Hache, la órbita de lo invisible
03.05.2016

Algeciras, 24

por Pablo Navarro

Todas tenemos sitios a los que necesitamos volver.

El domingo estuve en Algeciras. Allí vivían mi abuelo Pepe y mi abuela Esperanza. Hacía un año que no iba. Esa vez fue diferente: iba con JuanPe y Álvaro. A crear nuevos recuerdos. A darle a la ciudad de mi memoria un baño de pintura nueva.

El número 24

Hace un año ni se me habría ocurrido pasar por delante de la casa de mis abuelos. De ninguna manera. El GPS nos jugó una mala pasada y por poco acabamos allí, pero lo evité.

Este año era diferente. Cuando íbamos camino de Algeciras busqué en Google Maps la dirección e inicié la ruta para pasar por la puerta. A las pocas desviaciones cerré la aplicación. Me acordaba perfectamente de cómo llegar y me animé a dar las indicaciones yo mismo.

Esta es la casa de mis abuelos

Y empecé a llorar. De repente. Sin darme oportunidad a digerirlo estaba en la puerta de la casa donde había sido más feliz en mi infancia. Cada vez que tenía vacaciones, las pasaba allí. De cabo a rabo. Me gustaba levantarme, desayunar mi colacao, vestime y salir con mi abuelo. Cruzar las vías del tren camino al centro e ir de un comercio a otro haciendo recados toda la mañana. Luego llegaba a casa, comía pescado y veía alguna telenovela con mi abuela. La tarde pasaba entre visitas a casa de las vecinas o la de las vecinas a nuestra casa. También jugábamos a la lotería y al cinquillo. Cenábamos temprano. Me dormía en el sofá y hasta mañana.

A veces olvidamos lo importantes que son las personas que nos cuidan. Con mis abuelos no me pasa.

Lo invisible

¿Cuántas historias tiene tu calle? ¿Qué sitios de tu ciudad son más importantes? ¿Dónde vas a encontrarte? Los espacios públicos de las ciudades, como sitios de paso, no cuentan las historias de las personas que las transitan. La vida desaparece.

¿Qué calles forman parte de tu historia? ¿Cómo podríamos contarnos qué espacios han sido importantes en nuestra vida?

Siempre que voy a Algeciras paso por la Plaza Alta. Casi todos los días paraba con mi abuelo por allí, camino del mercado. Llegábamos después de pasar por la puerta del parque de María Cristina y bajar por la calle Ancha. Dábamos de comer a las palomas y corría de un lado a otro. Si tenía suerte hasta podía montarme en un cacharrito que había en la puerta de una tienda. No me acuerdo de qué forma tenía, pero me subía a menudo.

Esta vez también volvimos a la plaza del mercado. Estaba cerrado y parecía otra ciudad. Más triste, más sola.

Todos tenemos sitios a los que necesitamos volver. Aunque volver duela por dentro.

 

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