TenÃa diecisiete años. LeÃa, encaramada en el último asiento del autobús. Desde el pueblo hasta el instituto, cuarenta y cinco minutos por trayecto. Todos los dÃas, pedÃa al conductor amablemente que apagase la radio. Éste la miraba por el rabillo del ojo y pisaba un poco el acelerador. Silenciosa, volvÃa al último rincón del autobús y seguÃa. Quizá era Tom Jones, La montaña mágica o El Capital. PodÃa ser Cicerón, o Chateubriand, o Mishima. En su cabeza rapada, se escribÃa: melancolÃa. Lo repasaba con rotring sin dejar de leer. Aquel dÃa eran las Meditaciones de Descartes. Fue hasta el conductor para pedir lo de siempre, por favor. Él aceleró, como siempre, la curva se afiló de pronto. El autobús volcó cual perro pastor en la yerba fresca. Siete vueltas. Ella aún está leyendo allà arriba, en el último asiento. Al nuevo conductor no le gusta la radio. Afortunadamente.