, con catorce, con veinte años, la que escribía cuentos. Mi hijo me dijo un día de aquellos: “Eres mucho más feliz desde que escribes cuentos”. Luego se fueron amontonando. Algunos pedían salir, mostrarse, tímidos pero confiados. Otros muchos se fueron a un cajón. Alejandro Zambra escribió, hablando de poemas: “Los publico porque están vivos. No sé si son buenos, pero merecen vivir”. Me apropio la cita, la recompongo. Yo no sé si estos cuentos están vivos, pero son buenos.
Volver a la escritura de ficción, después de un larguísimo periodo de silencio, fue volver a preguntarme mientras jugaba: ¿Dónde estoy yo? ¿Qué caracteriza a mi escritura? ¿Cuál es la estética que me define, si es que es alguna, después de destripar más o menos mil libros de cuentos? ¿Por qué los cuentos?
Este libro es una defensa a ultranza del relato breve, del cuento literario contemporáneo. En un cuento puede haber tanto abismo y tanta profundidad como en cualquier novela, y además se da condensado. Se consume en el tiempo en que te tomas el café con galletas. O en el que viajas de un sitio a otro de la ciudad. Engancha, satisface, sin llenar como una comilona dominguera. Llena exactamente lo que un desayuno decentemente preparado. No hay nada que haga mejor o peor a un libro de cuentos en el terreno literario, si es bueno es tan bueno como una novela, cuando esta es buena. Hay tres millones de novelas estúpidas, y algunos no se dejan recomendar un libro de cuentos cuando me piden una lectura para pasar el fin de semana…
En las últimas dos décadas –por resumir: criando hijos, divorciada, crisis económica, 15M, asambleas, feminismo, crisis climática, pandemia, envejecer dos décadas–, he aprendido muchas cosas. He aprendido sobre todo a relativizar, en las entrañas. Como persona en este mundo, como creadora de pequeños universitos que querían darse a conocer. Me relativizo todo el tiempo, lo que hago y lo que creo, y también lo que escribo. En la escritura me relativizo más que en ningún lugar, porque es difícil mantener la pulsión por crear en todas estas circunstancias (difícil pero no imposible, se mantiene aquello que se ama); es difícil creer en la propia escritura cuando una forma parte de la hiperproducción cultural: soy lectora, fui periodista, soy librera desde hace diez años. La escritura (y otras formas de creación), en este relativismo que me impongo, en el mundo de la hiperatención desestructurada, es una militancia. Eso quiere decir que, si eres alguien que se relativiza, sigues haciendo lo que amas sin planificación y sin cálculo. Sin esperar regalías. Sin programar ni calcular en el universo de la atención atomizada. Sin ceder tu libertad creativa a un nicho o una tendencia o una oportunidad.
En estas dos décadas a las que aludo, el largo silencio, también leí mucho, por vicio y por oficio; me quedé con todas aquellas que jamás cedieron su libertad creativa, y eso no quiere decir que escriban sin consecuencias, sin peso, sin política o sin agarre en este mundo. Relativizarse es para mí perseguir un agarre más consistente, espeso y complejo en este mundo. Eso, quizá, es mi estética. Lo estoy pensando así.
Al relativizarme, ningún ensimismamiento, ningún abismo creativo es suficiente, las voces de otras y otros siempre están ahí. Me encuentro cruzada por voces, infinitas voces, lo que leí y lo que vi en el centro de salud y en la cola del autobús, lo que creí y lo que otros creen, todas esas voces. El juego de la escritura de ficción es entrar en relativo, impersonarse en otras realidades, experiencias, creencias, mapas de futuro o desesperanza; el juego de la escritura de ficción es relativizar todo lo personal para poder entender al prójimo a través de la escritura.
A las voces hay que rendirles pleitesía. Estamos cruzadas, estamos cruzados, por esas voces. Mi estética, si es que existe, no es mía: Soy todas las que me han contaminado, como dice la cita de Aixa de la Cruz que le puse a uno de estos cuentos.
¿Y qué o quiénes me han contaminado? Este libro es fruto de muchos azares. Nació muy poco a poco, como el redescubrimiento del juego, de la ficción, de la construcción de fábulas. Por eso este es un libro sin “programa” ni “tema”. No hay programa pero adoro las citas de cabecera, esas frases descontextualizadas que robas o tomas prestadas para apuntalar sentidos, crear un marco, incitar una atmósfera. Y, para este libro, se quedaron estas dos que enmarcan lo que quería decir con mis cuentos:
Solo cuando nos aplastan sacamos el mejor jugo.
Bohumil HrabalNo me digas que queda algo sagrado en alguna parte.
Joy Williams
Sin plan, sin programa, me vi dando literatura a personajes enfrentados a límites, envueltos en distintas crisis. Los personajes que salían de mi cabeza se rebelaban, zarandeaban y sacudían contra las situaciones que los oprimían, los callejones sin salida que se encontraban, casi casi como las planchas de la procesadora de papel de Una soledad demasiado ruidosa de Hrabal. También me vi buscando sentidos –son cuentos que llegaron post-pandemia– y los personajes que nacían buscaban esos sentidos en mi nombre. Buscaban sentidos que los hiciesen permanecer, se aferraban a lo sagrado con diversas estrategias.
Nada en este libro responde a un plan, pero me he preguntado en cada paso, en cada giro de guión, por las implicaciones políticas de cada decisión narrativa, entre ser naranjas aplastadas o encontrar algún sentido de lo sagrado… Miraba a mi alrededor y me decía: puede que no quede nada sagrado en este mundo, por eso me giré hacia lo insignificante, hacia un ritual tan nimio como el desayuno, y esta parecía una metáfora que me servía. Escribí ficciones sobre todo lo que me obsesionaba y contaminaba en ese tiempo –lo sagrado de la libertad, de la crianza, de la defensa y el cuidado de las personas, del derecho a la vivienda, de la necesidad de permanecer atado a lo que amamos aunque eso que amamos nos mate…–. Muchos de estos cuentos fueron “soñados” mientras desayunaba…
Y esa es la estética del libro, que es mucho más amplia mirada en detalle, pero que no me corresponde a mí desentrañar. He querido fuertemente hacer una defensa del cuento como espacio de imaginación primitivo, un formato que me entronca con la niña que fui, la que escuchaba a su padre leyendo algunas, pocas, noches, y la que fue contaminada por la literatura bien pronto; a esa niña la quise poner a jugar con las herramientas disponibles en las manos de otra persona, esta mujer que ha vivido cinco décadas en este mundo, mitad en el XX y mitad en el XXI. Y esto es importante.
Dice una de estas personajes, la voz narradora de Alquimia, que ella “es una mujer del fin del siglo XX” y encuentra ahí una navaja básica para separar lo que conoció de joven con todo lo que ha venido después –entiéndase que algunos personajes se me parecen pero no soy yo jamás–. Alquimia no tiene nombre. No me importa no tener nombre. Volver a encontrar el anhelo sagrado de la fabulación y la invención ha sido mi alquimia para volver a escribir cuentos, para insertar mi navaja en el mundo contemporáneo con el fin de arrancarle historias. Porque, intentando recuperar a la niña que fui, he encontrado algunas cosas sagradas por las que merece la pena seguir escribiendo, peleando, viviendo.