El comienzo que di a esta reseña («Hace pocos días, hallé en la basura unas pocas postales de mensajes caducados y un plano del metro de París, del 62») es completamente documental, y me va mejor ese adjetivo que verdadero o cierto (porque ¿en qué medida es verdadero lo que nos pasa a uno o una sola? Y ¿es lícito hacer partícipes a otros de algo tan escurridizo?).
Porque aquella mañana estaba sola, recorriendo una calle cualquiera de Madrid, y desde el suelo junto al contenedor, los papeles con llamativos diseños, inconfundiblemente 60s, me llamaron y me hicieron detenerme. Las postales mostraban vistas de la ciudad-luz, con ese brillo cremoso de las imágenes publicitarias de esa época (¿por qué toda la fotografía turística despide como halo de lata de conserva, de petrificación criogénica?), y en sus dorsos había mensajes terriblemente contenidos, del orden «Lo estamos pasando muy bien. Está haciendo un tiempo maravilloso. Pero ya les estamos echando de menos…».
Toda historia es historia de azares (pero sin pasarse, señor Auster), y ahí dejé las postales porque no tenía tiempo para algo tan cotidiano como un viaje de novios, una relación en sus albores -o porque, quizá, no estoy para albores, me interesan las conclusiones, los éxtasis, los abandonos y las determinaciones que ponen el punto final, cuanto más abrupto e inesperado mejor que mejor-.
En cambio me llevé el plano del metro -año 62-. Rojo, exquisito tono más cereza que carmesí, y de tintas buenísimas, que han resistido más de cuarenta años. No me interesa lo que está allá, más atrás de ese plano, sino lo que está más acá. Me lo llevo conmigo y lo convierto en mi talismán. Sabía que podría haber sido un plano como ése el que utilizara Cortázar para orientarse en sus primeros años en París.
Pero no, mis azares son más discretos, y todo el mundo sabe que para el 62 el argentino ya debía de saberse muy bien el metro -ese escenario magnético y misterioso de un buen montón de sus cuentos-. Pudo ser, y ahí quizá no yerre, el mismo con el que sí se movió por la ciudad Alejandra Pizarnik, que la recorrió desde 1960 a 1964, pero no puedo verme a Alejandra bajando al metro, corriendo por sus pasillos, perdiéndose por los túneles. ¿Por qué?
Sabemos que fue -de sus treinta y seis años de vida- la única etapa en la que realizó un «trabajo» normal, oficial, organizado por otros -pero ya sabemos, ahí arriba lo pone desde hace más de dos años, que para Alejandra nada había que no fuera trabajo; anoto yo, excepto, probablemente, lo que los demás llaman trabajo-.
Basta de digresiones. Me encontré el plano y ya es para mí desde aquel día como si me lo hubiese regalado directamente JC o a AP para que yo escribiera más sobre él, alrededor de él, en los márgenes de él.
Casi todo lo que merece la pena en la vida es encuentro.
Todo parte de un punto, de una dimensión doblada sobre sí misma, porque no son dos dimensiones, a mi modo de ver, sino un plano único: la cosa A y la cosa B, cada uno tiene su movimiento, su precisión, su vector, su inquietud, su pasado, su carga o descarga de energías, su aceleración o deceleración, pero, con o sin motivos, coinciden. No lo sabían, pero coincidían desde siempre.
Pero para el encuentro -que, insisto, no es azar- hace falta algo más. «Es sabido que toda atención funciona como un pararrayos», se lee en un libro que me acabo de encontrar.
Supongo que es por eso que, otro día, otro día sola, yo inventándome mis aceleraciones, mis vectores, mis motores, soy la cosa A. Y la cosa B está muy tranquila y fresquita en una estantería, en el interior de una librería, y salta hasta mi mano. La cosa B es la reedición -treinta y siete años después, que se dice pronto- de Último Round de Julio Cortázar.
Pero no sólo hay encuentros, hay también patrones. He leído mucho este verano, pero prácticamente todo lo que he leído lo ha escrito JC: que no es Jesús Cristo, como le gustaba bromear al de las manos que crecen, sino John Cheever o Julio Cortázar. Que no son la misma persona y se habrán muerto, casi con toda probabilidad, sin saber el uno del otro. Qué lástima.
Esos patrones me hacen detenerme en otros encuentros. «Último round», dije en voz alta hace exactamente ocho días, no sé a cuento de qué. Acababa de ser yo la cosa B, la cosa A me había encontrado, después de tres años de vagancias extremas y apagones digitales, más que nada.
Porque, a veces, el azar, no el azar corriente sino este azar deluxe, que se ha puesto la atención como una de esas diademas con antenas luminosas que se estilaban hace tiempo en las fiestas de pueblo, puede ser un poco más tardo. Requiere condiciones especiales, requiere tiempo. Como el que yo he necesitado para darme cuenta de que Ultimo Round no era un cuento, sino un libro, del que ya conocía algún cuento tergiversado en colecciones, pero es en sí un libro-maravilla-encuentro, hecho de los textos de su autor (JC) y del amontonamiento de recortes, dibujos, fotografías, alusiones, collages. Y así, pero en otro plano, los recortes, las palabras, los trozos de reflejos, las fotografías (que fueron muchas), las fresas, los tomates, los buenos deseos, los viajes, los juegos sin jugar…
A veces, la puñetera atención que no se fija. Eso. Acababa yo de ser la cosa B. Habiendo sido encontrada por la cosa A. Diciendo en voz alta «Último round», aún no sé por qué. Pocos días después, el libro recién reeditado saltó a mis manos y me dijo: «Adóptame».
Porque soy mu flojaaaa, primo. Y porque tengo un libro que terminar :)El jueves.
…Muy bonito……¿Por qué no cuentas más cosas de este tipo?……Un abrazo……(¿el jueves?)…;-)