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01.01.2021

103 años, recuerdos necesarios

por José Antonio Jiménez Ramos


1 de enero de 1918, nace mi madre María Ramos Moreno en Moguer, fruto del matrimonio entre Antonio Ramos y María Moreno Mora. 

Una pareja propia de la época, él, hombre de campo y cazador casi por necesidad; poco más sé de mi abuelo, mi madre no me contó muchas cosas de su padre, no lo conoció, murió en un accidente de caza, cuando tenía unos meses. Ella, buena moza de porte elegante y con mucha presencia, mujer de casa que cuando enviudó tan pronto, quedo determinada su vida. Tuve la suerte de conocerla y no recuerdo que tuviera una sola prenda con un mínimo rastro de un color que no fuera negro.

Ante tan incierto futuro, mi abuela, junto a su hija y a una hermana soltera, Esperanza de nombre, se trasladan a Sevilla al amparo, precisamente a la calle Amparo, de su hermano mayor, Antonio, buen mozo hasta el punto de que recibió un premio en el ejército por ser gastador y tener buen comportamiento.

Llegan a Sevilla sin más patrimonio, que el ajuar de boda y muchas necesidades. Mi tío abuelo estaba bien colocado, en una casa grande de mozo de comedor y estaba muy bien considerado. También soltero, actúa de hombre de la familia y gracias a su esfuerzo y al de la otra hermana, trabajadora incansable en distintos lugares como cocinera primero y, luego como limpiadora en el teatro San Fernando y más tarde en el teatro Álvarez Quintero. Recuerdo que gracias a ella veía las Galas Juveniles del Teatro San Fernando y junto a mi madre fuimos a buen número de zarzuelas, tanto en uno y otro teatro.

Teatro San Fernando, calle Tetuán (Sevilla)

Una vez transcurrida su juventud entre ropas y talleres de costuras, mi madre empieza a trabajar en una tienda de ultramarinos llamada La Colonial como cajera. Desde tan privilegiada posición tenía vigilado a un dependiente de la Confitería La Española que estaba enfrente, delgaducho y de buen ver, que se llamaba Pepe Jiménez. Sea como fuere se casaron en el año 1950 y pronto, al año siguiente nací yo con tan mala fortuna que en el parto de más 24 horas en la casa, mi madre se vio afectada por un problema que le impidió tener más hijos. Por razones diferentes otra vida de hijo único. Un aburrimiento y, al mismo tiempo, un privilegio no deseado. Mis padres siempre se quedaron con las ganas de tener una niña.

Mi madre siguió mientras la salud no se lo impidió, cosiendo para la calle y para si misma. Tenía unas manos privilegiadas y con una paciencia infinita para ser considerada como una modista de calidad, inclusive para llegar a coser para una tienda de ropa de alto nivel. Coser para ella era una manera de ayudar a la economía familiar desde un espacio laboral informal, lo que podemos llamar economía sumergida, que todavía sigue siendo una realidad en muchas casas.

Cuando nos mudamos a nuestro piso nuevo del Polígono de San Pablo se compró una mesa de comedor extensible a 2 x 1 metros, que era  innecesaria ya que solo vivíamos 4 personas. Era evidente que el objetivo estaba relacionado con la costura.

Igualmente cosía para su familia, siempre para mujeres, decía que la ropa de hombre era muy complicada, sobre todo los pantalones. Le hizo el traje de novia a Loly con su habitual habilidad y maestría. Era tan perfeccionista que sufría de manera desmedida cuando tuvo que coser para una empresa de confección masiva que pagaba por número de prendas confeccionadas en una semana. Pero lo hacía porque siempre era bueno mejorar la economía de una familia pequeña, pero también de bajos ingresos derivados de la profesión de mi padre, siempre en el ámbito de la hostelería.

Cuando mi familia crecía y ya por mi trabajo, nos trasladamos a El Viso y nos juntábamos de vez en cuando, fuimos adquiriendo unas costumbres en fiestas anuales. Una de ella era su cumpleaños. La coincidencia del mismo con el comienzo de cada año era peculiar, porque el rito anual se convertía en un almuerzo preparado por ella y que siempre era el mismo.

Sopa de picadillo; Croquetas de papas y San Jacobos. El postre podía variar, según el gusto o la posibilidad del momento.

Una particularidad de la comida es que nunca estaba lista a la hora de juntarnos, había que terminar de montar la mesa que se abría como si fuera para cortar la tela para un vestido, porque claro ya éramos otros cuatro más.

Esa costumbre duró hasta que mi madre perdió sus posibilidades de llevarla a cabo. Los últimos años de su vida hasta su fallecimiento en 1997, nos seguimos juntando pero sin las croquetas de papas, ni los San Jacobos artesanales.

Hoy nos hemos juntado mi familia, que ya tiene otra composición y por propuesta de mi hijo Benito José hemos vuelto a hacer la celebración del cumpleaños de mi madre y el comienzo de un nuevo año con la misma comida y casi las mismas características de terminar de montar el almuerzo como antaño.

Me he sentido muy unido a mi gente con el recuerdo de una costumbre que ha sido posible gracias a que la memoria que nunca debe fallar.

103 años de nuestra historia familiar

 

 

 

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