No tengo idea de cuándo se originó algo llamado “música culta” y se desgajó para siempre de esa otra llamada “popular”, pero fue mucho antes de que Satie entrara en escena. En algún remoto punto de la historia ya olvidado, la música era toda para todos. Todo lo más, variaba su funcionalidad, desde el mercado a la iglesia, desde el sarao familiar al velorio. Pero tuvo que haber un momento en que la música se recluyó en los teatros, los sagrados auditorios del arte, y un sector de la sociedad la secuestró, poseyéndola y poseyendo a sus lacayos.
No en vano los funcionarios de la música llevan levita aún, hoy en día.
Unos por allá, disfrutando sus fox-trots. Otros por aquí, ensimismados en las sinfonías románticas. Algo tuvo que romperse, alguien tuvo que venir a proponer un acuerdo, un inapropiado matrimonio. Fue a finales del XIX. Una figura inclasificable, incómoda y desleal en todos los campos, se adelantó a los movimientos vanguardistas del XX que, de entre todas sus algaradas fundamentales, dispersaban el imperativo de sacar el arte a la calle. De devolverle la vida.
Eso lo vio Erik Satie ya por los 1880, y los 90. Fue muy tímido, fue paso a paso, tuvo que llegar la guerra y entonces las visiones que albergaba estallaron en inusitadas concordancias con gente veinte, treinta años menor que él (que se llamaban Jean Cocteau, Léonide Massine, Darius Milhaud, Georges Auric, Francis Picabia o Pablo Picasso). Satie, como nuestro infinitamente querido amigo Cocó, amaba la juventud. Su esencia.
Daba lo mismo qué atuendo llevara. Hasta con un enterrador muy compuesto llegaron a compararle. Él llevaba la juventud en el fondo de los ojos chispeantes.
Y, sin embargo, se candidateó varias veces a la Real Academia de Bellas Artes de Francia, porque así era como debía ser: romper el sistema desde dentro. Vanguardia antes de las vanguardias.
Esta noche asistí a la ejecución de una obra de Satie, el ballet Parade. Quince minutos de desfile primordial, fiesta de lo cosmopolita, grito de paz y sensualidad de Francia que, en 1917, vivía asediada por la guerra con Alemania. Pero seguía estrenando ballets y los detentadores del poder político, económico y cultural querían hacer más guerra dentro del teatro. Pretendían usurparles lo suyo.
No fue el único que se tuvo que enfrentar a esta carroñera clase: lo estaban haciendo Stravinsky y algunos otros. Los norteamericanos, sin embargo, tuvieron que tomar el relevo en este desaguisado.
Satie, aliado con un fab-four que quizá no entendía del todo sus pretensiones (escasas) en lo musical, trataba de pervertir el gran arte llenándolo de ritmos del cabaré, de sonidos negroides que nunca antes habían entrado en los sagrados templos del arte. Sí, antes que Stravinsky y que Ravel, ya había incorporado el ragtime a su música.
Desnudó de viejos símbolos, de vana sensiblería, de encallecida emoción la música de su tiempo y produjo algo como Parade. Que no es la única obra –ni la mejor- pero que hoy es mi excusa para dedicarle este rock.
Mientras la orquesta (RTVE, Teatro Monumental, 27 nov. 20 h. Madrid) acometía el Prelude du rideau rouge, enfatizando el vaivén y la cadencia de baile, yo quería levantarme y saltar y vibrar y lanzar un ¡hurra! por tamaña buena nueva: el arte salió de su escondite, la música es para todos, ya no son necesarios ocho años de conservatorio para apreciar una pieza musical, ¡Satie nos hace libres!
Mis esforzados funcionarios de levita llevaron para la ocasión un arsenal de instrumentos percutivos como los que, se cuenta, puso en escena Cocteau para amenizar la partitura: un bombo con bolas de bingo (muy apropiado dado el público), una máquina de escribir, una ¡pistola de fogueo!
Ah. No es así. Nadie gritó hurra. Se estremecieron en sus asientos y aplaudieron debilmente al director –nada que ver con aquella gloriosa befa de esta clase social que hizo Cortázar en Las ménades. Ha pasado casi un siglo desde su estreno. Todo sigue igual. El “gran arte” es sólo para unas pocas señoras con perlas colgando de las orejas larguiruchas y el sempiterno caramelito envuelto en plástico haciendo cric-crac entre los dedos. Satie sigue sin ser entendido. Agarran sus preciosas Gnosiennes o Gymnopédies para ilustrar escenas de películas que deberían desaparecer por ineptas (Elegy, The painted veil), tratando de hacer pasar sus acordes por música romántica: aquello que más detestaba el francés.
Se aplauden sólo las viejas formas. Aquello que no implica mi participación, no más que mi aceptación pasiva. Pero aquí, esto va de rock. No de ESE rock. Va de Frank Zappa. Va de romper la cara a las convenciones. Va de visionarios, como John Cage, el artífice de que algunos, cultos u (o)cultos, podamos apreciar a Satie hoy en día.
Me gustaría poder decir que Le sacre du printemps o Pierrot Lunaire son las obras cumbre de la música del siglo XX. Mi educación musical no da para tanto. Con Parade, tengo algo que está muy cerca del rock, de mi música, de esa que apreciamos sin entenderla: tengo estribillo, cut’n’paste sensual, pastiche estilístico, orquesta sinfónica involucrada en una performance como de los años 60, viejas saltando de sus asientos, pelos erizándose, apareamiento de lo elevado y lo popular como debe hacerse en las mejores familias. Como de hecho se hace en mi familia. Y aquí, donde mi corazón no entiende de etiquetas y adora en lo más profundo a Erik Satie.
Me olvidaba: un regalo que se llama Parade (sólo el preludio).