He contado esta mañana veintidós libros recientes sobre mi escritorio, esperando que les hinque el diente. Muchos de ellos no serán leÃdos del todo, a pesar de que trato todos los libros que me llegan con el mismo cariño, consciente del esfuerzo puesto detrás de cada uno. La semana pasada entregué muchos textos, reportajes, crÃticas. Acabé bloqueada y malsanamente cansada.
Trato de poner el orden en los pocos aspectos materiales por mà domesticables, y parto por mi lugar de trabajo. El control es necesario en mÃ, persona de escasÃsima pericia con las ideas, para asà dejarles espacio a ellas. A la formación de ellas. No funciono en los ambientes caóticos. O, quizá, ha de ser un caos por mà dirigido. No es tanto el espacio como el tiempo indomesticado: las listas de tres o cuatro tareas a completar, en grupitos cómodos, me canalizan.
Cuando no es asÃ, se me desbarajusta la vida, y las ideas se me constriñen: por el súbito cambio de estatus (de mucho a poco, de entregas inmediatas a planificaciones a largo plazo), o por la demasiada entropÃa de mi hábitat, o por la incertidumbre plena del porvenir (me detengo y pienso, ¿no es constante y absoluta y terminal la incertidumbre y habrÃa que manejarla como tal, y estarÃamos incurriendo en un colosal autoengaño cuando nos comportamos ciegos a esa simple evidencia, como si de verdad existiese algo medianamente cierto en el dÃa de mañana, en el segundo posterior a éste?)…
Soy un animal creador de excusas para no poder trabajar.
Mi relación enfermiza con lo que yo llamo trabajo.
Siento que hay momentos asÃ. Y siento que los haya. Salgo de estos periodos como un náufrago que pasó demasiados dÃas a la deriva sin poder echarse al gollete un poco de agua dulce, hastiada por haber dado tantÃsimas respuestas. Con la cabeza vacÃa y la necesidad de beber litros de bourbon. En esa clase de dÃas -que, a veces, se concatenan como la oruga procesionaria y yo lo siento y más me ahogo-, evito exigirme demasiado. Me escondo un poco de mà misma. Pongo la actividad al ralentÃ, tomo aire, busco perder el mÃnimo de células de la piel -mira que ya, a estas edades, no regeneramos tan fácilmente y nos vamos convirtiendo en el polvo que recogemos con la escoba, cada dÃa.
Pero guardarse o gastarse, darse o reservarse, he ahà la cuestión. No me puedo permitir un segundo de tedio. Una mala tarde. Un devaneo de irresponsabilidad.
Dicen por ahà que pienso demasiado y quizá por eso se me esté cayendo el pelo. Debo hacer más, pensar menos. O debo pensar mucho más para hacer mucho más.
Uno de los momentos más gratificantes del mes que se cierra fue la visita de Jack Mircala al programa de radio (¿Quieres hacer el favor de leer esto, por favor?, tiene un nombre tan complicado que ni nosotras lo decimos bien). Nos ayudó con el programa acerca del gótico, el dÃa 19 de octubre, y realmente nos ayudó porque su forma de estar fue creativa y reflexiva, cómplice y voraz con nuestras propuestas locas. Fuera de micrófono, caminando hacia el metro, nos dio una de esas frases con las que me gusta decorar mi pizarra blanca. RespondÃa a nuestra pregunta de si ser ilustrador de preciosos volúmenes (con cartulinas y tijeras) complementaba algún otro «trabajo de civil» (Elena dixit): «Hace tiempo que sé que esto es lo que tengo que hacer y el tiempo que tengo para hacerlo es limitado». Y nadie lo va a hacer por él. Nadie, tampoco, lo va a hacer por mÃ.
Pero hoy cerramos un mes que ha sido para mà intenso en muchos aspectos, que me ha tenido al borde de precipicios personales y también me ha dado toneladas de satisfacciones (si alguien me oye quejarme, que me pegue en plena calavera, como dice mi hija menor). Tuve delante mÃo durante cuarenta minutos al escritor mexicano Yuri Herrera, que estaba realizando la promoción de su segunda novela, Señales que precederán al fin del mundo (Periférica).
Dos libros ya imprescindibles, el mencionado y Trabajos del reino (editado en 2008, también por la editorial cacereña). La satisfacción vino de encontrar que los productos exquisitos -filigranas sobrias de palabra, historias donde no sobra ni falta una coma, parquÃsimas descripciones, capas y capas de sentido concentrado en pocas páginas- venÃan acompañados de un hombre lleno de cosas que decir. Sin estúpida modestia, pero con toda humildad. Dijo cosas como que el escritor debe saber muy bien cuándo y para qué manchar la página en blanco -y defiendo desde hace tiempo la idea de la responsabilidad en esta actividad, y no va hacia lo social sino hacia la intrÃnseca necesidad del trabajo, y la prohibición del vertido diarreico-. Que escribe pocas páginas, pero piensa mucho sus libros previamente. Que no quiere ni necesita controlar todos los sentidos que puede llegar a encerrar un producto suyo, que el lector debe ser autónomo e inteligente para sacar lo que más le plazca. Que no quiere «regalos», que sus textos deben ser exigentes y que él apuesta a un lector exigente con los textos.
Jack invierte todo su tiempo en fabricar maquetas/escenarios bellÃsimos, cargados de detalles, para luego fotografiarlos y poder contar sus historias. Yuri estudia hasta la saciedad el lenguaje de todas las extracciones posibles -las lecturas, la tradición, la oralidad de México- para generar un idioma propio contenido en sus libros, justificado en su interior.
Me gustarÃa que la habilidad de Mircala me hicieran un personaje, recortándome lo accesorio, y me quitara sobre todo las mareas de autocomplacencia, la turbiedad y la pereza que me asedian en cuanto me descuido. Me gustarÃa que las vivencias intensas del idioma me vistieran al modo de Yuri Herrera, y pasar a ser Carolink-Makina, resuelta y precisa heroÃna de Señales, que va en busca de su identidad, actuando mucho y sin pensar demasiado.
Pero sé algo. Aún no sé el cómo. Todo consiste en buscar mis propias respuestas y escuchar dentro mÃo lo que, quizá algún dÃa, sepa pronunciar.
//MentÃ. La entrada número 200 es ésta//