El fotógrafo se rÃe ahora, pero hace sólo cuarenta minutos la actividad en su hipotálamo era de una intensidad desquiciante. Se morÃa de miedo, en otras palabras. Sudor, palpitaciones y hasta un amago de desmayo. Hoy casi lo paga. Su afán genuino por conseguir la más exquisita toma, su dedicación plena a la tarea de capturar la realidad tal cual es y su entrega –que nadie podrÃa discutir- al arte, hasta este dÃa, no le habÃan llegado a poner en aprietos. Ya habÃa recolectado, todo sea dicho, alguna que otra mirada de ira, o inconmensurables bocas de pasmo. Pero él no iba a renunciar a la misión que se habÃa encomendado. Los proyectos más vanguardistas de la humanidad siempre han sido recibidos con suspicacias, e incluso odio. ¿Va a renunciar ahora, que está en la sala de urgencias de un hospital, a la que ha llegado sin resuello, sorteando al tráfico y a las viejas desplazándose cual mamuts por la ciudad, saltando verjas y atropellando skaters y carritos de bebés? Por supuesto que no. Mientras espera que le miren la rodilla cuya piel se descuelga entre jirones de pantalón, el fotógrafo rÃe. RÃe y rÃe, como alguien que acaba de constatar que lleva el billete ganador de loterÃa, porque ya ha chequeado el resultado de la caza. La muchacha, la hermosa muchacha de piel blanca y vestido corto, la cervatilla de sus pesquisas de hoy, no llevaba bragas. Más aún: el complementario es que iba depilada.