Todas tenemos sitios a los que necesitamos volver.
El domingo estuve en Algeciras. Allí vivían mi abuelo Pepe y mi abuela Esperanza. Hacía un año que no iba. Esa vez fue diferente: iba con JuanPe y Álvaro. A crear nuevos recuerdos. A darle a la ciudad de mi memoria un baño de pintura nueva.
Hace un año ni se me habría ocurrido pasar por delante de la casa de mis abuelos. De ninguna manera. El GPS nos jugó una mala pasada y por poco acabamos allí, pero lo evité.
Este año era diferente. Cuando íbamos camino de Algeciras busqué en Google Maps la dirección e inicié la ruta para pasar por la puerta. A las pocas desviaciones cerré la aplicación. Me acordaba perfectamente de cómo llegar y me animé a dar las indicaciones yo mismo.
Esta es la casa de mis abuelos
Y empecé a llorar. De repente. Sin darme oportunidad a digerirlo estaba en la puerta de la casa donde había sido más feliz en mi infancia. Cada vez que tenía vacaciones, las pasaba allí. De cabo a rabo. Me gustaba levantarme, desayunar mi colacao, vestime y salir con mi abuelo. Cruzar las vías del tren camino al centro e ir de un comercio a otro haciendo recados toda la mañana. Luego llegaba a casa, comía pescado y veía alguna telenovela con mi abuela. La tarde pasaba entre visitas a casa de las vecinas o la de las vecinas a nuestra casa. También jugábamos a la lotería y al cinquillo. Cenábamos temprano. Me dormía en el sofá y hasta mañana.
A veces olvidamos lo importantes que son las personas que nos cuidan. Con mis abuelos no me pasa.
¿Cuántas historias tiene tu calle? ¿Qué sitios de tu ciudad son más importantes? ¿Dónde vas a encontrarte? Los espacios públicos de las ciudades, como sitios de paso, no cuentan las historias de las personas que las transitan. La vida desaparece.
¿Qué calles forman parte de tu historia? ¿Cómo podríamos contarnos qué espacios han sido importantes en nuestra vida?
Siempre que voy a Algeciras paso por la Plaza Alta. Casi todos los días paraba con mi abuelo por allí, camino del mercado. Llegábamos después de pasar por la puerta del parque de María Cristina y bajar por la calle Ancha. Dábamos de comer a las palomas y corría de un lado a otro. Si tenía suerte hasta podía montarme en un cacharrito que había en la puerta de una tienda. No me acuerdo de qué forma tenía, pero me subía a menudo.
Esta vez también volvimos a la plaza del mercado. Estaba cerrado y parecía otra ciudad. Más triste, más sola.
Todos tenemos sitios a los que necesitamos volver. Aunque volver duela por dentro.
Elva, la mujer del futuro.
Elva, te cautivará.
Elva, luchará por ti.
¡Elva!
—
Mi hermana y yo inventamos esta canción para nuestra tía abuela Elvira. Desde entonces siempre la llamábamos Elva.
Las superheroínas también mueren. Hay supervillanos que resisten tanto que acaban con sus fuerzas. Aunque tengan muchas. Aunque tengan apoyo. Ellos son capaces de luchar hasta el final. De acabar con ellas.
Elva era el nombre de mi superheroína favorita. Su poder me hacía reír, me cuidaba cuando estaba malo, escuchaba mis tonterías y, como era el mayor de sus sobrinos-nietos, me compraba todas las chorradas que encontraba para mí cuando apenas superaba el palmo del suelo.
Todos sabíamos que en los últimos meses habían cambiado las tornas. Ahora nosotros teníamos que cuidarla a ella. Sacarle una sonrisa como fuera. Hacerla sentir bien contra viento y marea. Recordarle que las superheroínas tienen que luchar siempre, aunque algunas veces necesiten ayudantes para ganar a los malos. No todos los ayudantes que deberían haber estado allí lo hicieron. A lo mejor tampoco tenía sentido. No lo sé. Ahora ya no importa.
La muerte de una superheroína te hace sentir vulnerable. Estás perdido. Parte del escudo que te protegía parece desvanecerse. Entonces peleas con tu mente para que no borre ni un solo recuerdo. Después piensas que son demasiado importantes, que no pueden desaparecer. Están ahí y forman parte de ti. Te atraviesan y te constituyen.
No puedo evitar recordar cómo me llevaba a caballito, me daba café a escondidas, me partía trocitos de regaliz o me llevaba a los 20 dugos(1). Es difícil pensar que nunca más la acompañarás a coger un taxi, te preguntará qué tal en Barcelona o qué es eso a lo que quieres dedicarte. Mientras escribo, me prometo no olvidar el sonido de su risa.
Elva era mi superheroína favorita. No llevaba capa. No la necesitaba. Su súper-tupé conseguido a base de rulos y laca Nelly le daba fuerza. Hoy más que nunca me alegro de haber sido uno de los ayudantes. Del tiempo que hemos compartido últimamente. De haberle sacado más de una sonrisa. De que hayamos podido conocernos y estar ahí. De cuidarnos.
Ahora estará volando (con el miedo que le daba).
Buen viaje, mujer del futuro.
—
(1) Cuando tienes frenillo, las palabras con R son otro rollo.
El primer amor no es una cosa tan mala.
Laura Dastis.
¿Recuerdas tu primer amor? ¿Cómo te sentiste? ¿Cómo fue el primer beso? ¿Qué sensación tuviste al ser invadido por otro ser? ¿Qué tal fue compartir saliva? ¿Os cogíais de la mano? ¿Cómo le querías? ¿Le llamabas de alguna forma especial? ¿Cuántas cartas intercambiaste? ¿Cuántos whatsapp has escrito desde entonces? ¿Cada cuánto miras la pantalla del móvil esperando una respuesta?
El primer amor es todo un mito. Un territorio de exploración marcado por cientos de imágenes y sonidos con los que somos bombardeados. Un intento de reproducirlos punto por punto en una experiencia. Un momento en el que todas las princesas Disney están más presentes en nuestra cabeza de lo que nos gustaría admitir. El primer CRACK de nuestra historia. De alguna forma, inconscientemente, buscamos que Jennifer Aniston se sienta orgullosa de nosotros.
No deja de ser una primera cosa más, pero lo cierto es que culturalmente no prestamos atención a otras primeras cosas. Parece que es algo que nos marca. Una experiencia que por muy horrible que resulte, siempre tendemos a recordar bien.
Con todo esto en la cabeza, hace casi dos años me acerqué a un grupo de seis adolescentes. Quería hablar con algunas chicas que lo tuvieran reciente. Hoy, un día cualquiera, lejos de sanvalentines y esas historias, he creído que era un buen momento para liberarlo y compartirlo.
Y ahora dime, ¿cómo fue tu primer amor?
Los días únicos no existen. Son un mito creado por los medios. Un intento de lavar conciencias. Una oportunidad de que alguien se ponga una medalla.
Todos son iguales. Tras semanas de trabajo y esfuerzo por el departamento de comunicación de turno, se leen manifiestos, se tiran globos al aire, tres afectados cuentan su caso y cinco políticos se comprometen a que todo irá mejor.
Como si fuera un pase de disfraces de carnaval, desfilan por la pequeña pantalla muchas historias. Historias que al terminar el día se quedarán en el archivo de la cadena. Relatos que parecen encenderse y apagarse en unas horas. Como si no existiesen más allá. Como si fueran producto de los días únicos. A las doce de la noche todo parece desvanecerse. Pero no es así.
En casa de Lucía, su madre tiene que seguir vendándola cada mañana antes de trabajar. Luis tiene que ir al logopeda tres veces a la semana. Manu acude a terapia cada quince días. Martina sigue teniendo dificultades para salir de casa. Pepe a duras penas puede desplazarse por una ciudad que no está adaptada para su silla. Inés aprende braille a pasos forzados para poder seguir estudiando y no perder muchos cursos. Ana se acuesta cada noche sabiendo que su hija puede ahogarse en cualquier momento. Julián ha dejado de trabajar para poder cuidar a un niño cuya esperanza de vida nadie sabe decirle. Luisa ha terminado sus estudios pero nadie quiere darle trabajo por su aspecto. Inma y Fernando siguen denunciando que su hijo necesita más atención especializada y no tienen dinero para pagarla y la Administración no se la facilita. Marc no sabe que su hija será la única persona de toda España en tener una enfermedad que no tiene tratamiento… Tras los días únicos, la vida sigue en las comunidades.
De nada sirve que un solo día al año se dé voz a historias para luego dejarlas en el olvido. No hay días únicos, porque todos los días lo son. Cada paso dado se constituye una hazaña. Hay que asumir el compromiso. Entender que hay realidades que nos afectan a todas. Comprender que ya estamos inmersos en ellas, que no hay que dar el paso porque ya estamos dentro. Dejarnos afectar y que nos atraviesen.
El 29 de Febrero es el Día Mundial de las Enfermedades Raras: “Un día único para millones de personas únicas”. Millones de personas cuyo relato sigue pasando más allá de ese día especial. Luchando para que se les oiga, para que se les reconozca.
Cada vez hay más días únicos. Cada vez tienen menos sentido.
No creo en los días únicos.
Rara es la semana en la que no hay un homenaje a alguna personalidad conocida. Raro el día que Google no cambia su página de portada para dedicarla a una escritora, un premio nobel, una cantante de ópera o un científico. Es raro que no nos ayuden a acordarnos de ellos. Es cierto que sus historias sirven de inspiración, que sus descubrimientos han supuesto un adelanto importante para la sociedad. Sí, no digo que no. Pero, ¿qué pasa con el resto?
Te preguntas qué hacer para poner en valor a alguien. Para visibilizar todo lo que hace o hizo. Es cierto que posiblemente su historia no haya supuesto algo increíble para el resto. Es posible que haya pasado absolutamente desapercibida. No tendrá portadas en ningún buscador ni será recordada todos los años en las noticias. Casi seguro que ningún político irá a su funeral y no habrá colas interminables para despedirla. Da igual. Su historia es importante.
En un mundo cada vez más macro, no dejamos de vivir en comunidad. Algunas veces son más fuertes y otras menos. Nos sentimos dentro o fuera. O en los márgenes. Sea como sea, las comunidades nos constituyen. Vivimos lo cotidiano en ellas. Las pequeñas cosas del día a día nos empujan a seguir. Son las importantes. Más allá de las celebridades, las personas que nos rodean y su hacer diario marcan la diferencia. El camino.
¿Por qué los homenajes macro se desarrollan en lo micro y no al revés? ¿No os asombra que en un Centro escolar se creen espacios para hablar de gente lejana y no para comentar las hazañas de los microbios que rodean a toda la comunidad educativa? ¿No os gustaría poder celebrar microhomenajes? (1)
Hablar de cómo te cuidaba la vecina, de que tu abuelo te recogía todos los días del Colegio, de lo bien que dibujaba tu amigo, de cómo llamabas Gafas a uno de tus cruces, de la comida que hacía tu padre los domingos, de las charlas interminables con tu hermana, de la bufanda que tu sobrina tejió a mano, de la receta que tu amiga repetía cada vez que ibas a su casa, de la sonrisa de la vecina todas las mañanas, de los brownies caseros que no podías parar de comer, de la nota de voz por Whatsapp que te animaba cuando murió tu abuelo…
Esto es una llamada a los microhomenajes. A (re)llenar las calles con historias de microbios. A recordarlos. A tejer una memoria colectiva viva de momentos pasados, de acciones que marcan y atraviesan.
Esto es una llamada a las comunidades. A que no olviden. A que no entierren.
En un mundo de microhomenajes, rara debería ser la semana en la que no hubiera un homenaje a una persona desconocida. A un microbio perdido de cualquier comunidad. A alguien realmente importante cada día. No solo uno.
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(1) Micro por el nivel en el que se desarrollarían. No porque sean minúsculos.
D.S.
Hoy es año nuevo. Ayer era el último día del año y yo -os lo prometo- no tenía conciencia alguna de que 2013 se acababa. Ayer todo el mundo recordaba cosas. Tenía ganas de escribir y no lo hice. No sabía sobre qué hacerlo y en lugar de quedarme plantado delante del ordenador, pensé que lo mejor era dar una vuelta.
Girando y girando esquinas, llegué a una plaza y me senté.
Eran las ocho y media de la tarde y parecían las cuatro de la madrugada. Apenas pasaba nadie por allí. Yo leía. Llevaba un tiempo necesitando hacerlo. Estaba sentado en un banco. Es una plaza por la que paso a menudo. Siempre está abarrotada de gente. Ayer no había nadie. Nadie.
Cuando acabé el libro, sobre las nueve menos diez, lo cerré y levanté la cabeza. Y de repente recordé. Recordé algo muy alejado a todo el año que se cerraba. Me vi a mí mismo con mis dos mejores amigos del instituto en aquella misma plaza. A las 6 de la mañana. Un 30 de mayo. Había sido nuestra graduación. Hartos de discoteca nos fuimos a dar una vuelta. Aunque aún teníamos por delante todo el verano, sabíamos que ahí se cerraba una etapa. Acabado el último examen de selectividad no volvimos a vernos. Fin.
Me gusta imaginar gráficamente las trayectorias con el resto como un cruce. Dos líneas que de una u otra manera confluyen en un punto y hacen un recorrido juntas para volver a colisionar y separarse.
Suena frío. No lo es. A veces los cruces duelen. Son flechas que te atraviesan dejando huecos en ti. Vacíos.
Hoy es año nuevo. Hoy empiezan 365 días de nuevos cruces.
Cuando yo me muera no quiero que vayáis a una iglesia. No me apetece que repitáis frases sin sentido durante una misa. No quiero que un señor totalmente ajeno a mi vida os hable de lo que hice o no, de lo que me gustaba. Vosotras lo sabréis mejor que él. Sabréis qué comida me encantaba, de qué me reía, qué odiaba y qué me perdía. Sabréis en qué ciudad me hubiera encantado vivir o qué nombres les habría puesto a los hijos que nunca tuve. Sabréis más de mí que él. Eso seguro.
Cuando yo me muera idos a una plaza. No vistáis de negro e intentad no llorar mucho. No sirve de nada. Hablad. Contad algo que yo os haya dicho o que nos pasó. Comed. Llevad muffins, batidos, brownies. Lo que os apetezca. Ocupad la plaza, llenadla de memoria. Jugad. Abandonaos al juego y reid. Todo lo posible. Que os duela el cuerpo solo de eso.
Cuando yo me muera no quiero que os veáis en un tanatorio. No lo hagáis en lo privado. Llevad la muerte, como la vida, a la calle. Idos a la plaza. No quiero que paséis de pie horas. Sentaos en el suelo. Veros allí. Encontraos las que de verdad tengáis que estar. No quiero compromisos. Trato de no tenerlos ahora. No dejéis que existan entonces.
Cuando yo me muera, dejad que hablen los niños. Dejad que griten, que corran o que lancen una peonza. Hacedles cosquillas. Dejad que os las hagan a vosotras.
Cuando yo me muera tal vez nadie se acuerde de esto. Lo mismo estáis ocupadas llorando y este texto ni se os pasa por la cabeza. A lo mejor os dejáis llevar por el rito, por lo acostumbrado. No podré deciros nada.
La muerte nos atraviesa. Nos deja tontos. Nos impide pensar. Nos conmueve. Cuando yo me muera sólo quiero que sigáis ahí, viviendo.
Es martes. Son las 9:30 am. Estoy despierto y no trabajo. No es fiesta ni tengo el día libre. Hoy en mi familia no trabaja nadie. Hoy nos dedicamos a cuidarnos.
Suenan martillazos en el baño de mis padres. Estamos de obras. Desde ayer a mediodía todo se viene precipitando. El ritmo no para.
No hay nada que coloque la vida más en el centro que una muerte. El final de partida al que todos vamos caminando. Sin prisas. Aunque nosotros mismos no seamos conscientes de lo cerca o no que estamos de llegar.
La muerte marca a las comunidades. Cierra apartados de su memoria. Provoca olvidos y alteridades. Nos recuerda que la vida sigue, que hay que aprovecharla y que antes o después nos pasará lo mismo. Nos recuerda también que si pasa pronto, mejor que las cosas estén bien.
Cuando alguien se muere la red se moviliza. Aparecen familiares a los que no has visto nunca e incluso hay alguno que es capaz de cruzar el país entero para acompañar, para abrazar, para cuidar. Da igual que la red esté bien tejida o no, que justo después pueda llegar a romperse. En el momento crucial siempre habrá un soporte.
Es martes. Son las 10:15 am. Estoy despierto y no trabajo. No es fiesta ni tengo el día libre. Ahora tengo que ducharme y vestirme. Estar al lado del teléfono y ayudar. No sé en qué; en lo que pueda. Hoy en mi familia no trabaja nadie. Hoy las fuerzas de todas están un mismo punto de mira. Hoy nos dedicamos a cuidarnos. Mañana, ya veremos.
Cada vez con más frecuencia hablamos de comunidad. Hablamos de lazos que se tejen, del munus que nos obliga al intercambio. Que sirve de pegamento invisible, de pasta que nos ata al resto y nos conecta. La vida en común en el centro. Los cuidados que son necesarios para mantenerla. Hablamos de lo productivo contra lo reproductivo o como dicen Marta Malo, Carolina León y Eva Fernández, de la vanguardia y la retaguardia. Hablamos de dos espacios separados que luego están juntos, donde conviven los que cuidan y los que simplemente se dejan llevar. Sí, pero hay algunos más. ¿Qué pasa con los que ni cuidan ni se dejan llevar por las dinámicas de la comunidad? ¿Acaso no existe la fuerza de reacción que se opone al cuidado? ¿No existe una figura que descuida? ¿No podríamos hablar de los descuidadores?
Por un lado encontramos a las cuidadoras (las habitantes de la retaguardia, las responsables de lo reproductivo). Las cuidadoras se encargan de crear y reforzar la red, de hacerlas lo más resistentes posibles. Son capaces de reconstruirlas con mimo, con cariño y también, aunque suene ajeno, con enfado. La comunidad no podría existir sin ellas. Los descuidadores (los pobladores de la vanguardia, los que desatienden lo afectivo) debilitan la red. Son capaces de cortar lazos. Saben a qué punto deben atacar. Olvidan lo común, el munus que les compromete. No son inmunes, no están alejados de la red y de sus beneficios. La conocen tan bien que saben cómo romperla y dejarla hecha añicos.
Realmente, los descuidadores juegan con el dolor. Ese dolor que te atraviesa porque llega a lo más profundo. Ese dolor que duele de verdad. Y desde el dolor y por qué no, desde el enfado que produce se activan dinámicas que van en contra de la comunidad, de las relaciones que existen en ella. Se activan individualidades que prefieren vidas a solas, con el contacto justo y necesario con el resto. Se activa el Don Veneno, el don que rompe la vida.
Como decía Marina Garcés en la Residencia Copylove del 15 Festival ZEMOS98 hay que poner el compromiso como punto de partida, no como exigencia a la que llegar. Hay que corresponder al munus de la comunidad. Hay que vacunar a los descuidadores, llevarlos al cuidado, a la atención, a la Alegría. Hacerles dar un paso atrás y mirar la vida que está teniendo lugar, que ocurre, aunque ellos no la favorezcan. Lo que pasa no despasa y aunque duela, aunque joda, hay una red que crear y alimentar. Y otras muchas que recomponer y reactivar. Sigamos tejiendo. Sigamos cuidando.