Carolink Fingers
22.07.2009

Tarkovski y el ardor

por carolinkfingers

La mujer llegó pronto a la taquilla, digamos cuarenta minutos antes de la hora de la sesión, y compró:
– ¿Tienes una para Stalker?
– Sí. Son 2,50.
Se abrían en ese momento dos posibilidades ante ella: disfrutar de la tarde que se licuaba tras los edificios de ese barrio cascado, fumando un cigarrillo tras otro, o entrar en el vestíbulo -“espacio sin humo”-, donde habían habilitado un bar, y tomarse una cerveza sin fumar. Optó por hacer las dos cosas. Fumando, incómoda, en la acera, vio salir a los espectadores de dos salas, disciplinados, por orden, con el éxtasis en los ojos y los cigarrillos en las comisuras de los labios.
Observó a todos ellos, los que salían, los que esperaban a las puertas, los que buscaban con el móvil en la oreja y los ojos cerrados al hombre, la mujer, con quien estaban citados. Algunos, algunas, había como ella: solos, cargando un libro voluminoso en el antebrazo o en la cadera, mirando con azoramiento alrededor, tratando de mantenerse invisibles.
Observó también el edificio. El cine era un edificio viejo con orgullo de ser lo que era. Unas letras de estilo modernista, en blanco sobre naranja, lo identificaban. Carteles de películas antiquísimas colgaban de sus expositores. Folletos de las programaciones alfombraban la acera. Puede que entonces empezara el pinchazo, al que ya se creía acostumbrada.
Era la primera vez que acudía a ese cine pero todo tenía un aire muy familiar. Era una hermosa tarde de mitad de verano similar a otras tardes y provocó una sombra, un recuerdo hiriente como alfiler de algo que había quedado muy atrás. En una ciudad de la otra parte del mundo, un cine como ese -viejo, descascarillado y orgulloso de su programación anticuada y cinéfila- había sido su “amigo”. ¿No habéis tenido nunca el carné, ostentado con cierto sentimiento de pertenencia y privacidad, de amigos de una institución cualquiera? Sean las que fueran las circunstancias, en aquella ciudad la mujer no sólo había tenido al cine por amigo, había tenido al cine por testigo fiel de una bellísima y desventurada relación. El cine seguía en pie. Y un remedo de aquello, en esta parte del planeta, seguía en pie. Pero no su relación. Y entre tanto se había acostumbrado a ser un acerico.
Terminó de fumar y entró al bar. «Una caña», pidió. Le pusieron seis aceitunas en un platillo. “Esta es mi cena”, se dijo. Y se las comió una a una, disciplinada. Ellos y ellas con libros, los que le interesaban estaban todos solos, como ella, y acudían a una sesión nocturna de una película de Tarkovski, como ella. Pero procuraba no mirarlos demasiado, primero para no levantar suspicacias y, segundo, para no hacer contacto ocular. Sólo saber que estaban a su alrededor le bastaba para tomarse la excursión como lo que era. Un poco de audacia, otro poco de libertad, grandes posibilidades abiertas y autonomía, o soledad, o como se quiera llamar.
Cuando terminó su cerveza se acercó a la puerta de la sala, donde se habían arremolinado ya treinta personas. Un viejo se dirigió a ella:
– ¿Vas a entrar?
Asintió con la cabeza.
– La cola está allí.
Entonces cayó en la cuenta de que esas pocas personas en el vestíbulo eran el principio de una fila. Tragó saliva y la siguió, retrocediendo, hasta el final, que salía del cine y caracoleaba por la calle. Tomó su lugar y no sabía si tendría o no un buen asiento cuando le tocara, pero la voz y la advertencia del viejo se habían clavado en su cabeza como si le hubiese dicho “estás a punto de cometer un asesinato”. Quería haber tenido amabilidad y cariño, no sabía por qué. Un cine de extraviados, de expatriados del amor, de posesos amantes de las aberraciones estéticas, un cine que a diario reflejaba en sus pantallas las más grandes obras, los despilfarros, ardores espirituales, pasiones incontrolables, bajezas y emociones en cualquier idioma y con subtítulos electrónicos, desacompasados a veces como el latir de los corazones alojados en los espectadores, no debería tener colas.
La mujer entró exactamente en el lugar ciento ochenta y tres y buscó con viveza, todavía no del todo afectada, un sitio en las filas centrales, con tanto tino que fue a elegir la silla vacía a la izquierda del viejo que le había hablado.
No sabemos si fue el influjo de los recuerdos o la advertencia airada o rodearse de desconocidos en cierta forma hermanos o venir leyendo en el autobús The Stories of John Cheever o los muchos años de caminar por una ciudad que no era suya como una zombie, lo cierto es que la mujer se echó a llorar, despacito, sin hacer el menor escándalo, sin apenas sollozar, conteniendo el ardor de la hoguera en que ardían sus inmundicias en el pecho que, eso sí, le subía y bajaba como si se tratase de las ramas de un sauce en una noche de viento. Fueron casi quince minutos hasta que se apagaron las luces y ella, la mujer, no pudo parar de llorar en todo ese tiempo, recogiéndose las lágrimas con el cuello de la camiseta porque andaba sin pañuelos.
Por eso, el viejo, que había llegado hasta allí solo, pero que acudía a la Filmoteca tres veces por semana y llevaba diecisiete años con carné de amigo y cuarenta años de soledad elegida y, muy de cuando en cuando, compungida, se giró hacia ella, cerrando su libro de Bruce Chatwi y le dijo:
– No quería molestarte, antes.
Ella seguía hipando y encerrándose en sus hombros como si los omóplatos pudieran hacerle crecer alrededor un escudo protector contra los recuerdos y los agentes de la moralidad urbanita. Entonces, el viejo no sacó el brazo para ponérselo en los hombros. La miraba de hito en hito y se decía a sí mismo: “Otra pobre chica engañada”. Las luces se apagaron y dieron comienzo los cobres y platas de Stalker.

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